Las tribulaciones de Odo

Ese presuntuoso de Cassel ha vuelto a salirse con la suya –el puño de Nieve golpeó el escritorio en el que se apoyaba con furia–. Si mi hermano no fuera tan condescendiente habría podido deshacerme de él…

Odo Stark escuchaba en silencio las divagaciones del primer ministro. Había aprendido a no abrir la boca en su presencia salvo que no fuera estrictamente necesario. A su lado, Roderick Cerwyn se erguía alto y poderoso como una torre, escuchando a Su Eminencia con suma reverencia. Sobre un poste, el cuervo de Brandon Nieve observaba a los dos hombres atentamente, con un brillo en su mirada que denotaba una inteligencia poco común.

Si su Majestad no hubiese prohibido los duelos os habría podido hacer ese trabajo, Eminencia –intervino entonces Cerwyn–. Cassel no es un espadachín de mi nivel.

No lo dudo, mi estimado señor de Cerwyn, no lo dudo… pero bueno, no hay mal que por bien no venga. Acabando con los duelos hemos cortado una salida a los beligerantes señores que se niegan a acatar el Fuero de los Norteños –Nieve se permitió una ligera sonrisa, cargada de intención. Su cuervo graznó y agitó las alas. A veces Odo creía que el animal entendía todo lo que hablaban, pero esa no era una posibilidad racional a considerar–. En cualquier caso, mis señores, no os he convocado para hablar de Cassel. Ha llegado a mis manos una carta firmada por Aegon Targaryen, el señor de Rocadragón –el primer ministro sacó de su túnica un papel enrrollado y lo depositó desplegado sobre la mesa–. Exige la pleitesía de todos los señores de Poniente, pues se ha proclamado como su legítimo monarca.

Qué desfachatez –Cerwyn negó vehementemente con su cabeza–. ¿Con qué autoridad puede hacer esa proposición? ¿Ha llegado la noticia a oídos de Su Majestad?

Tal vez, con la autoridad del que dice poseer un dragón… Mi hermano aún no sabe nada, está de caza con sus hijos, pero cuando vuelva deberé notificarle la noticia. En cualquier caso, no es su opinión la que me preocupa, si no la de sus vasallos –Nieve cruzó sus manos, pensativo–. Si el Norte no da una respuesta unánime a las demandas de este ambicioso rey, podríamos tener problemas… Odo, llegado el momento, puedo contar contigo para conocer la verdadera opinión de tu madre y tu hermano Brendan al respecto, ¿verdad?

Por supuesto, Eminencia, no dudéis de ello.

Bien. Convocaré a la nobleza del Norte en Invernalia para sopesar sus reacciones y para establecer un plan de acción conjunto…

Nieve entonces procedió a hablarles de qué expondría a la nobleza y como pretendía convencerlos a todos para que remasen en la misma dirección. También les detalló y habló de otros proyectos que debían de desarrollarse paralelamente bajo los muros de Invernalia y les dictó el papel que debían de tener en ellos.

Así lo haré, Eminencia –el señor de Cerwyn asintió con una seca cabezada–. Si se me permite saberlo, ¿qué respuesta pensáis dar a la misiva de Aegon?

Una respuesta prudente. Aunque le dejaremos claro que las guerras de los sureños no son de nuestra incumbencia, le invitaremos formalmente al Norte para negociar un tratado de amistad entre nuestros reinos…

Pero Eminencia, ¿eso no sería poner fin a nuestro aislamiento y poner en riesgo la paz que con tanto esfuerzo hemos mantenido? Nos veríamos envueltos en las intrigas sureñas…

Dar una negativa categórica no sería prudente, si consigue unificar todo el sur sería una verdadera amenaza, tendría los recursos para iniciar una larga guerra y no nos convendría estar en malos términos con él –Nieve juntó sus manos–. Si el tablero de juego cambia tenemos que adaptarnos, ahora la paz en el norte depende de la división del sur, si en el futuro esa paz está supeditada a una alianza con los sureños, que así sea.

Veo que lo tenéis todo pensado, vuestra sagacidad sin duda es digna de elogio, Eminencia.

Odo tuvo que hacer un esfuerzo para no bufar, pues detestaba los elogios vacíos. No convenía ofender al señor de Cerwyn en cualquier caso, era un hombre con poca paciencia y mucha rapidez a la hora de sacar la espada.

¿Y si a pesar de todo Aegon decide hacernos la guerra, Eminencia?

