Rhaegar Targaryen escuchaba con fría serenidad la multitud de testimonios que la Corona presentaba contra la acusada, en un sillón lujosamente tallado que había situado justo a la izquierda del Trono de Hierro. De cuando en cuando tamborileaba la madera del reposabrazos con sus dedos y fijaba la vista en ellos, pensativo. Entre los testigos había hombres de todo tipo, unos, honestos y leales al rey que creían que otorgar sincero testimonio era su deber; otros, mentirosos codiciosos que esperaban obtener el favor real regando las orejas del rey con las palabras que su Majestad deseaba oír; y los que menos, mentecatos con ganas de obtener su momento de atención. Lady Catelyn aguantaba aquel teatro con estoicismo, pero el peso de las cadenas le iba pasando factura y conforme pasaban los minutos iba encorvándose más y más.
Llegó uno de los momentos más esperados y tensos del juicio cuando el rey Aerys interpeló a la hermana de la acusada sobre su parecer. Lady Lysa, acorralada, buscó primero refugio en los ojos de su marido para después bajar la cabeza al suelo, abrumada por la situación. La Mano del Rey consideró que aquel era buen momento para intervenir y para rescatar a la joven de tal embarazoso momento.
— Lady Lysa no va a deciros nada, Padre, pero no porque no tenga nada que decir. Estamos juzgando a sangre de su sangre con la que además la unen lazos de cálido afecto. Es demasiado prudente para pediros clemencia por la vida de su hermana, pues no quiere que penséis que corresponde vuestra generosidad y bondad con ingratitud. Lamentará mucho la pérdida de un ser querido, aunque sea un traidora, más no os lo confesará.
Symond Staunton miraba al príncipe con mal disimulada hostilidad. Rhaegar lo taladró unos instantes con su mirada. «Cabrón mediocre», no pudo evitar pensar con profundo desprecio. Al igual que el resto de la camarilla de señores lameculos de Aerys no había terminado de digerir su nombramiento como Mano del Rey y tramaban con más ahínco que nunca su caída en desgracia. El príncipe dragón iba a evitar a toda costa que sus intrigas tuvieran éxito, y en el peor de los casos, iba a asegurarse de ser una presa excepcionalmente indigesta. El príncipe volvió a dirigirse a la sala.
— No seré yo quién ponga en duda los cargos de los que se acusa a esta mujer, pues el relato de la mayoría de los testigos es, en general, sólido, y no veo motivos para dudar de su veracidad. Más no está de más recordaros, mi rey, que esta mujer es la hija de Hoster Tully y la futura Lady Stark por casamiento. Dos de los grandes cabecillas rebeldes la tienen en gran estima y su valor como rehén es excepcional. Si teméis que pueda haber algún intento de liberarla mantenedla cautiva en las celdas negras y con una fuerte escolta que vele por ella en todo momento. Sentenciándola a muerte haremos justicia, pero no sacaremos ningún beneficio inmediato.
— ¿Rehén, decís? —intervino entonces Lord Staunton sin aviso— ¡Mi rey, no le hagáis caso! —señaló entonces al príncipe con el dedo— ¡Vuestro hijo la quiere viva para recoger el testigo del infame Lord Connignton! ¡Intentará liberarla sin vuestro permiso para intentar ganar el favor del Hoster el Traidor, quién sabe con qué fines!
— ¡Tiene razón, Majestad! —añadió Lord Qarlton Chelsted con vehemencia— Además, debemos de ser inflexibles a la hora de tratar la traición. Si nos mostramos débiles incitamos a otros a seguir el mismo camino, pues no les repercutirá consecuencias.
Parecía que otros iban a sumarse a las objeciones cuando la Mano del Rey se irguió en toda su altura desde su asiento.
— ¿Sois cuervos amaestrados que graznáis por turnos? —espetó el príncipe con una voz que cortó toda réplica posible— Guardad silencio y esperad el veredicto de Su Majestad.
Se hizo un silencio sepulcral en el salón y mientras Rhaegar volvía a tomar asiento aprovechó para mirar a su padre. Sus miradas se cruzaron un instante antes de que el monarca dirigiera su vista hacia la acusada, dispuesto a emitir su juicio.