Peakeando

Mervyn Flores - hermano bastardo de Lord Unwin Peake

La mañana en Altojardín era fresca, con el suelo todavía húmedo por la lluvia de la noche anterior. Los ecos de martillos y espadas resonaban en el campamento de los Peake, donde hombres se entrenaban bajo la atenta mirada de veteranos y caballeros. Entre los presentes, un pequeño grupo de jóvenes campesinos y curiosos se agolpaba alrededor de un claro, susurros y murmullos excitados recorriendo la multitud. Habían venido para presenciar lo que prometía ser un duelo memorable.

En el centro, Mervyn Flores se ajustaba la espada larga con la que tantas veces había combatido. Su figura ágil y curtida contrastaba con la imponente estampa de su oponente: Ser Gedmund Peake, “Gedmund Gran Hacha”. El tío de Lord Unwin era un coloso, conocido en todo el Dominio por su brutalidad en combate. Su hacha, enorme y aterradora, descansaba a su lado, brillando con un filo temible.

Los dos guerreros intercambiaron miradas breves antes de comenzar. No había odio entre ellos, pero tampoco simpatía. Esto era un duelo de demostración, una forma de mostrar a los posibles reclutas lo que era luchar bajo la bandera de los Peake. Sin embargo, Mervyn sabía que Ser Gedmund no se contendría ni siquiera en exhibiciones como esta.

—Espero que no te importe ensuciarte un poco, bastardo —gruñó Gedmund con una sonrisa ladina, mientras balanceaba su gran hacha.

—No más de lo que te importe perder, viejo —respondió Mervyn.

Las primeras acometidas fueron rápidas y precisas. Mervyn se movía como un lobo, esquivando los poderosos tajos de Gedmund con una agilidad impresionante. Su espada larga cortaba el aire con destreza, encontrando huecos pequeños en la defensa del gigante, pero siempre desviándose o bloqueándose en el último momento. Algunos de los jóvenes observadores contenían la respiración, impresionados por la velocidad de Mervyn, quien parecía estar a punto de asestar un golpe decisivo.

Pero Gedmund mantenía una calma brutal. Esperaba, casi estudiando los movimientos de Mervyn. En un instante de descuido, cuando Mervyn intentó una estocada demasiado ambiciosa, Gedmund giró sobre sí mismo, utilizando todo el peso de su cuerpo y su hacha en un movimiento fulminante. Con una precisión devastadora, golpeó la espada de Mervyn, desarmándolo al instante.

La espada voló por los aires, aterrizando lejos del alcance de Mervyn. El bastardo se quedó sin arma, con la respiración agitada, pero antes de que pudiera reaccionar, Gedmund lanzó su gran hacha al suelo. Los murmullos entre los espectadores se intensificaron, confundidos por la inesperada acción del guerrero.

Sin el arma, Gedmund cargó contra Mervyn como una bestia, embistiendo con una furia descomunal. El impacto fue imparable. El bastardo trató de esquivar, pero la velocidad y el peso de Gedmund eran demasiado. Ambos chocaron, y en cuestión de segundos, Mervyn fue derribado al suelo, aterrizando en el barro con un golpe seco.

La multitud rugía de emoción, mientras el guerrero veterano mantenía a Mervyn sujeto en el barro. La derrota era clara, Ser Gedmund era una leyenda en el Dominio, y Mervyn, aunque vencido, había demostrado una agilidad y valentía que no pasaron desapercibidas.

—Podrías haberlo hecho peor, bastardo —dijo Gedmund, con una risa grave mientras se levantaba, extendiendo una mano para ayudar a Mervyn a ponerse de pie—. Pero recuerda, la fuerza siempre gana.

Mervyn tomó su mano, levantándose con esfuerzo.

—La próxima vez no te lo pondré tan fácil, Gedmund —replicó, limpiándose el barro de la cara y el torso mientras la multitud seguía hablando entre ellos, emocionados por el espectáculo.

Los comentarios y vítores de los espectadores llenaban el aire, Mervyn sabía que la demostración había cumplido su propósito. Los reclutas potenciales que miraban a su alrededor ya tenían en sus ojos la chispa del deseo de unirse a un ejército que albergaba semejantes guerreros.

La campaña para reclutar más hombres acababa de comenzar.

3 Me gusta

El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte cuando una multitud de campesinos, cargados con bultos y carretas desvencijadas, se agolpaba a las puertas de Antigua. Algunos buscaban refugio, otros un propósito, y unos cuantos solo intentaban sobrevivir a los rumores de guerra que se extendían como el fuego en un campo seco.

