Miedo, sangre y desdicha

Quaithe le había llevado a las afueras de Asshai un día para mostrarle una extraña caverna de piedra caliza que se alzaba enigmática y abandonada frente al mar. Algunos la llamaban la Caverna del Despertar, porque las leyendas de Asshai contaban que el primer huevo de dragón del mundo había eclosionado al abrigo de esos cristales de caliza. Un antiguo altar de piedra se alzaba en su interior, semisumergido en las aguas, en un lugar donde el techo de la cueva se había derrumbado y dejaba pasar tenue la luz de la luna; tal vez mudo testigo de aquel asombroso acontecimiento. A Dany le pareció que aquel era el lugar perfecto para realizar el ritual, y anunció a su gente que pasaría la próxima luna llena durmiendo allí en soledad junto a sus tres dragones, en busca de respuestas.

Con un cuchillo de plata había sacrificado una oveja delante del altar y había trazado un hexágono de sangre alrededor del mismo. Tras el círculo, era la forma más pura, le habían dicho, y resultaba mucho más sencilla de trazar a la hora de canalizar el poder. Después, prendió una hoguera en el centro del altar, y procedió a echar la sangre y las vísceras del animal a las llamas, al tiempo que entonaba cánticos en alto valyrio, la lengua de sus antepasados. Los dragones empezaron a agitar sus alas, excitados. Drogon incluso lanzó una pequeña llamarada al aire. La sangre derramada se mezclaba con las llamas crepitantes, y notó como el aire se llenaba con una energía oscura y electrizante.

A medida que más sangre era sacrificada, el fuego interior de los dragones parecía crecer en intensidad, su poder aumentando con cada instante que pasaba. Daenerys observaba con asombro y satisfacción cómo el brillo de sus escamas se volvía más intenso, y cómo el aire vibraba con la promesa de un poder inmenso. Pero entonces, algo comenzó a ir mal. Viserion se empezó a mover de un lado a otro con agitación mientras emitía gruñidos preocupantes. Dany frunció el ceño, sintiendo un nudo de ansiedad en el estómago mientras luchaba por mantener su concentración en el ritual. Con un rugido ensordecedor, Viserion estalló en una explosión de energía, haciendo temblar las paredes de la cueva y haciendo estallar cristales de calcita a su alrededor. Daenerys supo al instante que la situación se le había ido de las manos, pero no podía permitirse perder el control de Drogon y Rhaegal mientras intentaba averiguar qué le sucedía a Viserion. En un instante el mundo se volvió blanco, sentía un dolor inmenso, era el mismo dolor que Viserion estaba experimentando en aquellos instantes. Se forzó a resistir, pero el dolor era insoportable, era como si miles de agujas al rojo vivo se estuviera clavando en cada fibra de su ser. Dany se quebró, chilló y liberó a los dragones del hechizo. Solo entonces volvió a recuperar percepción de sus sentidos, y vio como el dragón dorado huía despavorido hacia el cielo nocturno.

Por unos momentos, respiró aliviada. Parecía que todo había terminado, pero algo no terminaba de encajar. Sentía que el corazón le martilleaba en el pecho. Las piernas se le habían convertido en agua. Las piedras calizas se alzaron para recibirla. Dany intentó gritar, pero le falló la voz. Y de repente, volvió a estar en la tienda en la que Drogo había fallecido con Mirri Maz Duur, que le dedicaba una sonrisa macabra, sombras de demonios y bestias bailaban a su alrededor. «Solo la muerte puede pagar el precio de la vida. ¿Lo habías olvidado?». Ahora tenía delante suyo a Viserys, que le pegaba una brutal paliza tras haberle hecho entrar en cólera. «Además de estúpida, eres una zorra inútil. ¿Crees que despertar al dragón no tiene consecuencias? Con un dragón habría arrasado los Siete Reinos. ¡Con tres habría puesto el mundo a mis pies!».