Cerwyn miró algo sorprendido al Stark. Por lo general Odo nunca hablaba en las pequeñas reuniones que mantenían a no ser que fuera interpelado.

¿Guerra? –empezó a graznar el cuervo del primer ministro– ¡Guerra! ¡Guerra!

Que lo intente –Nieve entornó sus ojos, escéptico de que ese escenario pudiera darse–. Tiene más que perder que nosotros. Puede que esos dragones que supuestamente posee no puedan ser derrotados, pero los hombres que componen sus ejércitos sí. Si no podemos doblegarles por la fuerza, lo haremos por otros métodos. En el Norte las distancias son grandes, el clima es duro y no debería encontrar ningún aliado de fiar. Será fácil cortar sus rutas de suministros y matarlos en cuanto estén débiles y en retirada. ¿Cuánto tiempo podrán aguantar sus súbditos la sangría de hombres hasta que decidan alzarse en armas contra el tirano?

Ningún ejército sureño ha conseguido penetrar victorioso en nuestras tierras y así seguirá siendo –añadió Lord Roderick con la certeza de quién está seguro del siguiente amanecer–, no me cabe la menor duda.

Os buscaré en todo caso los fragmentos de los libros y cantares que he leído en los que se cita a los dragones, Eminencia –comentó Odo, que distaba mucho de compartir la seguridad del señor de Cerwyn–, aunque sospecho que todo es barata superchería. Os haré una lista, tal vez os pueda servir de algo a la hora de neutralizarlos.

Me parece bien, aunque dudo que podamos sacar algo de utilidad –asintió el bastardo–. Ya sabes que mi biblioteca está a tu disposición.

¿Y qué hay de mí, Eminencia? –intervino entonces el señor de Cerwyn– ¿No puedo hacer nada más para serviros?

No… por ahora –Nieve le dedicó una una sonrisa tan fina como taimada. El cuervo volvió a graznar–. Sed paciente. Por hoy hemos terminado, podéis retiraros, tengo que redactar unos documentos.

Los dos hombres hicieron una leve reverencia y abandonaron la estancia en silencio. En lo que respectaba a Odo, estaba contento. Ya tenía una excusa perfecta para volver a la biblioteca del primer ministro y ojear algunos de los raros volúmenes que tenía en su poder que, por supuesto, nada tenían que ver con dragones.

La pequeña comitiva al fin había llegado a su destino. Las aguas del Ojo de Dioses se mecían tranquilas. Los pájaros cantaban, y el cielo estaba claro y despejado, con el sol brillando en su punto más álgido. Un día espléndido para estar vivo.

A lo lejos, muy a lo lejos, parecía advertirse la silueta de un gran castillo. Con mucho gusto Odo se habría acercado más, a contemplar lo que debía ser Harrenhal, una maravilla de la ingeniería y del poderío de los Hoare pero Unferth, el guardia real que le acompañaba le había disuadido.

Mi príncipe, no es prudente. No sabemos que podemos encontrarnos de camino, y la reputación de Harren es pésima. Os ruego que no toméis más riesgos de los que habéis tomado para llegar hasta aquí.

Voja, su loba blanca, gruñó ante la negativa, pero una caricia de Odo en la nuca bastó para calmarla. Con mucha decepción se había plegado a la prudencia, pero solo porque la Isla de los Rostros aguardaba a unas pocas horas y no quería retrasar más su llegada a ella, ahora que estaba tan cerca. «Volveré para ver esas torres en todo su esplendor». El príncipe de Invernalia se dirigió a los hombres de su padre.

Ha llegado la hora de despedirnos. Me habéis servido bien –Odo extendió una de sus manos hacia el guardia real y capitán–. Os deseo suerte en vuestro regreso.

Poco riesgo es el nuestro, más allá de tener la mala fortuna de encontrarnos con la guerra. Pero a vos os dejamos solo ante el peligro… –Unferth tomó la mano de Odo con firmeza– Mucha suerte, mi Príncipe. Que los Antiguos velen por vos y que vuestros antepasados os guíen sabiamente.

Descuidad. Los Stark somos duros de roer. Volveremos a vernos.

Al poco tiempo, un hombre y una loba remaban solitarios en una sencilla barca en busca de respuestas, o tal vez, para no volver.