Roderic “Cantera” fue el primero en atravesar las puertas, cargando un saco de grano al hombro como cualquier campesino que buscara trabajo. Oren “El Gato” caminaba unos pasos más atrás, sucio, desaliñado, y murmurando algo a un guardia distraído mientras Lira “La Flor de Tinta” ajustaba un pañuelo para cubrir su cabello oscuro, haciéndose pasar por una curandera con su pequeña bolsa de hierbas.

Gorik “El Borracho” era el único que no se molestaba en disimular demasiado. Con un andar tambaleante y una botella en la mano, entró entre un grupo de hombres con las mejillas enrojecidas por el esfuerzo, balbuceando algo ininteligible. Los guardias en las puertas se limitaron a soltar una risotada al verlo, murmurando entre ellos que sería otro mendigo que pronto se desplomaría en cualquier zanja.

Y así, uno a uno, se dispersaron, desapareciendo entre las calles de Antigua como sombras al caer la noche.

Gorik “El Borracho”

Varios días después, Gorik estaba en su salsa. Con una jarra en la mano y un coro de campesinos riendo a carcajadas a su alrededor, él se encargaba de sembrar las primeras semillas de duda y miedo.

— ¡Un brindis por el Dominio! —gritaba, golpeando su jarra contra la de cualquiera que tuviera cerca, derramando cerveza por toda la mesa.

Mientras el bullicio llenaba la taberna, Maelis apareció, silencioso como un susurro. El líder se sentó junto a él.

— Gorik —murmuró, su voz apenas audible en medio del ruido—. Los campesinos empiezan a dudar. Pero quiero más. Los rumores deben ser creíbles. Háblales del puerto, de las murallas del oeste. Plántales la idea de que la única opción para proteger a sus familias es huir.

Gorik parpadeó, procesando las palabras lentamente mientras tambaleaba su cuerpo hacia atrás. Cuando volvió a mirar, Maelis ya no estaba.

— Maldito fantasma —murmuró para sí mismo, mirando la jarra como si la culpara.

— ¡Venga, muchachos, que sois más valientes que yo! —gritó Gorik, chocando su jarra con la de un joven flacucho que apenas había rozado su bebida—. Pero os lo digo yo, que he visto de todo… ¡El Dominio no juega! No les importa si sois hombres de campo o guerreros. Si estáis en las murallas, sois el enemigo. Y los enemigos… —Gorik bajó la voz, inclinándose hacia ellos con una mirada supuestamente lúcida a pesar del alcohol—. No viven para contarlo.

Los hombres alrededor de la mesa se miraron con incertidumbre. Uno de ellos, un canoso con manos encallecidas, levantó una ceja.

— ¿Y qué sugieres? ¿Que dejemos las murallas y esos perros entren?

Gorik rió de nuevo, una carcajada que llamó la atención de toda la taberna.

— ¡Dejarles entrar! —exclamó, golpeando la mesa como si acabara de escuchar un chiste excelente—. No, buen hombre, ¡dejarles ganar desde ya! Mirad, os lo digo porque os respeto: Lord Unwin no quiere masacrar a los suyos. Dice que cualquiera que deje las armas y vuelva a casa, o salga de la ciudad por el puerto, será libre. Pero si os quedáis ahí, en esas murallas… —hizo un gesto dramático, cruzando dos dedos como si fueran espadas—. Bueno, espero que vuestras familias no os extrañen demasiado.

El flacucho tragó saliva.

— ¿Y cómo sabemos que no es un truco?

Gorik apoyó su jarra en la mesa con fuerza, inclinándose hacia el joven con una expresión grave.

— Porque lo he oído de hombres que han peleado bajo la bandera de Peake. No os miento, chico. Si queréis proteger a los vuestros, salid de esta locura. Id al puerto, id a la muralla oeste. Proteged a vuestra familia desde casa.

La conversación se desvió hacia murmullos entre los campesinos, mientras Gorik pedía otra ronda con un grito jovial, como si la idea de una ciudad en llamas no le importara ni lo más mínimo.

2 Me gusta

Los muros de Antigua dominaban el horizonte, altivos y resistentes frente al ejército de los Peake. Lord Unwin observaba la escena montado en su corcel azabache. A su alrededor, los Escudos de Peake aguardaban con una calma calculada. Ser Gedmund “Gran Hacha” descansaba su arma descomunal contra el suelo, una montaña de acero preparada para la destrucción.

