Príncipes, damas y hombrecitos verdes

(…)

Una vez aclarado el plan de guerra, Rhaegar tamborileó la mesa con sus dedos. Si Oberyn no ponía ninguna pega más, no había mucho más que hablar. La mirada que le dedicó el dorniense, sin embargo, sugería lo contrario. Sin dejar de mirar a sus ojos, habló con suave calma.

¿Algo más que queráis añadir, príncipe Oberyn?

La expresión de Oberyn se endureció. Se acercó a Rhaegar lentamente, casi zigzagueando, como una culebra, hasta estar quizá demasiado cerca de él, frente a frente. Siendo ambos príncipes hombres altos, de la misma estatura, sus ojos estaban a la altura de los de Rhaegar. Y sus ojos empezaron a hablar antes de que él lo hiciera.

—Conozco bien a Elia —dijo con voz queda y semblante contenido, aunque algún temblor involuntario traicionaba la enorme tensión que sentía. Ellaria Arena, discretamente, se puso tras él y le apretó la mano—. Conozco a Elia mucho mejor que vos. Todos mis primeros recuerdos son de Elia. Y los suyos son de mí. Sé lo que le pasa por la cabeza. Sé lo que no dice. Y sé por qué no lo dice.

Guardó silencio durante un segundo, respirando profundamente.

—Mi hermana no solo os entregó su nombre y su vientre cuando se desposó con vos. Mi hermana os entregó su corazón. Cuando os fue conociendo tras la boda, vio algo en vos que los demás no vemos —espetó con cierta gratuidad— y decidió entregarse a vos por completo. Os ha dado a una hija primorosa, y os ha dado a un heredero varón, sano, fuerte. Un niño al que ni siquiera vuestro padre podría sacar ninguna falta.

Su rostro empezó a enrojecerse. Estaba claro que le estaba costando mantener las formas.

—¿Y vos qué habéis hecho? Vos habéis cogido el corazón de mi hermana, lo habéis arrugado y lo habéis tirado a la basura, como un pergamino con tachones. Y a la vez habéis sumido el reino en una guerra con vuestro comportamiento errático. Sí, vos. Vos lo habéis hecho. Con la ayuda de vuestro padre, qué duda cabe. Pero ¿creéis que esta guerra con Robert Baratheon tiene a otro culpable que vos? ¿Creéis que Lord Stark se habría arrojado alegremente a los brazos de los rebeldes, de no ser por vos? ¿Creéis que la mayoría de los señores del reino habría decidido que Tywin es un garante mucho mejor de la paz que vos y vuestro padre, de no ser por vos y vuestra pedante, pueril, demente, búsqueda mística de un príncipe prometido en una profecía? —preguntó, aún en voz baja pero con creciente agresividad. Estaba bien informado sobre las locuras de Rhaegar; Elia no tenía secretos para él.

Ellaria le apretaba el brazo con fuerza al príncipe, pero Oberyn estaba temblando visiblemente de rabia.

—El reino no es vuestro, Rhaegar, para que lo perdáis si os apetece, porque en lo que estáis centrados es en cumplir una importante profecía —dijo con desprecio—. El reino es el patrimonio de vuestro linaje. El reino es de Aegon, de vuestro hijo. Del hijo de Elia. Estáis obligado, obligado —remarcó—, a conservarlo y entregárselo. Estáis obligado a sanar al reino que habéis herido. A ganar la guerra que habéis pergeñado. Y a mantener el reino indemne. Nada importa más que eso. Nada. Y si pensáis de otra manera, sois un necio.

La respiración de Oberyn se fue haciendo más pausada. Parecía que lo peor había pasado. Quizá.

—Y si a vos no os interesa salvar vuestro reino, si tenéis otras prioridades, entonces lo salvaré yo sin vos. Si vos seguís siendo un obstáculo para la paz, entonces yo conseguiré la paz, y si vos sois el precio, lo pagaré. Porque los Siete Reinos no son vuestros. Son de mi sobrino. Y de sus hijos. Y sus nietos. Y no dejaré que se los arrebatéis. No, Rhaegar. No lo haré.

Tras una última mirada, se dio la vuelta dispuesto a irse, pero Rhaegar lo interrumpió antes de que pudiera abandonar la estancia. El Targaryen valoraba que alguien le hablase sin tapujos, aunque fuera alguien incapaz de ver más allá de los árboles que le privaban del ver el bosque. Oberyn Martell había estado a punto de abalanzarse sobre él, su mirada clamaba su sangre y en aquel momento no le habría importado que hubiera acabado con su vida. Ya había cumplido con su misión, pero aún así, seguía habiendo tanto que ganar… Su voz de hierro llenó la estancia, teñida por la amargura.

