Relatos iniciales

Quien quiera colgar algún relato inicial, puede hacerlo aquí.

Thorgrim Custodio de Agravios.

El gran salón estaba vacío y en silencio a excepción de la figura sentada en el trono y los cuatro guardaespaldas que nunca se separaban de su lado. El alto rey de los enanos agarro el asa de la jarra y bebió un largo trago, notó como la cerveza le bajaba por la garganta y una sensación cálida le recorrió de arriba a abajo. Con el dorso de la mano limpió la espuma que había quedado en su espesa barba y volvió a centrar su atención en el gran libro que descansaba en el atril integrado en la parte frontal el trono.

El Dammaz Kron, el gran libro de los agravios, en donde estaban anotadas todos los actos infames perpetrados contra los enanos en algún momento de su historia. Sus páginas contenían la historia más oscura de su pueblo. Una historia de vergüenza. Una historia que solo podía enmendarse si se tachaba cada una de su anotaciones una vez obtenida su justa venganza.

-El noble Arrumak huyó de la batalla contra los pieles verdes dejando a los enanos a su suerte. 237 enanos murieron a causa de su cobardía. Año 1765.-

Custodio de Agravios. El sobrenombre del rey definía su misión en esta vida. Él era el encargado de restaurar la justicia y cerrar cada uno de esos capítulos escritos en el tomo.

-El elfo Delorael insultó al enano Carmind del clan Hierroescudo durante un acto en la casa del noble Esoj Amiauryt. Año 2177.-

A lo largo de su reinado había conseguido tachar un buen número de aquellas anotaciones escritas con la sangre de sus predecesores. Cada uno de aquellos trazos era una marca de honor. Más por cada agravio restaurado, el libro crecía al añadirle nuevos elementos.

-Una banda de goblins liderados por Zaztiok atacó una caravana comercial. 17 enanos muertos. Toda la carga robada. Año 2429-

Realmente no necesitaba mirar el libro, tenía grabado en su memoria todo su contenido y era capaz de recitarlo en el orden correcto sin ningún error. Pero el libro era un símbolo de su estatus y del compromiso que tenía para con su pueblo.

El ruido de una puerta al abrirse rompió el silencio que reinaba en el salón. Thorgrim cerró el libro y siguió con sus dedos los grabados de la portada. El eco de unos pasos resonó por la cámara. Kragg el Gruñón, el maestro de los señores de las runas, el mayor y más grande de los sacerdotes rúnicos se acercaba entre las columnas que sostenían el grandioso techo de la estancia.

-Mi señor Thorgrim- Dijo al llegar hasta el trono. Hincó una rodilla en el suelo y se apoyó en el mango de su bastón rúnico. -Los vigilantes informan del movimiento de un ejército pielverde a lo largo del camino subterráneo. Dicen que lo lidera Skarsnik.-

Al oír el nombre del Goblin Nocturno el rey esbozó una media sonrisa. Skarsnik era el nombre que más se repetía en el tomo. Una escoria pielverde que llevaba mucho tiempo perturbando a su pueblo. Su voz resonó por la cámara con la potencia de un trueno.

-Vayamos a la puerta. Que se preparen los hombres. Vamos a cazar a unos cuantos de esos malnacidos.-

Cogió el libro del que no se había separado nunca desde que fue coronado rey y se levantó del trono. Alcanzó el hacha de Grimnir que estaba apoyada contra el respaldo y se reunió con su vasallo. Juntos se encaminaron hacia la puerta de la cámara seguidos por los guardaespaldas que portaban sobre sus hombros el trono del poder.

El gran salón del trono volvió a quedar en silencio. Los braseros iluminando los grabados de las columnas y el techo cubierto de piedras preciosas. El alto rey de los enanos había partido a la guerra. El honor de su pueblo sería restaurado. El Tiempo del Desagravio había comenzado.

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-Silencio, silencio ahora. Dejemos a Varsson ganarse el pan.

