Las noches de Volantis

Los vencedores habían ocupado el lujoso palacio del antiguo triarca Malaquo Maegyr. Era este un orgulloso tigre de la Antigua Sangre -la élite volantina- que se había negado a arrodillarse y a formar parte del nuevo Volantis que la joven reina había proyectado. Había sido tomado preso y se le habían confiscado todas sus propiedades. Los que no querían vivir en el nuevo mundo perecían con el viejo. Y ahora, bajo los techos del suntuoso palacio, los vencedores se entregaban a una bacanal con desenfreno, ebrios de victoria y triunfo.

Daenerys Targaryen presidía la fiesta, sentada descalza sobre cómodos cojines de terciopelo, rodeada de sus colaboradores más cercanos. Se había situado frente a un estaque que presidía el gran salón en el que estaban festejando. Dany había decidido vestir con todo el exotismo y la pompa oriental, llevaba unos ligeros pantalones de seda azul volantina a juego con un chaleco blanco sin mangas muy ajustado que le dejaba la barriga al aire. Sobre su cabeza llevaba una lujosa diadema de plata y las pieles del hrakkar, el gran león blanco de las praderas que Khal Drogo le había regalado. Se había maquillado los ojos y se había pintado los labios de un intenso color rojo, y portaba en sus brazos lujosos brazaletes de oro con diversos motivos grabados en ellos. Bebía y conversaba de buena gana con quiénes tenía a su lado y con los que se acercaban a saludarla y presentarle sus respetos. Se sabía deseada, el centro de atención alrededor del cual orbitaban todos, y le encantaba. «Para esto he nacido. Para ser reina. Y qué bien sienta».

En aquellos momentos unas bailarinas acompañadas de unos flautistas y tamborileros realizaban su espectáculo, era una pausa que se había organizado antes de seguir sacando viandas y bebidas para continuar con el suculento festín. Todas las bailarinas habían sido propiedad del triarca Malaquo, pero Daenerys las había liberado, y ahora, actuaban de libre voluntad para deleite de todos. Las encabezaba una mujer de belleza platinada llamada Farina, según le habían contado, había nacido de la unión entre un señor de la Antigua Sangre y una esclava. La bailarina se movía con una gracia y rapidez que no parecían del mundo de los mortales, ella no había parado de mirarla mientras actuaba… y lo cierto es que Dany la había correspondido. No sabía decir el qué, pero tenía algo que le llamaba poderosamente la atención.

Los ojos de Farina me dicen que le gustáis, amada reina. Quizá demasiado —le confió al oído la mujer a la que llamaban la Viuda del Puerto, una nueva Triarca que había investido. Dany había olvidado su nombre, o quizá ya no le venía a la cabeza. «Mucho alcohol, pero hay que vivir la vida». Era una liberta muy conocida y popular con mucha mano para los negocios, había estado comiendo y bebiendo con los gobernantes de la Antigua Sangre cuando su esposo vivía, o eso le habían contado. «Ya ha visto como se gobierna, lo hará bien»—. En mi tierra, decimos que aquellos que aman demasiado lo pierden todo, y aquellos que aman con ironía, perduran.

Dany le asentía, pero lo cierto es que apenas había escuchado la última frase. Ella ahora mismo solo tenía ojos para Farina, esos profundos ojos violáceos en los que se había ya perdido, sus generosas caderas que se movían ante ella de las maneras más sugerentes y excitantes. Cuando terminó su baile, Dany se levantó de sus cojines y se plantó ante Farina. La bailarina bajó la cabeza, respetuosamente, esperando su veredicto. Dany le puso la mano izquierda bajo su barbilla con gentileza para obligarle a alzar la vista. Las dos se miraron a los ojos por un instante intensamente hasta que Dany la abrazó, entre risas y ovaciones de los presentes.

¡Vamos, Dany! —dijo alguien entre la multitud. Dany no supo identificar quién era. Otros también le jalearon—. ¡Bésala en la boca!

«Pues no es mala idea», pensó al tiempo que se inclinaba, buscando con sus labios la boca de la bailarina. Farina se entregó al beso gustosa, sus lenguas se entrelazaron con pasión y avidez, entre carcajadas y aplausos ebrios. Cuando se separó de ella, su mirada se encontró con la de Ser Jorah, el caballero tenía uno de los ceños más fruncidos que había visto nunca. ¿Miraba a Farina con envidia o con enfado? «Que se enfurruñe cuanto quiera. No seré jamás su mujer». Buscó entonces a Man Y’Chin para ver como se lo había tomado. Él le sonrío con picardía al tiempo que le dedicaba una mirada cargada de intención. Ella le devolvió la sonrisa. «Esta noche serás mío, amor». De haber podido hacerlo se habría acercado a él para desnudarle y poseerlo allí mismo, pero a pesar del ambiente, seguía siendo una reina y tenía que guardar un mínimo de decoro. Se dirigió entonces a los asistentes de la bacanal.