Delante de ellos, el asedio estaba en marcha. Las balistas y trébuchets, instalados en posiciones estratégicas, escupían su letal carga que impactaban contra las murallas. El aire vibraba con el incesante golpeteo, las salvas de flechas y los gritos de guerra de miles de hombres. Las murallas de Antigua resistían, pero el desgaste era evidente. Una grieta cada vez más amplia serpenteaba sobre la piedra cerca de la puerta sureste, y las almenas comenzaban a llenarse de escombros.

Un soldado, joven y con los nervios reflejados en su rostro, avanzó hacia el flanco donde Unwin y sus oficiales deliberaban. Era Ser Titus, el heredero de la casa Peake, que ahora enfrentaba su primera prueba real en el campo de batalla. Bajó del caballo para dirigirse a su padre, su voz marcada por la tensión.

— Padre, ¿ha llegado el momento ya? ¿Deberíamos avanzar? Nuestros hombres están listos.

Unwin se tomó un instante para responder. Bajo su mirada fría, analizó la fortaleza, las grietas y el desgaste de las defensas enemigas. Con un gesto lento y controlado, giró hacia su hijo.

Estamos cerca, hijo. No tengas prisa —dijo con voz firme, colocando una mano sobre el hombro del joven caballero—. Cuando llegue el momento, daré la orden. Asegúrate de que tus hombres estén preparados. No es sólo la fuerza lo que gana las batallas, sino la precisión.

Titus asintió, aunque su semblante seguía siendo el de alguien que escuchaba pero no comprendía del todo. Unwin, al notar la inseguridad en los ojos de su hijo, lo encaró directamente.

Respira hondo, Titus. Mantén la compostura. Ni nuestros hombres ni los demás señores deben ver debilidad en tu rostro. Hemos llegado demasiado lejos para dudar ahora. Lo que se avecina definirá nuestra casa por generaciones.

Antes de que Titus pudiera responder, el gruñido ronco de Gedmund interrumpió. Con su gran hacha descansando en el hombro, miró al joven caballero con una sonrisa desdeñosa.

Escucha a tu padre, muchacho. Y, ya que tienes tiempo, aprovecha para respirar ahora —dijo, señalando las murallas con un ademán de su barbuda cabeza—. Porque cuando estés ahí dentro, rodeado de cadáveres, con la peste de la sangre y la mierda llenándote las narices, necesitarás cada maldito suspiro que puedas.

Titus tragó saliva, palideciendo aún más, mientras Gedmund soltaba una carcajada áspera que fue sofocada por el estruendo de una roca gigantesca que sobrevoló sus cabezas.

El impacto fue brutal. La roca, lanzada con una precisión devastadora por uno de los trebuchets, golpeó una de las torres adyacentes a la puerta principal. La piedra se astilló con un ruido ensordecedor, y en un instante, la torre colapsó. Fragmentos de roca, polvo y cuerpos cayeron al vacío, y los gritos de los defensores fueron absorbidos por el estruendo.

Unwin, con el rostro inmutable, vio la destrucción como un augurio. Entonces, con voz clara y firme, ordenó:

¡Ahora! ¡Dad la señal! ¡Avanzamos ya!

Sus caballeros reaccionaron al instante. Trompetas resonaron a lo largo de las líneas, y los estandartes de los Peake ondearon con furia mientras los heraldos cabalgaban hacia las filas para transmitir la orden. Los hombres del Dominio, que esperaban ansiosos desde hacía horas, soltaron un rugido unánime. Escudos se alzaron, lanzas se prepararon, y la marea de soldados comenzó a moverse.

Titus, tras recibir la orden, regresó a su posición al frente de su batallón. Aunque su rostro mostraba un rastro de nerviosismo, las palabras de su padre y el mordaz comentario de su tío parecían haberle insuflado algo de temple. Montó su caballo, levantó su espada, y respiró profundamente.

En ese momento, Lord Unwin lideraba el avance, flanqueado por los Escudos de Peake y con la fuerza imparable de su ejército marchando hacia la muralla sureste. La batalla de Antigua había comenzado.

