Mientras tanto, en Bjornfestning

El joven Leif Skjaldar cuestionó, no por vez primera, la desafortunada concatenación de deciones que le había llevado a estar de madrugada acurrucado en este balcón, oculto tras una maceta, esforzándose para no hacer ruido al tiritar mientras le azotaba el viento de las montañas.

Tenía el dudoso privilegio de contarse entre los pretendientes de Freydis Frostbjorn. Su padre, reconocido galán en su juventud, le había dejado claro que no esperaba otra cosa que el éxito en la empresa. El mayor premio de Bjornfestning debía ser para los Skjaldar, los más afamados orfebres de palabras y tejedores de sagas de la región. “¿Para quién si no? ¿Para un Hrafnaflaug?”

Leif no podía decir en buena consciencia que estuviera cerca del éxito, pero tampoco daba aún la misión por fracaso. Había decidido ser sutil y paciente en sus acercamientos, y tras unos meses de breves e intrascendentes conversaciones, había cogido cierta confianza con la Princesa Pálida. Incluso se atrevería a decir que Freydis se alegraba de verle. El otro día incluso le dijo “ojalá tuviera más amigos como tú, Leif”. Es más, remarcó la palabra “amigos”, mirándole fijamente, como si quisiera que esa parte le quedara muy clara. Sin duda, esa debía de ser una señal de que iba por el buen camino para conquistar su corazón. ¿No?

Pero la llegada de Torvald había trastocado todos sus planes. Ese herrero rudo, mal vestido y de linaje desconocido, que había llegado con ella de Valdisjar hace escasos días, parecía haber conseguido sin esfuerzo alguno lo que docenas de jóvenes como Leif llevaban meses o años intentando. Cuando Leif veía cómo la Princesa Pálida le miraba, cómo se mordía el labio cuando le escuchaba, cómo se ruborizaba en su presencia, algo se le congelaba en el corazón.

¡Pero no tiene sentido! Vale, de acuerdo, es cierto que ese tiparraco es endemoniadamente atractivo, y que tiene una confianza en sí mismo arrolladora, y dicen que en toda la isla nadie le hace sombra en el manejo de la forja. ¡Pero eso no es motivo suficiente para que Freydis le mire como le mira! ¿Qué hay de mi linaje? ¿Y de mis sagaces rimas? ¿Y mi barba? ¡Cuando me la trenza cada mañana, mi madre me dice que con esta barba debo de ser la envidia de todos los chicos de mi edad! ¡Ya casi está cerrada, solo tengo algunas calvas en la barbilla y en los pómulos, que por otra parte, disimulo perfectamente! Si alguien merece esas miradas, soy yo, no ese tipo.

Sabía que Torvald tenía la costumbre de salir a este balcón a fumar de su pipa por la noche, tras un largo día en las forjas subterráneas de la fortaleza, y había rumores de que incluso se había encontrado con Freydis aquí. Le helaba la sangre pensar lo que podría pasar durante esos encuentros. Pero quizá, en ellos estaba la clave del enigma de su atracción. Quizá estuviera lanzándole un hechizo, o haciéndole beber una poción, o chantajeándole con algo ruin e innoble. Tenía que averiguar qué estaba pasando entre ellos, sobre todo, se dijo, por el bien de Freydis, que quizá estuviera en peligro y necesitaría de un salvador heroico como él.

Y por eso, en resumen, estaba agazapado detrás de una maceta, en la esquina del balcón, a las tantas de la noche, y además se le había olvidado la capa, y hacía un frío de cagarse, y ya había perdido la sensibilidad en la nariz, y la estaba perdiendo en los dedos; viendo fumar tranquilamente al puñetero Torvald. Y lo único que quería era que se fuera ya adentro, para poder salir de su escondrijo, volver a sus aposentos, tomarse un caldo de pollo hirviendo e irse a la cama, cubierto de mantas y abrazando una vejiga llena de agua caliente.

Pero entonces, cuando ya se planteaba seriamente salir de detrás de la maceta ahora que aún no había muerto por congelación, sin importar lo que Torvald pensara, ocurrió. Unos pasos sutiles se acercaron al balcón, y Freydis entró en escena.


-Buenas noches, Torvald -dijo apoyándose en la barandilla.

Leif contuvo la respiración al verla. Su atuendo no era, ni mucho menos, indecente; llevaba un batín de seda opaco sobre el camisón, que solo le dejaba las pantorrillas y los antebrazos a la vista, e iba descalza. Aún así, verle toda esa piel a la Princesa Pálida era algo totalmente nuevo para él, y notó un incómodo tirón en la bragueta.

-Buenas noches, princesa -le respondió Torvald esbozando una sonrisa-. ¿No tenéis frío? -comentó con cierta preocupación al ver su atuendo.

-Nunca tengo frío -comentó sonriéndole-. Estoy acostumbrada, supongo.

Torvald volvió a clavar su vista en algún punto del horizonte, y tras un silencio, comentó.

-¿No podíais dormir de nuevo?

Freydis negó con la cabeza.

-A mí siempre me cuesta en las noches frías -continuó Torvald-. Recuerdo cómo Astrid se acurrucaba entre mis brazos, el calor que desprendía, como el de una hoja antes de templarla. Y siempre acabo dando vueltas en la cama pensando en ella. En nuestros planes. En nuestros sueños.

