Desembarco del Rey era un caos de gritos y antorchas. Desde los barrios más bajos hasta las puertas de la Fortaleza Roja, una marea humana de ciudadanos furiosos, armados con herramientas de campesinos, cuchillos y piedras, se había volcado contra los hombres de la reina. Los rumores, alimentados por intrigas y temores, habían inflamado a la multitud: hablaban de brujería, de dragones y de la corrupción de los señores valyrios. El fervor religioso y la desesperación se mezclaban en un estallido de violencia incontenible.
Los soldados Velaryon reaccionaron con rapidez y disciplina. Formaron filas cerradas en las calles principales, sus lanzas alzadas y sus espadas desenvainadas para frenar el avance de la turba. Pero los ciudadanos eran muchos, una marea interminable de furia que chocaba contra las líneas de los de Marcaderiva una y otra vez, como si fueran olas contra una roca.
En medio del tumulto, las capas doradas, lideradas por Ser Steffon Darklyn, llegaron para apoyar a las fuerzas de Corlys. Darklyn, un caballero experimentado, gritó órdenes rápidas para organizar una retirada. Sabía que, aunque los Velaryon eran buenos soldados, no podían aguantar para siempre contra una multitud tan numerosa y enardecida si no montaban una defensa apropiada. Los hombres de la Guardia de la Ciudad, aunque renuentes a derramar sangre de sus propios ciudadanos, levantaron sus escudos y trataron de abrir un corredor para los Velaryon.
La retirada fue lenta y peligrosa. Las masas los rodeaban, arrojándoles piedras y antorchas encendidas, mientras gritaban insultos y juramentos de sangre. “¡Por los Siete!”, clamaban unos. “¡Abajo los dragones y sus lacayos!” Llantos de furia y dolor llenaban el aire. A medida que las tropas Velaryon retrocedían hacia la Fortaleza Roja, se estrechaba su formación. Algunos caían, golpeados por la turba, pero Darklyn y sus capas doradas mantenían el orden con dificultad, avanzando paso a paso por las calles llenas de escombros y cuerpos.
Finalmente, las puertas de la Fortaleza Roja se alzaron ante ellos, y los Velaryon se apresuraron a entrar bajo la protección de sus altos muros. Los ciudadanos, al encontrarse frente a la imponente fortaleza, detuvieron su avance, incapaces de continuar. Pero la furia de la multitud no se disipó. Los cánticos y gritos se hicieron más fuertes mientras los ciudadanos se arremolinaban frente a la fortaleza, sus antorchas iluminando la noche como un mar de llamas.
Dentro de la Fortaleza Roja, Ser Steffon Darklyn observaba con el ceño fruncido mientras los hombres de Velaryon cerraban las puertas detrás de ellos. Habían logrado sobrevivir, pero la rabia de Desembarco del Rey seguía viva, como un incendio que no podía ser sofocado. “Esto apenas comienza”, pensó Darklyn, mientras escuchaba los ecos del clamor que ascendían desde la ciudad enardecida.
El puerto de Desembarco del Rey hervía de actividad y fervor. Bajo el estandarte de los Siete, el padre Gamliel dirigía a cientos de fanáticos armados con lanzas, antorchas y cuchillos improvisados. La multitud gritaba oraciones mientras avanzaba, sus voces un eco discordante que llenaba el aire: “¡Por los Siete! ¡Que el fuego del dragón sea purgado de estas tierras!” Gamliel, alzado en una plataforma improvisada de madera, alzaba su bastón con una fuerza desproporcionada para su delgado cuerpo, arengando a sus seguidores a atacar los barcos Velaryon que aguardaban en el puerto, símbolos de la alianza con los dragones.
El fuego comenzó a devorar los muelles cuando los fanáticos incendiaron algunas embarcaciones menores, y las primeras líneas de los Velaryon, superadas en número, retrocedieron hacia las aguas. Pero la resistencia no se rendía. Los soldados Velaryon luchaban con disciplina, protegiendo los grandes barcos de Marcaderiva, que aún permanecían anclados, listos para zarpar si fuera necesario. Sin embargo, los cultistas, frenéticos e implacables, continuaban avanzando como un torrente oscuro, cegados por su odio hacia los dragones y lo que representaban.