3 Me gusta

Los rugidos del combate envolvían a Unwin Peake mientras atravesaba la brecha de la muralla con sus tropas. El gran portón, astillado y carbonizado, yacía derribado sobre el suelo de piedra, marcando el umbral hacia el caos. Apenas cruzó la entrada, un grupo de soldados bien armados de Antigua cargó con una furia desesperada. Las lanzas avanzaron como colmillos, los escudos se alzaron, y las primeras filas de los Peake se trabaron con ellos en un choque que sacudió el aire.

Unwin apenas tuvo tiempo para reaccionar cuando una lanza pasó zumbando junto a su rostro. El filo brillante rasgó el aire, y el reflejo lo hizo girar el cuerpo, tropezando con el cadáver de uno de sus hombres que yacía sobre los adoquines manchados de sangre. Cayó al suelo con un golpe seco, pero al alzar la vista, el espectáculo de su tío, Ser Gedmund Peake, lo dejó atónito.

“Gran Hacha” estaba desatado. Su enorme arma dibujaba arcos letales, arrancando brazos, destrozando escudos y partiendo lanzas como si fueran ramitas. Los defensores, al verlo, intentaron retroceder, el miedo reflejado en sus rostros, pero Gedmund no daba tregua. Avanzaba como una tormenta, rompiendo las filas con cada golpe mientras los hombres de Peake flanqueaban a los soldados de Antigua, asegurando la entrada.

Unwin se levantó y volvió a tomar su espada con firmeza. Con la puerta asegurada, sus caballeros comenzaron a dispersarse por las calles y las murallas laterales. Unwin, consciente de que no podían perder el momentum, comenzó a dar órdenes rápidas y precisas.

— ¡Tú! Lleva a tus hombres a la muralla, asegura las atalayas. Acabad con toda resistencia. ¡El resto avanzad por las calles!

Mientras los hombres obedecían, Unwin se unió a un grupo que subía por una estrecha escalera de piedra hacia las murallas. Las espadas chocaban a su alrededor, y los gritos de los campesinos defensores, inexpertos y mal armados, se mezclaban con los alaridos de los soldados de Peake. A pesar de su escasa habilidad, los defensores usaban la altura a su favor, y avanzar era complicado. Cada peldaño conquistado costaba sangre.

Al llegar a la muralla, Unwin se encontró con una escena infernal. Los defensores habían levantado una barricada improvisada con escombros, piedras y los cuerpos de los caídos. Era una mezcla grotesca de desesperación y estrategia.

— ¡Avanzad! ¡Destruid esa barricada! —gritó, alzando su espada.

Los hombres de Peake comenzaron a desmontarla, arrojando los cuerpos y piedras al vacío, mientras otros saltaban por encima para trabarse en combate con los defensores. Unwin avanzó junto a ellos, espada en mano, abriendo camino hasta alcanzar un punto alto desde el que pudo contemplar la batalla.

La muralla se extendía hasta donde alcanzaba la vista, un río de caos. Rocas lanzadas cruzaban el aire, estrellándose contra las fortificaciones. Hombres luchaban a lo largo de toda la línea, y las llamas comenzaban a consumir algunos sectores de la ciudad. Por un instante, Unwin sintió un peso aplastante en el pecho. Su ambición había traído esta carnicería. ¿Era este el legado que deseaba para su casa? Por un momento, la duda lo paralizó.

Un grito interrumpió sus pensamientos. Un grupo de guardias de Antigua había aprovechado su distracción y lo atacó. Unwin alzó su espada para bloquear el primer golpe, pero un filo rasgó su costado, una herida superficial, aunque dolorosa. Al intentar retroceder, tropezó y cayó de espaldas al suelo. Uno de los guardias lo inmovilizó, y el brillo de su espada se alzó para dar el golpe final.

Unwin cerró los ojos. Por un segundo, aceptó su destino. Pero el sonido de un impacto seco lo devolvió a la realidad. La cabeza del guardia que estaba a punto de matarlo rodó por el suelo. Frente a él, otro soldado de Antigua bajó su espada ensangrentada y se quitó el casco.

— ¡Mervyn! —exclamó Unwin, atónito al reconocer a su medio hermano, infiltrado entre las tropas de la ciudad.

Mervyn extendió una mano y lo ayudó a levantarse, sus ojos brillando con intensidad.

— No es el momento para morir, hermano. Aún queda mucho por hacer.

Unwin asintió, aún perplejo, mientras el estruendo del combate lo envolvía de nuevo. No había tiempo para hablar. La lucha continuaba, implacable, y Antigua no caería sin pelear hasta el último hombre.

