Conversación con lord Tywin en los interiores de Harrenhal. Actualizo luego diplomacia.
Rhaegar Targaryen esperaba solitario de pie, en el pasillo, la llegada del segundo hombre más poderoso del reino. Lord Whent se había encargado de guardar bien la zona, confiando en su buen juicio no necesitaba de espadas que velasen por su seguridad. Tras un par de minutos que se hicieron eternos, la Mano del Rey hizo acto de presencia acompañado del capitán de su Guardia y dos soldados más. Al ver la situación, les despachó al tiempo que se acercaba a saludar al príncipe con cortesía. Los dos hombres entraron a la habitación que Rhaegar había preparado para la breve reunión y se sentaron, el uno frente al otro.
— Me alegra que hayáis acudido, lord Tywin. Dada nuestra situación, seré breve y conciso. Fuisteis amigo de mi padre en la infancia, lo conocisteis en sus mejores días y sabéis de sobra la verdad. El rey ha perdido la cordura. Ya habéis visto su aspecto con vuestros propios ojos. Ignoro que mal le aqueja, pero solo va a peor, y según los maestres que han tenido la valentía de decírmelo, no parece tener cura alguna. Varys y sus ratas no hacen más que agravar su salud, contribuyendo a aumentar su paranoia y desconfianza. No sé cuanto tiempo pasará hasta que la situación sea insostenible, pero no pienso dejar que empeore más. Necesito vuestra ayuda, lord Tywin, para encontrar una solución pacífica a la grave cuestión que se cierne sobre nosotros.
El príncipe miró con gravedad al señor de Lannister. Se encontró las esmeraldas más duras que había contemplado nunca, pero no dejó arredrarse por ello y esperó sereno lo que tenía que decir al respecto.
– Aerys, vuestro padre, es el Rey. – Dijo Tywin sin inmutarse. – Lo que hacemos ahora es conspirar y justificaría la paranoia y desconfianza que su Majestad tiene sin necesidad de que Varys diga una palabra incierta.
El Señor de Roca Casterly fue tan tajante que Rhaegar no tuvo otra opción que aceptar que no tenía a un amigo frente a él.
– Os escucharé no obstante, Príncipe Rhaegar, puesto que entiendo que necesitais dar palabras a pensamientos y quizás nuestra conversación os ayude a aclararos.
Hablaís de solución pacífica. Sois un hombre instruido, seguro que habéis leído algo que os haga pensar que se necesita de una solución y de que esta puede alcanzarse por las formas adecuadas. Contadme.
— Mi padre, el rey, tiene motivos de sobra para ser desconfiado, sí —concedió Rhaegar—. Pero vos sois el primero que sabéis que no se ha granjeado muchas amistades, sometiendo innecesariamente a muchos señores a caprichosas y arbitrarias humillaciones.
Rhaegar evitó dar nombres, pero cualquier señor, grande o pequeño, que hubiera estado en la corte, conocía de sobra que la forma más rápida de medrar en aquel lugar consistía en hacerlo a costa de la Mano del Rey, una actitud animada por su propio padre, que no toleraba ninguna figura que cuestionase su autoridad. Aquel hombre serio y rígido que según decía el bufón de la corte “había nacido con una boca de piedra” era sometido día tras día a un sin fin de chanzas y bromas crueles. Quizá eso explicase su semblante tan duro y sombrío.
— Mi propuesta es apartar del poder a mi padre, ya que dado su estado de salud es incapaz de encargarse de un gobierno cabal; y establecer una regencia. Las transiciones de poder son, sin embargo, un proceso delicado. Todas las grandes crisis de sucesión de este reino se han intentado abordar con un Gran Concilio, desde Viserys I hasta Maekar I. Pretendía aprovechar la excusa del torneo para atraer con sus suculentas recompensas al mayor número de señores para plantear la cuestión a los presentes y recabar los apoyos suficientes, no es una tarea que pueda y deba realizar solo. Pensaba que mi padre no se arriesgaría a abandonar la seguridad de la Fortaleza Roja, pero no ha resultado ser así, por desgracia. Si os soy sincero, no sé como proceder ahora —confesó el príncipe con desolación—. No veo forma segura de abordar esta cuestión en conjunto con los grandes señores del reino sin que llegue a oídos de mi padre, lo que desencadenaría la guerra civil. Algo que quiero evitar por cualquier medio. ¿Qué pensáis que debería hacer, Lord Tywin?
– No hay forma correcta de proceder, Alteza. – Dijo el Lannister con lo que parecía un deje de tristeza. – Si revisamos la historia seguro que advertiremos que incluso las transiciones del Trono que parecieron pacíficas derivaron en derramamientos de sangre, incluso las que fueron legales por sucesión legítimas.
Me pedís que os ayude a deponer a vuestro padre, a mi rey y a quien he jurado lealtad. No os puedo ayudar en eso, Alteza. Mal vasallo sería y perdería vuestro respeto cuando seais rey, sea por unos medios u otros. Sólo os puedo dar unos consejos que nada tienen que ver con derrocar a Aerys Targaryen: si vais a luchar, aseguraos de que contáis con una ventaja aplastante para que la victoria sea rápida y sin posibilidad de revancha.
Lord Tywin parecía incómodo ante la situación si bien era difícil darse cuenta; eran gestos o entonaciones que indicaban que gustoso compartiría lo que pensaba pero que no podía hacerlo porque eso sería traicionarse.
«Sin posibilidad de revancha». No hacía falta ser un genio para deducir que aquellas palabras implicaban la muerte de su padre. «Los muertos no protestan», había sentenciado Maegor el Cruel cuando ordenó ejecutar a Alys Harroway. ¿Estaba dispuesto a llegar tan lejos? Rhaegar apartó ese pensamiento de su mente, turbado. A pesar de todas sus diferencias, quería a su padre. Quería ayudarlo.
— Ya veo. Os agradezco mucho vuestros consejos, Lord Tywin. Los tendré muy en cuenta.
Y no era esto un cumplido hueco, si no que había verdadera sinceridad en las palabras del príncipe. No había conseguido lo que quería, pero la reunión había sido productiva. Ambos habían dejado claras sus posturas, no quedaba nada más que añadir. El príncipe se levantó y se despidió del señor de Occidente.
— Será mejor que volvamos afuera antes de que se percaten de nuestra ausencia. Quiera el destino que nuestra siguiente reunión sea en mejores circunstancias.