Todos los grandes señores habláis igual. Tywin Lannister, Robert Baratheon, Hoster Tully… Hasta vos, por mucho que queráis negarlo. Os llenáis la boca hablando sobre vuestros derechos y sobre salvar al reino, cuando lo único que queréis es el poder, legar ese patrimonio a vuestra familia. Al menos habéis sido sincero, para vos, sólo soy un medio para conseguir el poder para vuestro sobrino. Mi hijo —remarcó con energía—. Yo no deseo el cetro del poder y gustoso se lo entregaría a otro, pero por desgracia no hay nadie para ocupar ese puesto, no hay nadie con el talento ni con el apellido adecuado que pueda ocupar el trono sin sumir al reino y a su gentes en el caos y la barbarie. Y hay muchos inocentes que no merecen sufrir por nuestros indolentes caprichos, hay muchos que esperan cambios, generación tras generación, de manera estoica y resignada. Mi bisabuelo Aegon intentó mejorar sus existencias, yo espero poder estar a su altura.

Hizo una pausa para ordenar sus ideas. No quería divagar más de lo necesario.

El Trono de Hierro… ¿Lo habéis visto alguna vez? Quizá tuvisteis la ocasión cuando vinisteis a la boda de vuestra hermana, hace casi dos años. Un sillón horrible e incómodo, lleno de acero oxidado y puntas afiladas con las que mi regio padre se corta constantemente… todavía no alcanzo a comprender por qué tantas personas parecen ansiarlo —Rhaegar puso mala cara—. A mí nadie me preguntó si quería esta corona, pero es lo que me corresponde por ley, por ser el heredero de los Siete Reinos. No se trata de lo que quiera o no. Se trata de cumplir con mi deber, y eso incluye también salvar el mundo de los Hombres.

»No voy a pediros que entendáis —suspiró, y en su mirada podía verse un indescriptible cansancio, una desdicha tan vasta como el mundo en el que vivían—. Alguien ajeno a mi familia sería incapaz de encontrarle sentido alguno, así que no voy a malgastar saliva, y menos cuando estáis tan poco predispuesto hacia mí. Puede que esté equivocado, puede que mi padre esté equivocado, y también los que le siguieron antes de él, mi abuelo Jaehaerys y mi bisabuelo Aegon, reyes todos ellos. Puede que todo no sea más que una broma macabra que se ha cebado con mi familia, pero, ¿y si no lo es? ¿Arriesgaríais el destino del mundo a una corazonada? Yo, no. En cualquier caso, ya no importa. Las piezas ya se han puesto sobre ese tablero, y nada de lo que hagamos podrán cambiar su curso.

El príncipe miró un momento hacia la ventana, hacia el claro horizonte. Su respiración era tan tranquila como el viento que mecía las ramas de los árboles. Volvió a mirar al príncipe Oberyn.

Os voy a dar la razón en una única cosa. Elia no se merece nada de lo que le está pasando. No debí de comportarme con ella así, y no hay día que pase que lamente lo que hice. No creo que pueda perdonarme nunca por lo que le hecho. Y la entiendo y la respeto. Pero, aunque no me creáis… la sigo queriendo.

Parecía que el dorniense iba a volver a abalanzarse sobre él. Debía de pensar que se estaba riendo en su cara. Después de lo que había hecho, cualquier cosa iba a ser susceptible de ser malinterpretada por su parte.

Aplastaré la rebelión o moriré en el intento —sentenció, y quizá no había estado más seguro de algo en su vida—. No tengo otro camino, y mi determinación es firme. Así que si eso es lo único que os importa, no tenéis nada que temer.

Oberyn negó lentamente con la cabeza cuando Rhaegar terminó de hablar. Que al príncipe le afectaba la locura de su estirpe no era ya un rumor malintencionado: era un hecho probado. Pero aún parecía tener una tenue conexión con la realidad, y por desgracia, Oberyn no ganaría nada quitándoselo ahora de en medio. Ese habría sido el último clavo en el ataúd del reino.

—Haced eso, sí. Recuperad vuestro reino. Y una vez hagáis eso, entonces es cuando lo podréis defender del ataque de los caminantes blancos, y de los hombrecitos verdes del bosque, y de los duendes con sombrero de pico que, por la noche, salen de su escondrijo para ayudar con sus tareas al pobre pero honrado zapatero remendón. Ninguno de ellos se atreverá a asolar nuestras tierras con vos sentado, vigilante, en el trono. Pero por lo que más queráis, príncipe —le imploró con voz hastiada—. Centraos primero en recuperar el reino. Y dejad para después a los duendecillos.

Se dio la vuelta, rodeó con el brazo a Ellaria y, ahora sí, se marchó. Oberyn no era un simple; se había educado en la Ciudadela. Y su educación, si bien había sido escasamente metódica, sí que le había servido para saber con absoluta certeza algo sobre la magia: que si alguna vez había existido, y eso era ya una afirmación muy discutida, ya no era así. Como sabían todas las personas instruidas, la magia había muerto en todo el mundo excepto, al parecer, en la turbulenta mente de Rhaegar Targaryen.

Fuera, las trompetas de guerra sonaron. Y en la lejana Qaarth, en el oscuro laboratorio de un brujo, de súbito, y para su consternación, una vela de obsidiana echó a arder.

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