Jacaerys no estaba llevando bien el reposo. Sabía que podía haber muerto, que la flecha que se le había clavado bajo el gorjal podría haberle costado la vida. Pese a la pérdida de sangre, había luchado junto a Vermax sabedor de que su marcha podría haberles costado la batalla. No por considerarse determinante, sino por la ya de por sí superioridad numérica del enemigo, que se había visto aumentada por la estrategia de Ser Corwyn Corbray, quien había separado dos gruesos grupos de caballeros que cargarían contra los flancos enemigos. Sin embargo, para que la táctica pudiera llevarse a cabo, los ampliamente superados hombres del campamento debían aguantar. Y para ello, necesitaban su cobertura.
Lo habían logrado. Habían sobrevivido en una ajustada victoria que había hecho que los rebeldes se retiraran. Gracias a ello, habían permitido que los refuerzos del Valle llegasen, igualando las tornas… pero, más importante aún, Daemon Targaryen a lomos de Caraxes y una jinete que volaba sobre Vermithor habían llegado a Soto Gris.
Demasiado cansado como para indagar más, Jacaerys había permanecido en el lecho, donde había pasado la noche recuperándose de la pérdida de sangre hasta que su tío abuelo – padrastro – futuro suegro entró acompañado del hombre que le había cerrado la herida y ordenado descanso. Sólo fue una breve conversación en la que Daemon le reprochó no haber enviado noticias a Rocadragón y le felicitó por su arrojo y valentía antes de que el Rey Consorte se retirara.
Todo parecía ir bien… hasta que los cuervos volaron.
Temeroso y compungido, Lord Ambrosius Lynderly llamó a la puerta de sus aposentos para hacerle entrega de una misiva que ya había sido abierta, y que por el evidente manoseo, ya habías ido leída por varias personas.
Daenys Mares está exiliada de Rocadragón hasta que traiga la cabeza del príncipe Aemond. Ninguno de los súbditos de la Reina puede prestar ayuda, ni cobijo, al rey consorte Daemon Targaryen ni a Daenys Mares. Cualquier infracción será considerada traición.
Esas palabras pudo leer el Príncipe de Rocadragón, quien no pudo evitar torcer el gesto mientras trataba de asimilarlas. Daemon había acudido al Valle a protegerlo de los rebeldes… ¿Acaso estaba actuando de espaldas a su madre? Era cierto que la misiva se refería a él como “Rey Consorte”, por lo que parecía que su estatus no había cambiado… Si hubiera traicionado a Rhaenyra, sin dudas las palabras serían más duras. Y pese a ello, el castigo era evidente. La negación de ayuda y cobijo a los jinetes de los mayores dragones del bando negro… Aquello era demasiado extraño.
Levantándose, con paso tranquilo, Jacaerys se acercó a la mesa y tomó asiento de una de las sillas de aquella estancia. Sin duda debían tratarse de los aposentos principales de Soto Gris… pero no dejaban de ser los de un asentamiento pequeño. — Lord Linderly, mandad venir al Rey Consorte — ordenó, con voz calmada mientras trataba de ordenar sus pensamientos.
Daemon no tardó en llegar. Lo hizo con gesto adusto, y cuando vio al heredero sentado, sobreponiéndose a la debilidad de la herida y con porte regio, no pudo evitar sonreír. El muchacho le recordaba a Viserys, aunque con más arrojo y valentía quizás a causa de su juventud… y de las circunstancias. No se anduvo con rodeos, pues la nota que Lady Jeyne le había revelado poco antes se encontraba sobre la mesa. Exhalando un suspiro cansado, el valyrio tomó asiento frente al castaño y se recostó sobre el respaldo. — Palabras de la Reina, obra de su Mano — resumió, pues había sido Lord Corlys quien había exacerbado los celos y desconfianza de su esposa sobre Daenys al llevar al Consejo la pretensión de Daemon de que domase a Vermithor. Si todos y cada uno de sus presuntos aliados hubieran hecho lo que el Consorte les había ordenado… Pero era demasiado tarde para lamentarse.
Aquel muchacho desposaría a Baela en algún momento, y juntos reinarían sobre Poniente. De Viserys y de Rhaenyra, Jacaerys había aprendido muchas cosas, pero había otras que sólo él podía enseñarle. — La Reina ordenó que Daenys acudiera al encuentro de Aemond y que yo permaneciera en Rocadragón preparando el asalto a Desembarco del Rey — resumió, antes de encogerse de hombros. — De haber seguido sus órdenes, Aemond no habría tenido problemas en deshacerse de una jinete inexperta, habríamos perdido a los Ríos y seguramente también al Valle — resumió, fijando sus iris violeta en los avellana del muchacho.
Jacaerys estaba confuso y contrariado. Las palabras de Daemon parecían lógicas, pero su madre debía tener sus motivos. ¿Quién era él para ponerlos en duda? ¿Y cómo permitir que Daemon se saliera con la suya? Si no acataba las órdenes de Rhaenyra, ¿cómo sabrían si lo haría en algún momento? ¿Acaso estaban sentando en el Trono de Hierro al Príncipe del Lecho de Pulgas? Preguntas a las que era difícil dar respuesta… Aunque una cosa estaba fuera de toda duda. La pericia militar de Daemon les había permitido hacer frente a los usurpadores.
Frunciendo los labios en una fina línea, Jacaerys mantuvo la mirada, obligándose a no amilanarse ante aquel hombre por legendaria que fuera su historia. — Es evidente que hay algo que me estás ocultando —.
Daemon no pudo evitar sonreír, antes de negar para sí. — Creo que mis problemas conyugales no son algo que deba comentar con el hijo de mi esposa — repuso, con marcado sarcasmo, antes de respirar profundamente. — Mi único objetivo es ver a tu madre sentada en el Trono de Hierro, eso lo puedo asegurar aunque mis métodos difieran de los de Rhaenyra — añadió, antes de ponerse en pie — en labores diplomáticas, sin duda ella es más hábil que yo… pero chico, la época de la diplomacia murió cuando tus tíos atacaron Valleoscuro e intentaron acabar con la vida de tu hermano — le recordó, antes de dirigirse a la puerta — estamos en un momento sangriento, y ese es mi especialidad. Cuando venza aquí en el Valle y remate el trabajo en los Ríos, quizás llegue el momento de parlamentar. Hasta entonces, confía en mi criterio — concluyó, abriendo la puerta y saliendo, antes de mirarle una última vez — y descansa, debes recuperarte para la próxima batalla —.
La puerta se cerró, quedando Jacaerys solo en la estancia. El muchacho dejó caer su testa sobre sus manos mientras se masajeaba las sienes. Sabía que Daemon tenía razón. Pero el Rey Consorte era una bestia difícil de controlar. Y aquello entrañaba riesgos que no sabía si serían capaces de manejar. Desde luego, su madre no parecía haberlo logrado.