Leo levantó el brazo, ordenando detenerse a la caravana. A su lado, Wilhelm tranquilizó a su caballo y observó mientras el enano se arrastraba entre la escasa maleza para escudriñar el camino. Pasaron uno, dos o tres lentos minutos hasta que el joven dawi, ¿tendría unos cuarenta años?, se levantó y les hizo un gesto para que continuaran.

-No entiendo tantas precauciones. Estamos ya prácticamente en la frontera. No hay goblins en esta zona. – El que hablaba era el pagador de los mercenarios que habían contratado, Danielle Fiore, un tileano emperifollado y rodeado por dos ogros de aspecto tan estúpido como brutal y un gracioso halfling que, sin embargo, había demostrado ser un fantástico tirador. -A este paso llegaremos en una semana a Bechafaen en lugar de pasado mañana. Y les advierto, eso no será barato.

-Seréis compensado, Fiore. – Leo le espetó mientras la compañía reanudaba la marcha. – Pero los goblins no me preocupan tanto ahora. Corren rumores de que hay un caudillo orco en esas montañas. – Señaló a los picos cercanos, que sobresalían unas pocas millas al este del pueblo de Pelotsk. – No quiero ninguna sorpresa.

-Los goblins son unos cobardes y los orcos no se aventurarían a atacar tierras imperiales solo por una pequeña caravana. Waaagh o no Waaagh, mi señor de Talabheim. – Pere Ferràn, el estaliano que manejaba aquel complicado mosquetón, se río ante el versionado de un poema clásico elfo. – Pero nada de ir a medias. La pelea más grande o matarse entre ellos, así han funcionado siempre.

-¿Dónde está Varsson?

La voz era de Wilhelm, el capitán de los herreruelos que escoltaban los flancos de la caravana. Tenía razón, el enano había desaparecido. Hace escasos minutos estaba liderando la comitiva, arco preparado, y ahora no se le veía por ningún lado. El tenso silencio se vio roto por una explosión, pero el ruido no era el que haría ningún cañón, sino una especie de estallido viscoso. Como si algo hubiese reventado desde dentro. El aire se tornó opresivo y…¿violento?

-¿Magia? – Tras él, Danielle Fiore había palidecido y se había situado detrás de sus guardias. Del bosque cercano emergían unas figuras, a las cuales lideraba una encapuchada, pero que emanaba una misteriosa energía mística. Un orco, qué duda cabía, pero cuyos ojos brillantes y…las entrañas desparramadas por su ropa y bastón, lo revelaban como un chamán.

-Cabrón de mierda. – Ferràn y Wilhelm habían disparado sus armas. Una luz verde centelleó e interceptó una de ellas, que se dirigía directa a la frente del hechicero. Otra, sin embargo, cruzó el aire y atravesó limpiamente el pecho descubierto de un pielverde, que se desplomó. Su cadáver fue alegremente pisado por más figuras que emergían de entre los árboles, hachas, espadas y grandes porras preparadas para lanzarse a la carga.

-Waagh o no Waagh, ¿eh, Fiore? – Leo desenvainó la espada. De entre los bosques salió otro monstruo de pesadilla. Un orco más grande que ninguno que hubiera visto antes, con un hacha del tamaño de su cuerpo en la mano y ojos rojos inyectados en sangre. – Supongo que esto debe ser una alucinación.

El pagador no respondió. Seguía detrás de los ogros y el halfling, rezando a cualquier Dios que hiciera caso a los Tileanos. Utilísimo en combate. Leo miró a Wilhelm y asintió.

-¡Que la caravana avance, camino a Bechafaen, que avise al Conde Elector!, ¡ganaos los aceros, muchachos!

Los herreruelos cargaron…

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Rudolf apenas podía caminar. Todo Marienburgo parecía haber decidido tomar la misma ruta que él, y cada paso hacia un lado para esquivar a un viandante era compensado por un transeúnte que había tomado la misma decisión. Enanos, humanos y hasta elfos, salidos de su colonia en la ciudad, se arremolinaban en las calles y caminaban hacia el puerto.