Odo remaba y remaba, al principio plácidamente, sin precipitarse mucho, de manera pausada y metódica; pero cuando vió otras embarcaciones a lo lejos aceleró su ritmo, temeroso. Seguramente eran inofensivos pesqueros, pero en las tierras de Harren el Negro era mejor no tomar riesgos. Su loba, Voja, acurrucada en un extremo de la chalupa se limitaba al mirar al suelo con una extraña calma para un animal que nunca había navegado sobre las aguas. Lo cierto es que cuando divisó la orilla y los primeros árboles de la isla sagrada, todos los barcos se habían esfumado de su línea de visión. No parecía que fuese un destino muy transitado, al menos en lo que a hombres respecta. El norteño contempló numerosas garzas y patos volando sobre su cabeza. Serían una caza y un alimento valioso en los días venideros.

Odo desembarcó en una playa desierta llena de guijarros. Aseguró la embarcación para no perderla y dió un breve paseo por la orilla antes de adentrarse en el tupido bosque. Ciertamente lo que más temía el norteño era perder la orientación, así que antes de partir se aseguró de tomar una referencia para grabarla a fuego en su memoria. No le costó encontrar un elemento que le llamase la atención, se trataba de un arciano con un rostro severo tallado en la madera, en la que destacaba una barba ricamente decorada con motivos florales. En el Norte no había visto nunca un arciano tallado con tanto esmero. Lo achacó a la extraña naturaleza de todo lo que se encontraba al sur del Cuello.

Por varias horas anduvo Odo caminando en busca de vida o restos de la actividad del hombre, pero sus esfuerzos eran infructuosos. Tan solo encontraba cada cierto tiempo arcianos tallados de la manera más variopinta, aunque todos compartían algo en común: unos ojos teñidos de un color rojizo que sospechosamente le recordaban al color de la sangre. Aún dejándolos atrás, el norteño casi podía notar su mirada clavada en él. Odo tocó en una ocasión con los dedos uno de esos rostros tallado, la savia densa, rojiza y fresca se quedó adherida a su mano. «Sí, debe ser savia. Los árboles no supuran sangre». De cuando en cuando, Voja gruñía y movía frenéticamente su rabo, inquieta; especialmente cuando tenían un arciano cerca. Salvo por el sonido de la naturaleza, la isla estaba sumida en una calma extraña. No parecía haber nada fuera de lo normal, salvo los solemnes arcianos, pero el instinto le decía a Odo que había algo fuera de lugar. No pudo pensar mucho más, porque el hambre le empezó a aguijonear las tripas y tomó la decisión de volver al punto de partida. Allí cazó buen pato, lanza en ristre, y loba y hombre comieron hasta estar saciados.

Mientras disfrutaba del festín, Odo reparó en que no tenía sentido que isla estuviera totalmente desierta. Su posición era excepcional y parecía dotada de fértil tierra y abundante fauna, aunque podía entender que no hubiera asentamientos permanentes debido a las disputas entre los señores circundantes debería haber encontrado bandidos o gente fuera de la ley. ¿Qué había en su interior que parecía alejar la presencia de los Hombres?

Antes de que cayera el sol Odo decidió adentrarse en la Isla una vez más. Esta vez se dejó guiar por su loba, aunque por momentos le daba la sensación de que Voja no le conducía ningún sitio. Tras un tiempo que el Stark no fue capaz de cuantificar y con la noche ya pisándole los talones Odo terminó en un pequeño claro en el que apenas crecían pequeños brotes verdes. Llamaba la atención una enorme piedra negra como el ónice que presidía el área despejada, que Odo calculó que tenía cuatro veces su altura. Se alzaba dura y poderosa hacia el cielo, y al observarla mejor el norteño vió que estaba tallada, aunque sus trazos y relieves no tenían sentido alguno, sugieriendo y evocando imágenes y conocimientos de una época muy antigua que se habían perdido.

La loba miraba la piedra inquieta y daba vueltas alrededor de su dueño, sin poder contener sus nervios. A su alrededor, Odo contó trece arcianos, cuyos rostros habían sido tallados con cierta habilidad, pues se había hecho para que estuvieran contemplando impertérritos la gigantesca roca negra. El aire había dejado de soplar y no se escuchaba ningún sonido, pero además de su animal Odo sentía que había una presencia más en aquel claro, una presencia que no podían ver ni percibir adecuadamente, pero que se cernía amenazadora sobre sus cabezas.

