Las Cosas Que Hace Dorne, Pero Las De Verdad

Esa noche se organizó por instancia del Príncipe Oberyn un pequeño banquete de celebración por la victoria. Los señores dornienses, los ponientis y los líderes de la Compañía Dorada bebieron y rieron, pero sin grandes excesos ni la alegría desbocada que quizá podría esperarse; sobre todos pendía el recuerdo de los caídos y, sobre todo, la certeza de que esto aún no había acabado. Quedaba un último capítulo.

Presidiendo la mesa, Rhaegar y Oberyn habían charlado amigablemente durante la cena, sin tocar temas sensibles, y muchos celebraban el buen entendimiento que parecía haber al fin entre ellos. Conforme los señores se fueron retirando y la fiesta se fue apagando, Oberyn, que apenas se había tomado una copa de vino, se reclinó en el asiento y, sin mirar al príncipe, le susurró, solo para sus oídos:

-Ambos habíais acordado matarle, pero mi hermano cayó, y vos no. Él cayó, y vos no. Si estabais en eso juntos, ¿no deberíais haber caído ambos, o ninguno? ¿La gloria era para vos y el riesgo para mi hermano? ¿Es así como funcionan las cosas cuando se trata con el Príncipe Rhaegar? -negó con la cabeza-. Si estoy hablando con vos es por mi hermana. Elia está convencida, y no deja de repetírmelo en su cartas, de que que sois una buena persona. Yo no lo veo, pero confío en Elia, y si ella lo dice, no me queda más en creer en que eso sea así. Por eso vuestro vino no está envenando, y mi lanza no os ha atravesado. Por Elia. Hicisteis bien casándoos con ella. Fue una de vuestras raras buenas ideas.

Echó un trago de vino, y se levantó para despedirse con un abrazo de un par de dornienses que volvían a sus tiendas. Cuando se sentó de nuevo, prosiguió.

-Vuestro padre debe morir. De inmediato. Si os importa el reino, si os importa su paz, sabéis que eso es así. No vamos a Desembarco a entregarle unos prisioneros. Vamos a derrocarlo. ¿Estamos de acuerdo hasta ahí, Príncipe

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Rhaegar podía entender que el impulsivo príncipe Oberyn decidiera acusarle de haberse lavado las manos con la vida de su hermano. Y, ciertamente, para un observador externo que no hubiera sopesado todas las circunstancias de la lamentable situación, bien podría haber sido así. Así que el príncipe cruzó sus dedos, ordenó sus ideas y empezó a explicar con calma y precisión lo que de verdad había sucedido.

¿Creéis que dada mi posición podía hacer algo para colaborar con vuestro hermano? Mi Padre me nombró Mano del Rey, entre otros motivos, para mantenerme vigilado en todo momento y cuidar de que no hiciera nada que escapase a su control. “Un hijo mío ostentando un cargo de tanta responsabilidad debe contar con una escolta adecuada” —aún recordaba la mirada divertida con la que su padre le había obsequiado, una mirada cargada de intención— , con esas sibilinas palabras me lo dijo. Mientras estuve en la Fortaleza Roja fui su mascota, allá por dónde he ido he tenido siempre a mi lado a hombres seleccionados por él así como una de sus Espadas Blancas, y no me refiero a hombres con los que me unen lazos de afecto, como Oswell o Arthur. Hablo de Jonothor Darry, de Barristan Selmy, hombres que no cuestionan órdenes porque consideran deshonroso siquiera plantearse esa opción y que no dudarían en cargarme de cadenas si lo que vieran no les gustase. Advertí a vuestro hermano de que tuviera mucho cuidado, que especialmente se cuidase de las palabras del eunuco y que por ningún motivo confiase en él, ni en nadie que no fuera su mujer. Y estoy seguro de que se guardó bien las espaldas, pero aún así, no fue suficiente.

No consideró extenderse en que la muerte del príncipe Doran y de su mujer le habían pesado mucho. No eran palabras con las que fuera a conmover ni un ápice a su interlocutor. Pero no, no había acabado ahí. Conocía demasiado bien a su padre, no era descabellado afirmar que Rhaegar era la persona que mejor podía aproximarse a su mente. Y el príncipe Oberyn debía entender como maquinaba la mente del rey, no sólo para entender su comportamiento y predecir sus movimientos, si no para entender por qué el propio Rhaegar seguía con vida.

Pero, además… ¿de verdad creéis que a mi padre le convenía matarme? Puede que Padre sea un loco, pero aún en su locura hay algo de lucidez. Muy en el fondo sopesa el alcance de sus acciones y se cuida de que sus caprichos no vayan demasiado lejos. Si actúa como actúa es porque cree que es capaz de salirse con la suya sin que salga herido, aun teniendo que exterminar a medio reino en el proceso. Sé de lo que hablo, lo conozco muy bien. Tras el exilio de Connington, yo era el único líder que le quedaba capaz de mantener unido su ejército y conseguir guiarlo hacia la victoria. Si me decapitaba, decapitaba también sus esperanzas de mantenerse en el Trono de Hierro. Por eso me nombró Mano. Y no dudéis, si hay algo que mi Padre valora por encima de todo, es el poder. Poder para usar a las personas que le convenga como sus juguetes particulares y desecharlos cuando dejen de divertirle. Intentará preservarlo a toda costa.