-¡Orden, orden! - Los guardias hacían chocar las alabardas, y algunos de los tiradores apostados hacían aspavientos con sus arcabuces para indicar a la gente que tratara de caminar en líneas rectas. En algunas puertas se había producido algún atropello, y había contado, como mínimo, dos puestos de mercado pisoteados por ciudadanos apresurados por llegar al puerto. - ¡Orden!

Marienburgo entera vibraba como no lo había hecho en muchos años. Hombres y mujeres del Doodkanal, sirvientes del Directorio, burgomaestres, soldados y refugiados. Todos se apiñaban para ver un espectáculo como no se había contemplado en la ciudad en muchos años. Rudolf, ya entrado en la treintena, veterano comerciante y defensor de la ciudad en el último ataque a la misma de una tribu de hombres bestia, recordaba las leyendas que le contaba su abuelo, al que se las había contado su abuelo, y así sucesivamente durante muchas generaciones.

La leyenda de una Marienburgo rica y poderosa, pero comprimida por el poder imperial, a donde llegaban los navíos procedentes de Ulthuan, la lejana isla de los elfos. Una Marienburgo que había visto uno de sus barrios convertirse, efectivamente, en una de las últimas colonias de lo que había sido un imperio grande y poderoso. Una Marienburgo donde los elfos habían desembarcado para prestar ayuda, por exigua que fuera, a Magnus el Piadoso durante la Gran Guerra contra el Caos.

Y, doscientos años después, volvían a aparecer navíos en el horizonte. Pero estos no eran navíos comerciales, ni llevaban solo los estandartes del Rey Fénix. Eran buques de combate, estilizados pero letales, erizados de lanzavirotes en cubierta y acompañados de un crepitar del viento que sugería que algo más que la propia naturaleza los impulsaba. En la cubierta se podía ver a marineros de orejas puntiagudas, pero también lanzas y arcos, espadas y escudos, hachas y grandes yelmos de guerra. La ciudad entera se arremolinaba en las almenas para ver la llegada de los elfos, de nuevo, al Viejo Mundo, pero todos sabían que en el puerto sería donde el Directorio recibiera a los Asur.

Y Rudolf seguía avanzando, porque recordaba a su abuelo y la advertencia que le había hecho. Los elfos habían acudido solo cuando un gran peligro amenazaba la existencia misma del Imperio. Palabras negras sobre navíos blancos. Lo que tuvieran que decir aquellos visitantes quería comprobarlo con sus propios oídos.

Los navíos se seguían acercando…

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Presentación del POV norsca Wulfrik El Errante

Invierno de 2519…

De una patada empujaron a Bertrand al interior del Gran Salón. Cayó de bruces sobre el suelo de piedra y, al tener los brazos atados a la espalda, tardó en incorporarse y poder ver el interior de la estancia. El joven escudero bretoniano se enfrentó entonces a la visión más espantosa de su vida. El antes opulento salón estaba completamente destrozado, lleno de ruina, inmundicia y sangre allá donde mirará. Muebles hechos astillas, tapices raídos y muertos, todavía calientes tras la batalla, la mayoría de ellos luciendo en el abigarrado uniforme heráldico del señor una mancha de sangre con forma mortal.

A su alrededor, también atados y atemorizados podía ver y sentir a algunos de los sirvientes del señor, todavía vivos pero esperando su turno para morir. Uno a uno eran colocados en una diana infame para servir de objetivo a los norteños en un juego de tiro con arco enfermo. Todos ellos sollozando con las caras bajas, rotas por el dolor e iluminadas por la trémula luz de las llamas. Cuando miraba hacia el gran ventanal, destruído en la lucha, podía ver cómo la vieja capilla consagrada a Shallya ardía, convirtiéndose en mudo faro de lo que allí dentro estaba ocurriendo.