¡Por Farina! —exclamó la reina al tiempo que tomaba a la bailarina con su mano derecha, mientras con la izquierda alzaba una copa de vino que le acababan de tender, empezando un brindis—. Ella es uno de los símbolos del nuevo Volantis que acaba de nacer. Una mujer libre con un brillante futuro por delante.

«¡Por Farina!», corearon muchos, alzando sus copas en respuesta. Dany procedió a terminarse la copa de un trago al tiempo que indicaba con un gesto que se la llenasen, y volvió a sentarse entre sus cojines de seda.

¡Por Man Y’Chin! —propuso entonces su doncella Doreah, alzando su copa, con la voz trabada por el vino— ¡Por su nombramiento como general de los ejércitos de la reina!

¿Por qué no te has unido al brindis, Ser Jorah? ¿No celebráis la ventura de un compañero? —comentó Man Y’Chin. Los que simpatizaban con el mercenario rieron ante su tono burlón, la rivalidad entre los dos hombres era del todo conocida— ¿O es que acaso envidias mi gloria? ¡La compartirás si combates conmigo! Soy generoso.

Sacad pecho cuanto queráis, mercenario, es un título vacío —respondió Jorah bruscamente—. Pavonearos como un general de ceremonias, si tanto os place, y dejad a los que sabemos pensar hacer nuestro trabajo. Fui yo quién planeó todo.

¿También planeaste tú la rebelión de los esclavos? —Man Y’Chin enarcó sus cejas, fingiendo sorpresa—. Entonces lo reconozco: eres un avatar de la guerra encarnado.

Eso fue cosa de Quaithe —reconoció el caballero de mala gana—, pero nos coordinamos para conseguir el éxito. Lo que me lleva a preguntar qué habéis aportado de verdad vos. Con los Inmaculados nos habríamos bastado, y ellos no han pedido honor ninguno…

Todos cumplisteis con vuestro deber, y lo hicisteis bien —zanjó Dany interponiéndose entre los dos, lo último que deseaba escuchar en aquellos momentos era otra estúpida discusión más entre ambos—. Me entregasteis la victoria, y os estaré eternamente agradecida por ello.

Sin duda, mi bella y hermosa reina —asintió Man Y’Chin, obsequioso—. Pero el mérito de la victoria es únicamente vuestro, sin ninguna duda, pues vos lo dispusisteis todo para que así fuera posible.

Flaco favor hacéis a nuestra reina con todas esas palabras vacías, mercenario.

¿Acaso mi general miente, Ser Jorah? —saltó Dany, ya molesta por la insolencia del caballero.

No. Pero me preocupa que la euforia del éxito os nuble el juicio y no tengáis los pies en la tierra. No hacéis más que recibir adoración y cumplidos vacíos. Recordad que Poniente es vuestro objetivo, y que queda mucho por hacer.

¿Acaso obligo yo a todos que me rodeáis a que os arrodilléis ante mí y me adoréis? ¿Pedí yo ser nombrada la Elegida del Señor de Luz por Benerro, Jorah? —le inquirió la joven reina—. ¿No se te ha pasado por la cabeza que quizá permito estas muestras de respeto porque son importantes para quiénes me las presentan?

¿Entonces por qué no rechazáis todos esos halagos? En Poniente no seréis bien recibida si ven que otros os perciben como enviada de un dios extranjero. ¿Qué libertad es esa de inclinarse ante ti?

¿Los ponientis os inclináis ante vuestros reyes también, verdad? Os arrodilláis ante Aegon el Conquistador y a otros grandes reyes de antaño.

¿Cómo puedes tú, con tu juventud, compararte con Aegon el Conquistador? Un par de victorias no hacen una leyenda.

¿Y por qué no? —respondió Daenerys, desafiante. Su rostro se había tornado de repente pétreo, sus orificios nasales se dilataron—. He conseguido más a sus años. Y sin ayuda de nadie.

De repente, el silencio se había instaurado en el esplendoroso salón. La música y las risas habían cesado, dando paso a un tenso silencio. Algunos empezaban a retirarse de la fiesta con prudencia, pues sospechaban que todo aquello no iba a acabar bien.

¿Ah, si? ¿De verdad lo crees? ¿Cruzaste tú sola el Desierto Rojo, Daenerys? —Jorah le alzó un brazo, en un gesto soez— ¿Podrías haber llegado sin problemas a Asshai? ¿Y qué pasa con tus dothrakis? ¿Ahora su sangre ya no te vale?

Me estás insultando, Jorah —le advirtió la reina con brusquedad—. Te tengo mucho aprecio, pero ten cuidado.

No me arrodillaré ni os diré lo que queréis oír, como toda esa banda de aduladores que os rodea —dijo el caballero, ciego de rabia, olvidada ya la prudencia. Ser Jorah dio un paso al frente, en un gesto retador, pero dos dothrakis amigos suyos le agarraron y le disuadieron de seguir avanzando—. Doreah, Quaithe, Benerro, este general fantoche que habéis nombrado… ¡Recuerdo una época en la que se podía hablar con libertad, sin tanto arrastrarse ni babear!