Las visiones se fueron sucediendo cada vez más rápido. Los Eternos estaban a su alrededor, se retorcían entre las llamas, pero en lugar de gritar de dolor, escuchaba sus risas demenciales. El Usurpador estaba sentado en el Trono de Hierro, las cuchillas más altas goteaban con sangre, y estaban coronadas con los cuerpos de sus padres, de su hermano Rhaegar y de sus sobrinos Aegon y Rhaenys. Sentía el calor en su interior: era un ardor espantoso en el vientre. Su hijo era alto y orgulloso, con la piel cobriza de Drogo, el pelo como oro blanco de su madre y los mismos ojos color violeta, pero almendrados. Sonrió y tendió los brazos hacia ella, pero cuando abrió la boca, solo salió fuego. Pronto vio como perecía consumido en las llamas y convertido en cenizas, y lloró por su hijo, por el futuro que le había sido arrebatado, pero pronto sus lágrimas se convirtieron en vapor.

De repente, caminaba por un largo pasillo, bajo arcos de piedra elevados. No podía mirar atrás; no debía mirar atrás, pero cometió el error de hacerlo. Incontables ojos azules se aproximaban hacia ella, no podía ver lo que eran, pero Dany sabía que eran la muerte. A lo lejos se divisaba una puerta, pequeña en la distancia, pero aun así sabía que estaba pintada de rojo. Caminó más deprisa, y sus pies descalzos dejaron huellas ensangrentadas en la piedra. «Más deprisa, Dany, ¡más deprisa!», le urgió Quaithe con urgencia. «¡Si vuelves la vista atrás, estás perdida!». Sentía a la espalda el aliento gélido que se cernía sobre ella. Si la alcanzaba moriría con una muerte que iba más allá de la muerte, aullaría eternamente sola en la oscuridad.

A lo largo de los muros había fantasmas, ataviados con vestimentas descoloridas de reyes. Tenían en las manos espadas de fuego pálido. Los cabellos eran de plata, de oro o de platino, y los ojos, de ópalo y amatista, turmalina y jade.

¡Más deprisa! —le gritaban—. ¡Más deprisa, más deprisa! —Siguió corriendo; sus pies derretían la piedra que tocaban—. ¡Más deprisa! —gritaron los fantasmas con una sola voz, y ella gritó a su vez, y se lanzó hacia delante.

La puerta se alzaba ante ella, la puerta roja, tan cercana, tan cercana; el pasillo era una sombra borrosa a su alrededor, el frío quedaba atrás. Podía oler el hogar, podía verlo, estaba allí, al otro lado de la puerta, campos verdes y grandes casas de piedra, y brazos que le darían calor. Abrió la puerta… Y vio a su hermano Rhaegar, a lomos de un corcel tan negro como su armadura. Dentro de su yelmo, a través de la estrecha hendidura para los ojos, el fuego ardía. «El último dragón», susurró lejana la voz de ser Jorah. «El último, el último». Dany levantó el visor negro. El rostro que vio tras él era el suyo propio.

Cuando regresó en sí, volvía a estar de nuevo en el centro del hexágono. Los fuegos se habían apagado y la sangre se había secado sobre el suelo, era evidente que el ritual había terminado en un rotundo fracaso. Drogon y Rhaegal se acercaron a ella con timidez. Viserion había desaparecido, pero algo en su interior le decía que no lo volvería a ver.

El miedo y la angustia, cuya sensación ya había olvidado tras haber pasado meses sin ellas volvieron a brotar de lo más profundo de su ser, incontenibles. Entonces se derrumbó sobre el suelo frío de la caverna y rompió a llorar. Le parecía que todo el viaje a Asshai había sido en vano, que todas las enseñanzas que le habían mostrado se tornaban inútiles: jamás sería capaz de controlar el poder de sus hijos. Se le antojaba que ser la Madre de Dragones era una broma especialmente cruel de los dioses. Y, desde luego, ella no era ninguna elegida para realizar ningún mandato del destino: solo era una niña asustada en el fin del mundo que no sabía adónde ir.

Yo no he pedido nada de esto. No quiero seguir —se abrazó al cuello de Drogon, desconsolada. El dragón, empático, intentó cubrirla con sus alas—. Yo solo quiero volver a casa… volver a casa.

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