Lord Medgard estaba de pésimo humor. Deseaba haber acabado de una maldita vez la más que molesta riña entre sus vasallos de Bracken y Blackwood antes de partir, pero la justicia real se había tomado su tiempo para llegar y Lord Medgard no podía aplazar más el compromiso de su hija sin que fuera vergonzoso para su anfitrión. Estaba sumamente decepcionado con la Corona y cada día que pasaba más se convencía de que el rey estaba asesorado por imbéciles… o que el propio monarca era un pusilánime incapaz de poner coto a sus molestos vasallos. Lord Medgard le había dado su pleno apoyo para sojuzgarlos si así lo requería, pero el monarca se mantenía en apariencia irresoluto y eso no hacía más que sacarle de quicio. «Demora, demora y demora, ¿y para qué? ¿Acaso piensa que huyendo de los problemas estos van a solucionarse solos?», se lamentaba con amargura. Las noticias que llegaban del Oeste eran cada vez más perturbadoras, y deseaba vengar la infame muerte de Lord Piper. Sus compañeros de viaje no contribuían a tranquilizarle.
Y, haciendo honor a la verdad, no eran los que habría elegido, pero tenía que dejar en buenas manos al impetuoso Jonos Bracken, y en cualquier caso el honor le exigía invitarlos a la boda de su hija. Desde que el paranoico Lord Perryn se enteró que la reina de Poniente se hallaba presente en la boda no paraba de decir que Blackwood estaba susurrando a los oídos de Arryn para deshacer el compromiso, y le urgía a darse prisa para evitar contratiempos. Ser Matthias Cox el Póstumo no desaprovechaba ninguna oportunidad para denigrar a sus vecinos los Mooton. De las veces que lo había repetido, el señor de Aguasdulces casi podía recitar su discurso de memoria. “Se han atrevido a desafiar vuestra autoridad abiertamiente no respondiendo a vuestra llamada. Pero los hombres de Salinas han hecho honor a su juramento, pues en la orilla norte del Tridente aún recordamos que es el honor”. También aprovechaba para lamentarse trágicamente del destino de sus tierras, y de lo mucho que podrían cambiar su situación… siempre y cuando se le retiraran muchos privilegios a los habitantes de Poza de la Doncella y se redactase una nueva carta de población para Salinas. “¡Ah, villa de Salinas! −comenzaba su lamento− Por un simple capricho de los viejos reyes de Piedrasviejas, no eres la más grande del Tridente. Pero lo que los hombres hacen, pueden deshacerlo, digo yo, ¿no creéis, sire?”. Eso, a lord Medgard, le importaba un pimiento, mientras los impuestos de la zona fuesen recaudados y la paz del rey fuera mantenida. Pero como era lo que su interlocutor deseaba oír, se limitaba a escuchar y a hacerle vagas promesas de que estudiaría el caso. Lord Medgard había renovado los privilegios de Poza de la Doncella tras la muerte de su padre y salvo que los Mooton no le dieran motivos no tenía intención de revocarlos.
Todas sus preocupaciones se desvanecieron cuando por fin llegó al Nido y fue recibido por su futuro yerno, que estaba acompañado por su sonriente hija. Celia se había engalanado con un atrevido vestido ajustado de sedas rojas y azules con encaje de Myr. Una oleada de orgullo y calidez le invadió al volver a verla de nuevo. «Siempre ha sido la más hermosa». El señor del Nido de Águilas era alto, joven y atractivo, vestido con su armadura y capa era la viva imagen de la caballería. Y cumpliendo con el protocolo como se esperaba de un perfecto caballero, le recibió con grandes y solemnes palabras.
− Os agradecemos mucho vuestro recibimiento, mi señor −Lord Medgard inclinó levemente la cabeza con respeto−. Y agradezco mucho la paciencia que habéis tenido al esperarme. Habéis sido muy comprensivo. Espero al menos que la compañía de mi hija haya hecho vuestra espera más llevadera.
Lo he escrito de golpe, no estoy demasiado inspirado pero quería poner algo. Mis disculpas por faltas de ortografía y demás.