Sal de aquí, Jorah —le advirtió en todo gélido Dany, mientras lo taladraba con su mirada—. Sal de aquí antes de arruinar tu vida.

¿Es que tu gran orgullo ya no teme ni a los dioses? —le espetó el caballero— ¿No te han recordado desde hace mucho qué es lo que le pasó a tu querido padre? ¡Este ejército, este ejército es tu sangre, muchacha! ¡Sin ellos no eres nada!

¡BASTA! —Daenerys se alzó de sus cojines de plumas, incapaz de contener su cólera—. ¡Llamad a la guardia! ¡Arrestadlo y apartadlo de mi vista!

No. Las afrentas al honor deben de ser respondidas al instante —se adelantó Man Y’Chin al tiempo que desenfundaba su acero—. Vamos, desenfundad la espada, caballerito. A ver si tienes valor de defender tus palabras con algo más que miraditas torvas.

Con mucho gusto —respondió Jorah al tiempo que echaba mano de su espada. Su sonrisa era una mueca sacada de la más terrorífica historia de terror, el oso había enseñado sus dientes y ya sólo iba a contentarse con ver sangre entre ellos—. Durante semanas he estado buscando la situación propicia para deshacerme de vos y prestarle un servicio a la reina. Mejor que esta ninguna.

¿Qué es lo que hacéis, locos? Guardad esas espadas ahora mismo —ordenó imperiosamente Dany. Pero los dos hombres, lejos de obedecer, avanzaron para batirse en duelo—. Soy vuestra reina, ¿¡es que no me habéis oído!? ¡Envainad las espadas!

Las espadas chocaron y se escucharon murmullos de asombro. Dany llamó a gritos a los Inmaculados, que empezaron a entrar en tromba por las tres puertas que daban al gran salón. «Tienen que pararles antes de que se maten, tienen que hacerlo, tienen que hacerlo». Dany no dudaba de la capacidad con la espada de su mercenario, pero al igual que ella, había bebido más alcohol del que debía, mientras que ser Jorah no había probado ni una gota en todo el banquete. Ser Jorah se abalanzaba sobre su oponente con una furia asesina, descargaba sobre él una lluvia de acero enérgica y en todos los flancos, sin pausa ninguna. Y sucedió lo que tenía que pasar. Uno de los quites de Man Y’Chin fue demasiado lento y ser Jorah alzó la espada en un brutal golpe que rajó por la mitad la cara del mercenario. Este cayó contra el estanque y su nuca golpeó contra el borde del mismo. Y entonces Dany aulló, aulló de la misma manera que la noche en la que había perdido a Viserion.

La reina corrió hacia Man Y’Chin, olvidada ya toda clase de compostura. Intentó sacarle solo del agua, pero no pudo. Se odió a si misma por su debilidad. No vio quiénes le ayudaron a sacar al hombre del estanque, sólo tenía ojos para su mercenario. Lo tendieron sobre el suelo y Dany tomó su rostro lleno de sangre entre sus manos.

No me puedes abandonar ahora, no puedes hacerlo —las lágrimas empezaron a brotar incontenibles del rostro de Dany mientras analizaba la magnitud de las heridas, el tajo le había desfigurado el atractivo rostro al mercenario por completo, pero no le había matado. Le preocupaba más el golpe que se había dado en la cabeza y le había dejado inconsciente—. No te mueras, no te mueras, no te mueras… ¡TRAED AL MÉDICO, RÁPIDO!

Los Inmaculados ya habían llegado, habían desarmado a Jorah y lo habían arrodillado contra el suelo. Dany entonces reparó en el caballero y su corazón entonces se empezó a acelerar al mismo ritmo que su respiración, sentía que sus sienes le iban a explotar. La ira y la rabia recorrían cada fibra de su ser.

¡¡LLEVÁOSLO!! ¡APARTAD A ESTE TRAIDOR DE MI VISTA! —gritó la joven reina, deshecha por el dolor y ahogada en cólera. Entonces recordó las palabras que había escuchado en la Casa de los Eternos. «Tres traiciones conocerás, una por sangre, una por otro, una por amor». ¿Y si todo esto había sido un complot premeditado? Su Man Y’Chin tenía muchos enemigos—. ¿Quién está con el? ¿¡Quién está con el!? —los que estaban a su alrededor negaban con la cabeza. Dany chilló, enloquecida. Las lágrimas le corrían por las mejillas, cálidas e incontenibles. Señaló con el dedo a Jorah mientras los Inmaculados lo arrastraban sin ceremonias hacia las celdas—. ¡R’hllor es testigo de todo esto, te llamo a ser juzgado ante él! ¡Averiguaré hasta donde está conspiración ha llegado! ¡LLEVAOSLO!