Con el corazón en un puño Odo decidió avanzar hacia el corazón del claro. Al principio su loba no le siguió, pero al final se decidió a avanzar, con paso tímido. Era un comportamiento extraño en ella porque en su presencia nunca se había mostrado temerosa. Cuando estuvo frente a la piedra, el Stark se detuvo ante ella y dudó. Una parte de la inquietud de Voja se apoderó de él, algo normal, eran algo más que dueño y mascota. Sentía que no era prudente estar mucho tiempo más allí, que había una amenaza en el aire que no podía determinar, pero también creía que quizá podía encontrar las respuestas que tanto tiempo llevaba buscando. Echó sus dudas a un lado y haciendo acopio de valor extendió su brazo izquierdo hacia ella…

Notó en su mano el tacto frío de la piedra, y su cuerpo se estremeció. Odo cerró los ojos y abrió sus sentidos. En un momento dado sólo escuchó su respiración, algo agitada por la circunstancias. Esperó, esperó y esperó. Se atrevió a abrir los ojos para encontrarse de nuevo con aquella columna de roca negra, de un negro tan intenso que parecía absorber toda la luz del firmamento. Nada parecía haber cambiado. Miró a su alrededor para cerciorarse mejor. La misma calma, los mismos arcianos, la mismas miradas rojas que ahora ya no parecían tan amenazadoras. Todo parecía en su lugar.

Mierda puta –gruñó, malhumorado. Había pasado un mal trago inútil, la mente y la sobrenatural calma del lugar le habían gastado una amarga jugarreta. «El miedo es pura sugestión. Para una mente entrenada no es más que una mala ilusión», recordó de repente. ¿De boca de quién lo había escuchado? Aquella petulancia llevaba la firma de su pedante tío bastardo, pero no estaba seguro. De lo que sí estaba seguro es que no tenía nada más que hacer allí–. Vámonos, Voja. Es ya hora de dormir.

Odo llevaba semanas en la isla y nada había cambiado, en sus tierras salvajes nunca habitadas por los ándalos la naturaleza florecía, pero parecía como si la propia isla confabulara contra él, tras el pato que abatió el primer día tan solo había conseguido capturar lagartijas y otras alimañas e incluso Voja estaba teniendo problemas para atrapar conejos o cualquier cosa con algo de sustancia.

Los días habían sido claros, el sol pegaba con fuerza y la sombra de los árboles se agradecía, si no fuera por la incesante punzada del hambre las últimas semanas habrían sido hasta agradables, pero Odo se empezaba a impacientar, ¿es que nada sucedía nunca en esta isla? Como respondiendo a su pregunta los cielos se oscurecieron y fuertes lluvias sacudieron el bosque. Odo corrió a buscar refugio pero la oscuridad repentina lo hacía casi imposible. Voja comenzó a aullar hacia el cielo y, entre los árboles, iluminado por los relámpagos la enorme figura de un dragón recortaba contra el cielo.

Si pasaron segundos u horas era imposible de saber, pero finalmente la tormenta amainó y, mientras la claridad volvía hasta el bosque una figura encapuchada, armada con una lanza de obsidiana y portando las enormes astas de venado como corona.

¿Qué habéis venido a buscar aquí, norteño?

La voz había sorprendido a Odo acurrucado bajo la copa de un árbol. Se había arropado con su roída capa para cubrirse de la lluvia que había dejado caer la repentina tormenta. Al principió creyó que estaba frente a una ilusión, pero cuando la contempló dirigirse hacia donde estaba y escuchó como sus pies chapoteaban contra el suelo húmedo sus dudas se desvanecieron, pero no su temor. «¿Será él? ¿Será quién se apareció en mis sueños?» En sus visiones siempre le había hablado lo que parecía un macho cabrío con una extraña espiral de colores exóticos grabada en su frente, pero las astas del ser que tenía ante sus ojos eran las de un venado, y su apariencia parecía humana. Tal vez había interpretado mal lo que había visto.

¿Q-quién sois? –preguntó con cierto temor al ente que se acercaba– ¿Qué sois?

El hombre, criatura, o lo que sea que fuere se detuvo ante él. Bajó su lanza hacia su pecho con la celeridad de un corzo. Por un momento Odo pensó que le iba a ensartar, pero el filo de obsidiana se detuvo a una escasa distancia de su piel.

¿Qué habéis venido a buscar aquí, norteño?