Fue entonces cuando un rugido resonó en el cielo, tan profundo y potente que silenció incluso los cánticos de los fanáticos. Una sombra pasó sobre las aguas iluminadas por el fuego, y las miradas de todos, incluso las del fanático padre Gamliel, se alzaron. Vermax, el joven dragón montado por el príncipe Jacaerys Velaryon, descendía desde las alturas, con sus escamas verdes y doradas brillando como una joya entre las llamas del puerto.
Con un grito decidido, Jacaerys dirigió a Vermax hacia el corazón de las fuerzas enemigas. El dragón exhaló una columna de fuego que consumió a decenas de fanáticos en cuestión de segundos. Las filas desordenadas se rompieron al instante, el pánico extendiéndose entre los seguidores del padre Gamliel. Algunos intentaron huir hacia las callejuelas, mientras otros, movidos por su fanatismo, cargaron directamente contra el dragón.
Jacaerys lideraba desde las alturas, su voz clara y firme resonando entre el caos:
—¡Por Marcaderiva!¡Dracarys!
Vermax lanzaba llamaradas contra los barcos que habían sido capturados por los fanáticos, asegurándose de que no pudieran ser usados contra las flotas Velaryon. Pero a medida que el dragón se acercaba al suelo, las lanzas comenzaron a volar. Los cultistas, en su desesperación, arrojaban todo lo que tenían contra el dragón. Una lanza golpeó una de sus alas, arrancándole un rugido de dolor. Otra se clavó en su costado, y una tercera, lanzada con precisión casi milagrosa, alcanzó uno de sus ojos.
Vermax rugió, una mezcla de furia y agonía, su enorme cuerpo retorciéndose mientras intentaba alzar el vuelo de nuevo. Pero las lanzas seguían llegando, y aunque Jacaerys intentaba maniobrar para protegerlo, el dragón se tambaleaba, herido y cegado. El príncipe gritó órdenes para que los soldados Velaryon lo apoyaran desde tierra, y una oleada de hombres armados avanzó, empujando a los fanáticos hacia las llamas y las aguas.
El padre Gamliel, viendo que su causa estaba perdida, alzó su bastón al cielo y comenzó a gritar oraciones, pero sus seguidores lo abandonaron uno por uno. Finalmente, fue alcanzado por las llamas que devoraban los muelles, su figura desapareciendo entre el humo y el fuego.
Con un último esfuerzo, Vermax logró alzar el vuelo, sus alas desgarradas batiendo con dificultad. Jacaerys, con el rostro endurecido por la rabia y la preocupación, lo guió hacia el mar, lejos del alcance de los fanáticos. Desde lo alto, podía ver el puerto en ruinas, las fuerzas del padre Gamliel desbandadas y las flotas Velaryon aún a salvo, aunque a un alto precio.
Cuando aterrizó en una playa segura más allá de la ciudad, Jacaerys desmontó rápidamente. Vermax, jadeante y cubierto de sangre, intentaba mantener la cabeza erguida, pero sus ojos estaban opacos, cegados para siempre por las lanzas de los fanáticos. El príncipe acarició el cuello del dragón, su voz quebrada mientras susurraba:
—Lo lograste, viejo amigo. Lo lograste.
La victoria era suya, pero el precio, como siempre en la danza de dragones, era insoportablemente alto. Vermax viviría, pero el dragón que había brillado como una joya en el cielo nunca volvería a ser el mismo.
La Fortaleza Roja era un laberinto de sangre y caos. Los gritos de batalla y el retumbar de las botas resonaban por los pasillos de piedra mientras los traidores y leales chocaban en una lucha sin cuartel. Larys Strong, siempre la sombra tras las cortinas, ahora se encontraba en el corazón del conflicto, liderando un pequeño grupo de hombres leales a su propósito. No llevaban emblemas ni estandartes, solo acero y la determinación fría de cumplir una misión que pocos entendían por completo.