El príncipe de Rocadragón no pudo evitar exhalar un suspiro de infinito cansancio. Hablar de su padre y de su comportamiento errático no era algo que le agradase hacer. No estaba orgulloso de en que se había convertido.

Mi Padre debe morir —sentenció con una firmeza que pareció satisfacer a Oberyn— . Pero no porque lo digáis vos —matizó con energía— . Debe morir para mantener el reino unido, pues son muchos los que claman por su sangre, y hasta que su ansia no sea saciada, jamás reconocerán nuestra autoridad —el príncipe hizo una breve pausa para beber un trago de agua y aclararse la voz— . Debo corregiros en un detalle: sí que vamos a entregarle a unos prisioneros. Si queréis dar el golpe con éxito, hemos de mantener el teatro hasta el final. Mi Padre abrirá las puertas de Desembarco del Rey porque no puede negar la entrada del ejército victorioso con las presas a las que espera poder echar mano. Más si nota algo extraño, cambiará de parecer. Y no seáis ingenuo: tendrá informadores en nuestro ejército que le informarán de cualquier irregularidad, en el lugar que menos os esperéis. Conozco a Lord Varys personalmente y creedme que si no habéis vivido por meses en la corte de Desembarco no seréis capaz de imaginar el alcance de su red de espías.

» La Compañía Dorada nos es fiel. Tenéis el apoyo de Dorne detrás, y yo cuento con el concurso de numerosas Casas de la Tormenta y los hombres de Rocadragón. La victoria definitiva está a nuestro alcance. Solo tenemos que tener el valor de estirar la mano para obtenerla. Y después de estas dos críticas batallas, no debemos de tener dudas.

Para la Mano del Rey estaba ya todo dicho y en su parecer el proceder estaba claro. Acabó su vaso de agua, lo rellenó con calma y esperó a que Oberyn mostrase su parecer sobre su exposición.

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Oberyn negó con la cabeza un par de veces mientras el príncipe hablaba. Pero su rostro se mantenía impasible, petrificado en una media sonrisa. Echó mano de nuevo a la copa pero apenas bebió un sorbito. Tenía que mantenerse sobrio para poder contener las ganas de estrangular al hombre que le había robado la sonrisa a su hermana.

-Pues para ser el Príncipe Heredero del reino, no parece que le deis mucho uso a vuestro estatus -comentó-. Si le hubieras clavado un puñal en las tripas a vuestro padre a la primera oportunidad que tuvierais, ¿creéis que habría pasado algo? ¿Creéis que los Capas Doradas habrían asediado la fortaleza? ¿Que el pueblo habría clamado contra vos? ¿Que la Guardia Real, cuando viera su cuerpo inánime, habrían dado su vida por vengarle? Lo que habría pasado es que los presentes se habrían arrodillado a vos y os habrían coronado. Gobernar por el miedo funciona hasta que dejas de dar miedo. No debe de haber nadie en la corte que no le odie y le tema a partes iguales; solo le obedecen porque puede hacerles matar, pero si Aerys estuviera retorciéndose en el suelo con la vida escapándosele, nadie movería un dedo por él. Incluso sus más abyectos aduladores se apresurarían a arrodillarse ante vos. Habéis hecho esto mucho más difícil para todos, y en el camino mi hermano, mi cuñada y mi tío han perdido la vida, solo por vuestra maldita indecisión. Si yo fuera vos, si yo hubiera nacido Rhaegar Targaryen, le habría cortado el cuello al malnacido después de Valle Oscuro. Ya se veía lo que iba a pasar. Había mostrado signos de la locura de vuestra estirpe desde el primer día que se puso la corona.

Negó con la cabeza y bufó irritado.

-Pero no se puede cambiar el pasado. Centrémonos en el futuro, pues. No entiendo en absoluto vuestro plan, si se le puede llamar así. Me decís que vuestro padre debe de tener espías aquí, con lo cual estará perfectamente informado de que marcho con vos, y mis intenciones para con él no son ningún secreto. Y sin embargo aseguráis que nos abrirá las puertas, y que deberíamos actuar con perfecta normalidad. ¿Créeis que vuestro padre va a abrirle las puertas de Desembarco a diez mil dornienses, liderados por mí, y que una vez estén dentro no va a hacer nada al respecto? ¿Que aplaudirá al vernos llegar y se descubrirá el cuello para facilitarnos el tajo? Lo que estáis proponiendo es que entremos en la capital con un ejército y, una vez dentro, no hagamos nada y le cedamos la iniciativa al rey, fingiendo ser sus siervos obedientes, para que él haga lo que quiera con nosotros. No, no vamos a hacer eso. No voy a llegar a Desembarco del Rey y entregarme mansamente a vuestro padre. Que es a fin de cuentas lo que me estáis pidiendo.