Sentado en el antiguo sitial del señor, un norteño enorme presenciaba la escena, vestido con una armadura funesta, envuelto en pieles, con una enorme espada bastarda como arma y atada al cinto, la cabeza de su antiguo señor, como un macabro trofeo. Aquella figura desprendía algo inhumano, algo muy parecido al puro terror…

Un ruido seco sacó a Bertrand de sus pensamientos y giró la cabeza para ver cómo varias flechas sobresalían del cuerpo de la matrona del castillo, ahora un guiñapo en el suelo. Las carcajadas de los norteños resonaron en el salón.

— ¡Demonio cobarde! ¿Por qué nos haces esto? ¿Por qué nos odias tanto? — Gritó Bertrand, movido por un ataque de rabia contenida, mirando al líder norse. La sala quedó en silencio ante el desafío y el titán norteño posó una dura mirada directamente sobre el joven escudero. Con aquellos ojos, duros como el hielo, consiguió helar la sangre del joven y la rabia que había aflorado en este se convirtió rápidamente en desesperación. El escudero comenzó a intentar zafarse de las cuerdas que le hacían prisionero mientras veía cómo aquel gigante se levantaba de su sitial maldito y se acercaba a él. A cada paso que daba aquel verdugo, el miedo crecía en Bertrand y su propia mente le traicionaba culpándole de algo que en realidad era inevitable…¿se había vuelto loco? ¿De dónde había sacado la valentía para poder decir aquello en unas circunstancias tan terribles?

El titán se levantó del sitial, arrastrando por el empedrado suelo la espada bastarda que emitía un gemido mortal conforme avanzaba. Bertrand, sobrepasado, cayó de rodillas al suelo y no pudo levantar la mirada hasta que la sombra del norteño proyectada por las llamas de la capilla profanada le cubrió. Y entonces el líder norse rió, con una sonrisa cruel.

— ¿Odiaros tanto? — Dijo aquel ser hecho de espanto en perfecto idioma bretoniano. Al oír su idioma el joven escudero se llenó de pavor e incertidumbre. ¿Era acaso aquel hombre un bretoniano? ¡Imposible!
— No. No os odio… — Bertrand agachó la cabeza al ritmo que el filo de la espada bastarda subía hacia el techo. —Os desprecio. ¡Yo soy el Pecado del Orgullo!

Y entonces aquel Héroe Monstruo dejó caer su espada para que ésta se cobrase su recompensa en sangre.

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Cortas pero fuertes, así eran las cientos de piernas que se movían por las montañas a un ritmo que no muchos humanos podrían mantener en aquel terreno que los enanos de Karak-Kadrin conocían como la palma de su mano. La senda les llevaba al norte de las Montañas del Fin del Mundo donde ya tenían la certeza de que un campamento orco se había asentado en un valle cercano al Paso de los Picos y en el cual ya había asaltado muchas de las caravanas de comerciantes y buscadores de fortunas que vagan por aquellas montañas y que hacían nutrir a su fortaleza de la vida y recursos necesarios para mantenerse como el faro y referente de aquellas montañas, nadie pondría en entredicho el poder y el orden establecido por Ungrim Puñohierro.

Lo cierto es que tampoco le hacía falta mucho al Rey Matador para ponerse en marcha pero la excusa de que su pueblo se viese afectado le hizo no pensar demasiado en sus juramentos y la delgada línea que existía en incumplirlos y por pequeña que fuese la amenaza no dudó en cargar con su corona, su hacha y su capa y marchar con su grupo de matadores.

-Es un grupo pequeño, apenas un centenar de escoria gobblin y aún menos orcos. - informó Tyrim al tiempo que acompañaba a Ungrim al risco desde el que se podía ver el temporal campamento organizado por los pielesverde, en él podían distinguirse varias carretas que se habían convertido en leña para varías hogueras que alumbraban la zona y una pila de cadáveres de enanos y humanos, algunos mutilados y otros directamente irreconocibles. No había evidencias de que hubiese vida más allá de aquellos salvajes. - Pero debemos acabar con ellos pronto, en el tiempo que llevamos aquí es no han dejado de seguir cayendo más basura. -