Deslizándose entre los corredores oscuros y las habitaciones saqueadas, Larys dirigía a sus hombres con gestos calculados y susurros precisos. En el caos, su cojeo no le ralentizaba, pues conocía cada esquina y atajo de la fortaleza. Era como si la misma Fortaleza Roja lo guiara hacia su presa. Y allí, en la Sala de los Cien Fuegos, encontró a Lord Corlys Velaryon, “La Serpiente de Mar”.
El anciano lord estaba rodeado por un grupo de soldados, resistiendo con la misma determinación que lo había hecho leyenda en los mares. Su hacha de guerra, pesada y manchada de sangre, derribaba a los atacantes con fuerza y precisión, pero el cansancio era evidente en sus movimientos. Su guardia flaqueaba, y eso no pasó desapercibido para Larys. Y eso le permitió observar sin ser visto.
—Esperad antes de entrar, dadme cinco minutos y después matad a todos los que haya en la sala —ordenó Larys a sus hombres desde la retaguardia, su voz tranquila incluso en el clamor de la batalla.
Los soldados obedecieron, cerrando las puertas de la sala y dejando que Larys pudiera rodear la habitación y entrar por otra puerta. El Lord Velaryon, empapado en sudor y sangre, giró hacia él, levantando su hacha con dificultad.
—¿Qué hacéis aquí? —escupió Corlys, con el tono de alguien que había visto todo y aún así no se sorprendía, cuando el Patizambo abrió una puerta y cayó debido al impulso a los pies de los Velaryon.
—Hay fanáticos tras las puertas, no vamos a poder con ellos. —dijo el Consejero de Rumores de Aegon señalando las grandes puertas dobles segundos antes de que los fanáticos comenzarán a tratar de derribarlas.
Corlys gritó unas órdenes y se preparó para la inminente llegada de los atacantes; segundos después se desató el caos en la sala. Los ciudadanos de Desembarco eran más pero no eran rivales para los soldados Velaryon por lo que la lucha no estaba decidida.
Sin embargo, los leales a Rhaenyra estaban cansados y sus fuerzas menguaban minuto a minuto. Los últimos Velaryon en pie escucharon entonces como Corlys emitía un gorgojeo.
El Lord Velaryon cayó de rodillas sujetando su garganta, ahora desgarrada mientras su hacha golpeaba el suelo de piedra con un estruendo. Larys se inclinó hacia él, susurrándole con una voz fría y baja.
—Tus días de gloria han terminado, Lord Corlys. Ahora, solo quedará silencio.
Con un último giro de la daga, terminó con él. La Serpiente de Mar, aquel que había cruzado los mares del mundo, había caído en el suelo de la Fortaleza Roja, no en el campo de batalla ni en el océano, sino a manos de un hombre cuya única arma verdadera era el cálculo.
Sin embargo, Larys apenas tuvo tiempo de saborear el momento. Desde las puertas de la sala llegó un nuevo sonido: pasos apresurados, y luego, la figura de Jacaerys Velaryon, cubierto de sudor y con los ojos encendidos de rabia, irrumpió en la estancia. Siguiéndole venían más soldados con los colores de su Casa.
Larys no se movió al principio, observando con ansiedad al muchacho con detenimiento, calculando. Podría acabar con él en ese momento. Podría deshacerse del heredero de Rhaenyra Targaryen, del jinete de Vermax, y desestabilizar aún más a la facción enemiga. Pero algo en su mente lo detuvo. No era el miedo ni la duda, sino la certeza de que si lo hacía, tiraría por tierra su verdadero objetivo. Jacaerys muerto ahora significaría un posible vacío de poder, pero no el caos que necesitaba para avanzar en su juego.
Mientras el caos continuaba rugiendo en la Sala de los Cien Fuegos, Larys desapareció como la sombra que siempre había sido, abandonando a los fanáticos a su suerte. El juego seguía, y aún quedaban muchas manos por jugar.