Odo tragó saliva e inspiró hondo. «Otra equivocación más y se acabó. Serénate, idiota, idiota, ¡serénate!» La visión de una lanza apuntando en su dirección no ayudaba demasiado, pero la alternativa era la muerte. Y no quería morir ahora que parecía haber llegado a su destino.

Re-respuestas –balbuceó lastimosamente, haciendo acopio de valor– ¡Respuestas! Sí… He venido al corazón del mundo a buscar respuestas.

Por unos momentos que se hicieron eternos el ente se mantuvo en silencio. A Odo le pareció que estaba sopesando su respuesta y haciendo un juicio silencioso, pero era difícil dilucidarlo. La capucha que llevaba el ente cubría por completo su rostro, aunque a Odo le daba la sensación que las sombras que cubrían su rostro no eran naturales.

Sí. Respuestas. Has venido aquí porque sabes algo, aunque lo que sabes no lo puedes explicar, pero lo percibes –entonó con una voz clara y profunda que parecía contener la sabiduría de eras. Odo asintió– . Ha sido así desde que tienes uso de razón, pero no tienes a nadie con quién compartir la carga porque no conoces a nadie de tu condición, nadie que pueda entender plenamente la naturaleza de tus preguntas.

» Podría responder a ellas, sí. Pero el precio será elevado y quizá no te dé la paz que buscas.

¿El precio? –preguntó Odo, titubeante– ¿Cual es el precio de la sabiduría?

El precio es todo tu ser, norteño. Dejarás de tener un nombre y una familia, dejarás atrás todos tus anhelos e intereses… pues el amor es la muerte del deber, y el deseo es la semilla del sufrimiento. Pero no estarás solo. Quién se hace uno con la Naturaleza siempre está acompañado. Tu única lealtad será para con los árboles, para con la tierra que pisas, para con las montañas y los arroyos que fluyen sobre sus faldas.

Cuando partí de Invernalia dejé atrás mi hogar y mi familia…

…para eventualmente terminar volviendo a ellos –terminó el ente astado. «Lo sabe todo» , comprendió con una mezcla de fascinación y horror– . El don es fuerte en ti, pero para poder usarlo sin causar una calamidad hace falta una gran fuerza de voluntad.

» No te confundas, ésta es tu primera y última oportunidad. Una vez que elijas, no habrá vuelta atrás. Puedes dar la vuelta, regresar a tu hogar y creer por el resto de tus días la mentira que tú quieras para sobrevivir con un vacío que nunca vas a poder llenar. O puedes quedarte aquí y aprenderlo todo.

Lo cierto es que Odo dudaba. Su búsqueda había llegado a su fin, y estaba en una difícil encrucijada. No le daba pena abandonar a sus hermanos, claro, ninguno le tenía especial aprecio y tampoco es que él les hubiera tratado con especial deferencia. Ahora, en lo que se refería a sus progenitores… En la carta que le había escrito a su padre le había jurado que volvería, y en cuanto a su madre, ya había perdido un hijo varón en trágicas circunstancias. Por primera vez en mucho tiempo se sintió avergonzado por su egoísmo.

En cualquier caso, ¿merecía la pena volver? Sus padres vivirían un par de décadas más a lo sumo, y cuando ellos murieran, estaría totalmente aislado. Y por mucho que se esforzase, jamás se había sentido cómodo en el papel que se esperaba de él, como soldado en las guerras que disputase su hermano o como uno de sus asesores más cercanos. Tampoco se veía en el puto Muro congelándose los huevos con la escoria y los inadaptados de los Siete Reinos. En el fondo envidiaba a sus hermanos, envidiaba su simple visión del mundo y la pasión con la que se entregaban a sus tareas. Jamás lo reconocería abiertamiente, pero desearía ser como ellos. Si volvía, parecía claro que no habría alternativa a pasar sus días sin pena ni gloria, hasta que los fríos dedos de la muerte se cerrasen sobre su cuello y volviera al seno de los Antiguos…

Pero podía tenerla. El Señor Astado se la ofrecía, un camino difícil y lleno de incertidumbre pero que tal vez podía darle el lugar en el mundo que tanto andaba buscando. A su vera, Voja lo contemplaba con su mirada ambarina, sus ojos rezumaban compresión y cariño. Cuando ya parecía haber tomado la decisión, el ente astado volvió a hablar una vez más.

Recuerda, norteño. Sólo te ofrezco la verdad. Nada más.

Elijo la verdad –dijo Odo con decisión– . Elijo la sabiduría.

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