2 Me gusta

El aire frío de la noche se colaba entre los pabellones del campamento. Lord Unwin Peake permanecía de pie frente a una mesa de mapas iluminada por la luz temblorosa de una antorcha. Su rostro, antes una máscara de orgullo y autoridad, mostraba ahora las profundas grietas de la desesperación. Las palabras de los exploradores resonaban en su mente: “Vhagar, con el príncipe Aemond y un ejército de veinte mil hombres, marcha desde el Camino Real”.

El murmullo de los señores reunidos a su alrededor era casi insoportable. Algunos clamaban por rendirse, otros maldecían la llegada del dragón, y entre ellos destacaba la voz furiosa de Lord Alan Beesbury.

Esto es culpa vuestra, Peake —escupió Beesbury, su rostro enrojecido de ira—. Deberíamos haber jurado lealtad a la reina Rhaenyra. Ahora estamos condenados. ¡Con los dragones de Rocadragón a nuestro lado, esta batalla habría sido nuestra!

Unwin lo escuchaba, pero no respondía. Cada palabra de Beesbury era una daga que perforaba su orgullo, pero también un recordatorio de su fracaso.

¡Hablad, Peake! —exigió Beesbury, golpeando la mesa con un puño cerrado.

La declaración provocó reacciones mixtas. Algunos señores murmuraban en acuerdo, otros mostraban desdén. Beesbury no se molestaba en ocultar su desagrado.

Huís, pero no combatís por Rhaenyra. Al final, sois peor que los Verdes. No tenéis lealtad, ni a vuestra casa, ni al reino. Pero al menos no sois cobarde. Eso os concedo. —Su tono era cortante, pero dejaba entrever un leve respeto. Se giró hacia los suyos—. Partimos al amanecer.

Antes de que Beesbury pudiera marcharse, Unwin le dirigió una última mirada.

—No lucho por dragones ni por coronas, Beesbury. Lucho por lo mío. Por los Peake. Lo que vos hagáis, me importa poco.

—Entonces estáis condenado, Peake. Sin la reina, pronto seréis cenizas. —Con estas palabras, salió de la tienda.

4 Me gusta

El ambiente en la tienda era tenso, como una cuerda a punto de romperse. Arthur Tyrell permanecía sentado, con la mirada tranquila pero fría, mientras Lord Alan Tarly, rodeado de algunos de sus hombres, se cruzaba de brazos.

Unwin no pudo contener más su rabia. Se dirigió primero a Tarly.

¡Explicaos, Tarly! ¿Por qué ondean las banderas de Colina Cuerno en el ejército enemigo? ¿Habéis traicionado a vuestra propia casa?

El silencio que siguió era tan pesado como el acero.

—Mi casa es leal al Dominio, no a vuestros delirios de grandeza.

Unwin, en un arrebato, llevó la mano al pomo de su espada.

—¡Os declararé traidor y os haré ejecutar aquí mismo!

Antes de que pudiera desenfundar, Arthur Tyrell intervino.

—Basta, Peake. —Su voz era suave, pero su autoridad inquebrantable—. Aquí nadie va a matar a nadie. Os lo advierto, no estoy dispuesto a presenciar más locuras.

Unwin, con los músculos tensos, retrocedió. Tyrell se acercó, con calma, y le susurró al oído:

Huid esta noche. Os doy ese consejo porque no tengo ganas de ver más sangre inútil. Yo mismo retrasaré el parlamento de rendición hasta mañana. Pero después de eso, si nos volvemos a ver, seremos enemigos.

Unwin no respondió, pero su decisión estaba tomada.


Bajo la cobertura de la noche, los estandartes de los Peake se desplazaban sigilosamente hacia la puerta sureste de Antigua. Apenas unos pocos hombres leales los acompañaban. A lo lejos, el rugido del dragón se escuchaba como un recordatorio de su derrota.

Unwin, cabalgando en silencio, sentía el peso de cada paso. El campamento abandonado, los señores que eligieron quedarse, y la certeza de que las llamas de la guerra habían consumido todo lo que alguna vez creyó seguro.

Al amanecer, después de un día de marcha sin ser perseguidos, Alan Beesbury se despidió.

Vuestra única esperanza es Rhaenyra, Peake. Si no partís conmigo, estáis perdido.

Unwin no respondió. Solo observó cómo Beesbury y los suyos se perdían en el horizonte.


Cuando cayó la noche, el campamento era pequeño, apenas una sombra de lo que fue. Sentado junto a la lumbre, Unwin contemplaba la espada sobre sus rodillas.