Una mueca y volvió a girarse - Situaos alrededor del perímetro, caeremos sobre ellos con la puesta del sol. - rugió la voz del Rey Enano. Sentía un profundo desprecio hacia aquellos seres infectos y un profundo pesar cayó sobre él al no atisbar, en el vistazo que echó, un ser que pudiese realmente plantarle cara. - Afilad vuestras hachas, esta noche os tocará luchar por cumplir vuestro juramento y colmar de ofrendas a Gimnir. - Exigió cuando volvió con el regimiento de Hachas de Gimnir que lo habían acompañado, un mar crestas naranjas sedientas de sangre y dispuestas a morir en el cumplimiento de su juramento.

El resto fue una historia poco digna de contar, algo que no pasara a los anales de los enanos pero que en los últimos tiempos se estaba repitiendo con demasiada frecuencia y que atisbaba tiempos oscuros, tiempos que el Rey Matador ansiaba que llegaran pero que el Rey Enano temía, las contradicciones de estar encadenado a buscar una muerte heroica y mantener la seguridad de su fortaleza y sus gentes.

Decepcionado por la corta y poco disputada batalla, miró a su alrededor, los enanos rugían enloquecidos por la victoria mientras remataban a los moribundos y perseguían a los pocos gobblins que habían conseguido escabullirse - Enterrad a los caídos, tomad lo que creáis oportuno y empalad en las entradas del valle las cabezas de esa basura, el resto dejadlo y que las fieras se alimenten de su carroña. - Comenzó la marcha aún con su monstruosa hacha ensangrentada cuando se cruzó con su lugarteniente - Manda otro informe a Thorgrim con lo ocurrido, necesito un trago de gorog. -

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Los tiempos cambian

Otoño de 2519, en un fiordo perdido, bajo el estandarte de los Skaeling…

— Gracias vidente, sé que harás lo que esté en tu mano para que los dioses posen su mirada sobre esta casa y nos otorguen su favor.

Astrid le entregó el paquete de cuero con una mueca severa. Sven no era precisamente mayor, pero hacía tiempo que la chispa de la juventud le había abandonado. Nunca había sido especialmente cuidado con sus cosas ni con su aspecto, siempre más distraído por lo que no estaba ocurriendo que por lo que tenía delante de sus narices. ¿Quizás si hubiera sido más dedicado ahora tendría fuerza suficiente para levantar una espada? ¿O conservaría alguna pieza más de su dentadura? Lo cierto es que no era precisamente como su antecesor, un viejo inmaculado, cuyos hombros llenaban las pieles de lobo gris que portaba y mantenía su cabello y barba siempre bien trenzados, al estilo tradicional de los Skaeling.

La matrona que había ayudado a la señora de los Styrbjorn también lo atravesaba con la mirada. Sabía que su aspecto no era lo único que causaba rechazo en el fiordo. Muchos de los habitantes de aquellos poblados recelaban de que un joven ajeno a la tribu hubiera conseguido ganarse tan rápidamente el favor del Gran Jarl. Tal y como Sven lo veía era una cuestión de talento, mientras que él era poseedor del Ojo Largo y podía escudriñar en el Gran Telar del Mundo su antecesor era un patán elegante con un discurso lleno de solemnidad y vagueza, es decir, un charlatán. Le gustaba pensar que esta era la principal razón por la que había asesinado al antiguo vidente, dándole un dramatismo digno de una Saga a sus actos, pero lo cierto es que había sido más pragmático que todo eso y lo había matado para tener vía libre hacia el Jarl.

El recién nacido, hijo de Astrid, lloró desde un cajón repleto de pieles y la matrona se precipitó a darle atenciones. Mientras, la dama Styrbjorn permanecía como una barrera en el umbral de la puerta, gritando con sus labios cerrados una despedida poco amistosa que Sven supo interpretar.

— Haré todo lo que esté en mi mano para que la casa de los Styrbjron siga teniendo la gracia de los dioses. Que su hijo sea tocado por los dioses.