Saludó con un gesto a los últimos rezagados que abandonaban la mesa y se echó hacia adelante, mirando a Rhaegar a los ojos.

-En lo que tenéis razón es en que nos debería abrir las puertas. Pues aprovechémoslo. Tenemos treinta mil soldados veteranos con nosotros. Treinta mil, Rhaegar. En cuanto el primer ejército pase las puertas, sacamos las armas, tomamos las murallas y nos abrimos paso a sangre y fuego hasta la Fortaleza Roja. La milicia de Capas Doradas no podría hacer absolutamente nada. Dudo que se molestaran siquiera en luchar. Una vez allí, echamos abajo si hace falta los muros y matamos al tirano. Se acabó la hora de la doblez y de la sutileza. Ha llegado la hora de la sangre. No hagamos complicado lo simple. Si tenemos seis veces más tropas que él, y nos abre las puertas de su casa, no lleguemos como mansos corderitos y le demos la oportunidad de meternos a todos en una mazmorra. Nosotros, no él, tenemos la fuerza de las armas. Sería de idiotas no usarla.

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A Rhaegar no le gustaba aquel método porque morirían muchos inocentes y a su juicio era un derramamiento de sangre inútil. Por otra parte, estaba la cuestión del fuego valyrio. Sabía que Padre se había aficionado a su uso y que tenía grandes reservas a su disposición, y la Mano del Rey sospechaba que tenía más ocultas, solo los dioses sabían donde. ¿Sería capaz de quemar la Fortaleza Roja con medio reino dentro y llevarse a todos en su caída? Prefería no pensar en esa aterradora posibilidad.

Rhaegar también era consciente de con quién estaba tratando y si no se hacían las cosas a su manera no obtendría consenso ninguno. Sin el apoyo de los dornienses no tenía nada que hacer, así que el príncipe de Rocadragón debía de ceder. Además, no tenía ya fuerzas para seguir discutiendo con su insistente cuñado.

Sea. Lo haremos a vuestra manera, y que los dioses nos perdonen por los inocentes que tengan que morir.

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Oberyn alzó una ceja, sorprendido por la respuesta de Rhaegar. No esperaba que la discusión fuera tan breve. Se preguntó hasta qué punto podía confiar en su palabra.

-Que recaiga sobre mí la sangre de los inocentes. Y la de vuestro padre. Yo cometeré el acto, no hará falta que os manchéis vuestras prístinas manos reales. Y después… -suspiró-. Ambos estamos manchados por esta guerra y por nuestros actos. Cuando vos partáis al exilio yo partiré a Dorne; la pobre, dulce Arianne, que ha perdido a sus padres, me necesita allí. Que Elia sea la cara del trono durante la regencia. Es una cara más agradable que la mía, y nadie en el reino le guarda rencor. Y Connington es un hombre de honor. Con ellos moviendo los hilos, será una época de esperanza, no de vencedores y vencidos. ¿No os parece?

El tono de Oberyn se había ido suavizando, y en su rostro se leía la añoranza de tiempos más felices, pasados y quizá por venir.

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El exilio, una copa amarga. Tal vez mejor de la que merecía. No le correspondía juzgar algo que competía a los dioses, en todo caso. ¿Había otra salida mejor? Rhaegar sinceramente lo dudaba.

Los Siete Reinos ya han bebido demasiado la copa de la sangre y las lágrimas. Yo no seré el culpable de darle otra ronda más. Habrá quién crea que por ser mujer la princesa Elia no tendrá la fuerza suficiente para ejercer el cargo, pero con la ayuda y consejo de Lord Connington no tendrá ningún problema en aplastar a quién cuestione su autoridad. Y con ellos al mando, nadie puede dudar de que habrá concordia, no venganza.

Rhaegar Targaryen entonces tomó un vaso vacío y lo llenó de vino. Decían que brindar con agua era sinónimo de mal fario.

Brindemos pues —el príncipe alzó su copa— . Por la regente Elia y por su Mano, lord Connington. Por un futuro lleno de esperanza.

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Oberyn tardó unos instantes en responder al brindis. Jamás, mientras viviera, le perdonaría a Rhaegar lo que le había hecho a su hermana, a la otra mitad de su alma. Y en la muerte de su hermano y Mellario le correspondía más responsabilidad de la que aceptaba. Y sobre todo, no entendía a Rhaegar. Nunca le había entendido. Parecían vivir en dos mundos distintos; concretamente, Oberyn vivía en Poniente, y Rhaegar vivía en un mundo apocalíptico de antiguas profecías, trasgos y snarlings.

No, Oberyn no le entendía. Pero si en un arranque de lucidez estaba dispuesto a hacer lo que era necesario para salvar el reino y su estirpe, que también era la de Oberyn, haría de tripas corazón y lucharía de su lado. Oberyn era orgulloso, pero su orgullo nunca se anteponía al bien de su familia.

Levantó la copa y brindó con Rhaegar.

-Y por el Rey Aegon, el Sexto de su Nombre. Que nos entierre a todos y que demuestre más juicio que sus antecesores. Con Elia y Connington de su lado, seguro que lo hará.

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