Roleo
El patio principal de Harrenhal, envuelto en una bruma densa como un sudario, resonaba con el desordenado murmullo de centenares de campesinos convocados a filas. Algunos llevaban viejas hoces o palos afilados, otros portaban rudimentarios escudos de madera corroída. Había niños apenas mayores que escuderos y hombres encorvados por la edad o el hambre. Las mujeres, más decididas, sostenían herramientas de labranza como si fueran armas de guerra. Simon Strong los observaba desde las escaleras del patio con el rostro pétreo, las manos entrelazadas sobre su vientre y una mezcla de resignación y pragmatismo dibujada en su semblante.
—¡Formad filas! —rugió uno de los capataces, un antiguo soldado con más cicatrices que dientes. Los campesinos intentaron obedecer, aunque su alineación era tan torpe como su aspecto. Simon chasqueó la lengua mientras su mirada recorría la masa de reclutas improvisados. Un anciano tropezó al intentar sostener una lanza demasiado pesada para él, y varios niños se echaron a reír nerviosamente. Simon no se molestó en ocultar una mueca de escepticismo, pero tampoco perdió mucho tiempo lamentándose. Sabía que, en guerra, no siempre se pelea con lo que se quiere, sino con lo que se tiene.
—¿Eso es todo? —preguntó Simon al capataz cuando este se acercó jadeando tras organizar a la multitud.
—Lo mejor que pudimos reunir, mi señor. Los fuertes ya habían sido reclutados. Los que se presentan son los desesperados, los viejos y los jóvenes con hambre de aventuras… o pan.
Simon suspiró profundamente, pero asintió. Estaba acostumbrado a trabajar con lo que otros descartaban, y aunque esta vez la tarea parecía monumental, no tenía tiempo para lamentarse.
Horas más tarde, Simon presentó a sus “nuevos soldados” en el gran salón de Harrenhal ante el mismísimo rey Aegon II. El monarca, con su ceño fruncido y su gesto altivo, no ocultó el desdén al observar la fila de campesinos temblorosos. Un hombre perdió el equilibrio al avanzar y cayó al suelo, causando un murmullo de risas nerviosas que se apagó al instante cuando el rey los fulminó con la mirada.
—¿Estos son los hombres que defenderán mi causa, Simon? —preguntó Aegon II, su tono impregnado de sarcasmo.
Simon hizo una reverencia breve, el rostro tan inexpresivo como siempre.
—Estos son los hombres que tenemos, alteza. —Su tono era lastimero. Se permitió una pausa antes de continuar—. No debería estar muy convencido, y le aseguro que yo tampoco lo estoy. Pero un campesino con una lanza sigue siendo mejor que ningún hombre, y si el enemigo nos lanza dragones, estos estarán ahí para recibir las llamas antes que usted o yo.
Aegon lo miró en silencio durante un momento, sopesando sus palabras. Finalmente, soltó un bufido y agitó la mano con impaciencia.
—Haz lo que pueda con ellos, Strong. Si nos fallan, será tu cabeza la que venga después.
Simon inclinó la cabeza una vez más, ocultando una sonrisa amarga. Mientras salía del salón, seguido por sus filas de campesinos improvisados, pensó en lo ridículo de la situación: hombres que nunca habían empuñado un arma, que apenas sabían cómo mantenerse en pie en formación, se convertirían en “defensores” de Harrenhal. Pero no podía darse el lujo de ser quisquilloso. Con el enemigo acercándose y los recursos agotándose, sabía que a veces, incluso los peores dados podían dar una buena tirada. O al menos, eso esperaba.