La Fortaleza Roja era un caos de sangre, fuego y traición. Los gritos de los combatientes resonaban en los pasillos como el eco de un tambor de guerra. El asalto de los cultistas fanáticos había llevado la confusión a cada rincón, y ni siquiera los aliados de Rhaenyra estaban a salvo de la embestida. En medio de la anarquía, Larys Strong se movía con precisión calculada, un tejedor de intrigas que había esperado este momento.
Con un puñado de hombres que habían jurado lealtad a la reina Rhaenyra, Larys avanzó por los corredores más oscuros, siempre observando, siempre evaluando. Los soldados lo seguían con cierta vacilación, incapaces de descifrar las intenciones del hombre que, a pesar de su cojeo y figura discreta, parecía tener el control absoluto de la situación.
—El enemigo está en todas partes —les dijo con voz baja, pero firme—. Si queremos proteger a la reina, debemos purgar a los traidores de este lugar, cueste lo que cueste.
Los hombres asintieron, sin cuestionar a Larys. En el caos, era difícil discernir quién decía la verdad y quién ocultaba un puñal en la sombra. Larys utilizó esa confusión a su favor.
Su primera parada fue una sala que los cultistas habían tomado como base para coordinar su ataque. Con un movimiento hábil y sin previo aviso, Larys y sus hombres irrumpieron en el lugar. Los fanáticos, sorprendidos, apenas tuvieron tiempo de reaccionar antes de que el acero los alcanzara. Cuando el último de los cultistas cayó, los soldados de Rhaenyra miraron al Strong con una mezcla de respeto y desconcierto.
El grupo, ahora fortalecido por el triunfo, continuó su avance, despejando más salas y corredores. En cada rincón de la Fortaleza Roja, los hombres de Rhaenyra se enfrentaban a los fanáticos que buscaban quemar todo lo que representaba el dominio Targaryen. Fue en uno de esos pasillos donde encontraron a Ser Steffon Darklyn, espada leal a Rhaenyra, luchando contra un grupo de fanáticos que lo tenían rodeado.
—¡Por la reina! —gritó Larys, alzando la voz por primera vez. Sus hombres cargaron, arremetiendo contra los fanáticos con la fuerza de una tormenta.
Ser Steffon, jadeando pero aún firme, observó a Larys mientras la sangre se derramaba en el suelo. Cuando el último enemigo cayó, el caballero lo miró con sorpresa.
—Lord Larys… no esperaba veros luchando. Siempre os he visto como… más adepto a las palabras que a las armas.
Larys inclinó ligeramente la cabeza, sus ojos brillando con un destello calculador.
—Las palabras son armas, Ser Steffon. Pero en tiempos como estos, incluso los más hábiles con la lengua deben ensuciarse las manos.
El caballero asintió, limpiando la sangre de su espada.
—La reina estará complacida de saber que estáis aquí. Este día os reconocerá como un leal, sin duda alguna.
Larys esbozó una sonrisa que no alcanzó sus ojos. Sabía que cada palabra de Ser Steffon sería transmitida a Rhaenyra, consolidando su posición como un aliado valioso en apariencia, pero su mente estaba ya en el siguiente movimiento. Había traicionado a los fanáticos, manipulando su entrada en la Fortaleza Roja solo para luego exterminarlos y erigirse como el salvador. Era un movimiento arriesgado, pero efectivo.
Cuando la noche cayó sobre la Fortaleza Roja y los gritos comenzaron a menguar, Larys se permitió un momento de reflexión. Los hombres que lo habían seguido lo consideraban un héroe, y los ojos de Ser Steffon ya lo veían como un hombre digno de confianza. Pero para Larys, todo era parte del juego. La lealtad era una ilusión que él mismo moldeaba a su conveniencia.
Desde una de las torres, observó las luces de Desembarco del Rey, titilando como estrellas moribundas. La lucha no había terminado, pero su posición estaba asegurada. Ahora, todos lo verían como un salvador, cuando en realidad, él seguía siendo el mismo tejedor de intrigas que movía los hilos en la oscuridad.
Ya solo quedaba esperar a Rhaenyra.