¿Cómo había llegado aquí? ¿Fue su ambición lo que los destruyó, o simplemente el destino burlándose de él?

Pero no había respuesta en el silencio de la noche.

3 Me gusta

La lluvia había cesado a medida que se alejaban de las tierras occidentales del Dominio. Las nubes abandonaban las montañas, arrastradas por el viento hacia la costa, donde ya habían descargado toda su furia. Los cascos de los caballos chapoteaban en el barro mientras el olor a tierra húmeda llenaba el aire. Unwin detuvo su montura al llegar a un terreno más firme, observando cómo el cielo comenzaba a despejarse. Bajó del caballo y se inclinó hacia el suelo, recogiendo un fragmento de roca que había quedado expuesto tras las lluvias torrenciales.

El pedazo de piedra, oscuro y rugoso, llevaba consigo las marcas de los ríos que nacían en las Montañas al sur de Picaestrella. Arrastrada hasta este lugar por las corrientes desbordadas, la roca parecía fuera de lugar, como un recuerdo perdido de un lugar remoto. Unwin la giró en sus manos, observando las grietas que atravesaban su superficie, y por un momento su mirada se perdió en el objeto, como si viera en él un reflejo de sí mismo.

Un jinete se acercó a su lado, deteniendo el galope justo al llegar.

Padre, pronto deberíamos ver Picaestrella —dijo, señalando hacia el horizonte donde las colinas se alzaban suaves—. Pronto estaremos en casa.

Había un brillo en los ojos de Titus, mezcla de emoción y alivio. Aunque la alegría de regresar a su hogar era evidente, también cargaba consigo la sombra de la tristeza. Ver a su padre, siempre tan firme, ahora apagado y desganado, le partía el corazón.

Unwin apretó la roca en su mano, dejando que sus dedos se arañaran con sus bordes afilados.

Un jinete se aproximaba rápidamente desde el frente. Se detuvo junto a Unwin, desmontando con presteza, y con el rostro demacrado por el cansancio, dio las malas noticias.

Mi señor, traigo un informe urgente. —El hombre respiró hondo, como si le costara hablar—. Unos seis mil hombres de las casas Tyrell, Florent y Cafferen han puesto bajo asedio la plaza de Dustonbury. Los defensores están al límite; sin ayuda, no resistirán mucho más. En mi camino, encontré campesinos huyendo del enemigo.

Unwin escuchó en silencio, su rostro inmutable, mientras el jinete terminaba su informe.

Gracias, vuelve con los demás. Organiza una batida hacia Dustonbury. Que todos sepan que no nos rendimos.

El explorador inclinó la cabeza y partió con premura. Entonces Unwin se volvió hacia su hijo.

La guerra en Antigua ha terminado. Ahora empieza la nuestra. Ya no tenemos aliados, solo nosotros mismos y nuestras tierras. Pero no cederé ni una pulgada de lo que nos pertenece. Si quieren guerra, la tendrán. Si quieren sangre, les daremos sangre.

Mientras hablaba, su mano seguía cerrada sobre la piedra, cuya superficie había comenzado a cortarle. Un hilo de sangre resbalaba por sus dedos y caía en la tierra. Titus lo observaba con una mezcla de admiración y compasión. Para él, su padre seguía siendo un hombre inmenso, alguien que había aprendido a temer y respetar en igual medida.

Titus no dudó ni un instante. Inspirado por el ejemplo de Unwin, sacó fuerzas de la juventud y de la fiereza que le ardía en el pecho.

Lucharemos, padre —dijo con voz firme—. Donde sea necesario. La casa Peake demostrará su fuerza. Se han atrevido a invadir nuestras tierras, y responderemos como corresponde.

Sus ojos brillaban con la ferocidad de un guerrero joven que no conoce el fracaso.

Unwin soltó la piedra, dejando que cayera al suelo. Miró a su hijo y, por primera vez en días, permitió que una chispa de esperanza se filtrara en su mirada. Extendió el brazo, y Titus lo agarró con fuerza del antebrazo.

Por un momento, Unwin sintió que no todo estaba perdido. Quizás sus maquinaciones habían fracasado, quizás había errado en sus estrategias, pero aún tenía a Titus. En él veía no solo la continuidad de su linaje, sino una nueva fuerza, una valentía que podía llevar a la casa Peake a un futuro que él ya no podía vislumbrar.

3 Me gusta