Freydis le miró preocupado, y puso su mano sobre la de Torvald. “¡NOOOOOOOOOOO! ¡LE HA COGIDO LA MANO! ¡AAAAAH!”

-¿De qué murió? -le dijo en voz baja.

-En el parto. Con nuestro hijo -dijo Torvald apesadumbrado, con la mirada clavada en el infinito-. La comadrona dijo que no había nada que hacer. Que esas cosas pasaban a veces. Que tenía las caderas estrechas y el niño venía mal posicionado. Se estranguló con el cordón. Y el esfuerzo fue demasiado para ella.

Freydis le apretó la mano.

-Lo siento mucho, Torvald.

Torvald asintió en silencio. Se separó de la barandilla y guardó la pipa, esbozando una sonrisa forzada.

-Bueno, creo que es hora de…

Freydis se arrojó a abrazarle. Tras unos instantes de sorpresa, le correspondió y la rodeó débilmente con sus brazos.

“¡NOOOOO! ¡NOOOOOO! ¡SEPARAOS!” “¡NOOOOOOOOOOOOOOO!”

-Entiendo que eches tanto de menos a Astrid, y… no soy ella, y no la quiero reemplazar, pero… -dijo Freydis con la respiración entrecortada- tienes que mirar al futuro, y estoy seguro de que Astrid querría que encontrases a alguien con quien ser feliz, y… -tragó saliva y le miró a los ojos-. Torvald. Abrázame esta noche como la abrazabas a ella. Por favor. Nunca he sentido esto antes y… ya no puedo contenerme -le confesó ruborizada.

Una parte de Leif, el trozo de su corazón que albergaba su inocencia, su bondad y su optimismo por el futuro, murió en el momento exacto en que escuchó eso. Por su parte, Torvald se limitó a mirarla con la boca abierta.

-Pero… Princesa, no creo que fuera conveniente para alguien en vuestra posición… -empezó a protestar débilmente Torvald.

Freydis no le dio opción a terminar la frase. Entrelazó sus brazos alrededor de su cuello y, de puntillas, le besó en los labios. Era su primer beso, y sintió algo, como una energía, que fluía desde ella hacia Torvald. ¿Era eso el amor?, se preguntó. ¿Así es como te sientes cuando besas a alguien a quien deseas desesperadamente? Volvió a besarle, una y otra vez. Y aunque al principio fue receptivo, llegó un momento en el que Torvald se echó hacia atrás rehusándola.

-Torvald, no me importa lo que piensen… -empezó a decir, hasta verle llevarse las manos a la garganta y mudársele el color del rostro-. ¿…Torvald?

De la garganta de Torvald solo salían ruidos roncos. Parecía haber perdido la capacidad de respirar. Se dejó caer al suelo, y se quedó recostado contra la balaustrada, con los ojos muy abiertos y las manos aún alrededor del cuello.

-¿Torvald? ¡TORVALD! ¿¡Qué te pasa!? -gritó Freydis aterrada agachándose junto a él y rodeándole con sus brazos-. ¡Ayuda! ¡AYUDA!

Boqueaba infructuosamente, como un pez fuera del agua, y en una de esas, Freydis pudo ver como su garganta parecía estar… ¿congelándose?

-No… ¡No no no no no! -dijo como si solo entonces hubiera entendido algo.

Volvió a unir sus labios con los de Torvald, haciendo un gesto extraño, como si intentara aspirar algo de dentro de él. Cuando se separó de nuevo, lo que quiera que estuviera pasando parecía haber empeorado. Ya tenía los labios morados. Y tras un último boqueo infructuoso, dejó de moverse. Sus ojos, muy abiertos, quedaron clavados en los de Freydis, con un gesto de… ¿incomprensión? ¿Miedo? ¿Reproche?

-No, Torvald, por favor, no… -dijo Freydis abrazándole con fuerza, arrasada en lágrimas-. Esto no puede ser verdad. Es una pesadilla -musitó-. Es uno de esos sueños, seguro. Quiero despertarme. ¡QUIERO DESPERTARME AHORA! -le gritó a la nada.

Conforme caían sus lágrimas sobre él, y se estrechaba su abrazo, el cuerpo de Torvald se fue congelando, hasta que toda su piel visible adquirió un tono translúcido y la dureza del hielo. Y tras un apretón especialmente fuerte, con un sonido escalofriante, el cuerpo se resquebrajó. Lo surcaron profundas grietas, que finalmente se convirtieron en brechas, y Torvald se escurrió de entre los brazos de Freydis, cayó al suelo y se convirtió en mil pedazos, la mayoría de los cuales, impulsados por el viento, cayeron al vacío, como una granizada extremadamente localizada, inesperada e incongruente.

A Leif se le había pasado el frío. Y las ganas de cortejar a Freydis. Solo quería salir de allí con vida. Por suerte para él, la princesa, tras dar un par de pasos hacia atrás, mirando los trocitos de hielo que habían sido Torvald, salió corriendo hacia dentro. Y tras esperar un tiempo prudencial, Leif pudo al fin salir de detrás de la maceta.


Al día siguiente, no se encontró a Freydis en sus aposentos, ni en parte alguna del castillo, ni de las tierras de alrededor. Las historias contradictorias sobre el motivo de su desaparición se sucedieron, pero había una que, pese a su extrañeza, se comentaba mucho más que las demás. Que nadie hubiera visto tampoco más a ese herrero que llegó de Valdisjar la dotaba, sin duda, de credibilidad.