Notó cómo algo se removía por dentro de Astrid Styrbjorn con sus palabras, pero se giró rápidamente y se marchó, apretando contra el pecho el paquete de cuero que la norse le había dado. Su marcha seguro que había sido todo un alivio para la joven dama, que como buena norteña quería tener el favor de los dioses para ella y para su hijo recién nacido, pero no era precisamente devota y cuanto menos contacto tuviese con aquel advenedizo, mejor.

Sven caminó alejándose de la casa y del puerto del fiordo. Giró la cabeza y vió cómo el Sol comenzaba a rozar los mástiles de los drakkar. Era temprano pero el otoño avanzaba con rapidez y pronto anochecería. Se internó en el bosque y continuó andando un buen rato por una senda poco marcada entre troncos retorcidos de antiguos robles y abetos.

Pronto una clara oscuridad lo envolvió, compuesta por el Sol que se escondía y la frondosidad de aquel bosque. Sacó una pequeña lámpara de aceite y pedernal para poder continuar. No tenía miedo porque sabía que nada le interrumpiría en aquella misión, pero un bosque norse tampoco era el lugar apropiado para ser el primero de los valientes.

Por fin alcanzó un pequeño claro donde una serie de rocas talladas se repartían desordenadamente, caídas y maltratadas por el paso de los siglos. Era el lugar sagrado de la aldea, con cada piedra siendo un ídolo mudo de alguno de los múltiples dioses en los que creía esa gente y el suelo y los árboles repletos de antiguos y nuevos sacrificios realizados a aquellos dioses.

Destacaba la roca del señor de la guerra Thorne, roja y negra por la sangre vertida sobre ella y con un lecho de armas y escudos que habían pertenecido a los enemigos de la tribu. En otra esquina se podía distinguir otro conjunto de rocas plagado de vísceras formando un sacrificio desagradable y grotesco. Más allá una piedra estilizada estaba rodeada de grandes cuernos de bestias desconocidas y terminando de formar un cuadrado con las demás sobre aquella tierra sagrada, se encontraba una piedra oculta entre el musgo y los helechos a la que Sven se acercaba. Se arrodilló delante de aquella piedra y dejó reposar sobre la hierba el paquete de cuero que le había dado la dama.

TzLoki, dios del engaño, del conocimiento y timonel de la rueda del tiempo, no era tan venerado como otros entre los Skaeling, un pueblo dedicado al mar y al saqueo. Sin embargo, el joven vidente sabía que muchas veces lo menos evidente es lo más importante… Los tiempos estaban cambiando, el futuro hablaba el idioma de la guerra y era muy importante que Sven mantuviera contento a aquel dios al que le debía tanto y al que pertenecía. Pero no podía contentarlo tan fácilmente, ¿la oreja de un enemigo? ¿Las vísceras de un tiburón? Eso carecía de significado para el Señor del Conocimiento, nada de eso tenía valor para TzLoki, necesitaba algo más, la verdadera faceta de ese dios era mucho más exigente. Nada tan banal aplacaría al dios.

Sven abrió el paquete y posó el contenido en la roca; el cordón umbilical del reción nacido Styrbjorn. No había mejor material para que las nornas, sirvientas de Kairos, usasen como hilo en su telar. Y así se consumó la ofrenda al dios. ¿Qué mejor sacrificio para el aquel dios que…una vida no para arrebatar sino para manipular? ¿Qué mejor regalo que poder tejer un destino? Desde luego eso contentaría al dios, al que Sven llamaba usando su verdadero nombre: Tzeentch.

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Hacía casi dos años que la mujer no pisaba la ciudad de Nuln y encontraba tranquilizador que poco hubiera cambiado desde entonces. A lomos de su corcel paseó por las calles del Bastión del Sur y no pudo evitar sentir cierta envidia de lo que mostraban y que no era otra cosa que el recordatorio de cuánto le quedaba a Averland para estar a su altura. La dama espantó aquellas sensaciones como si de moscas cojoneras se tratasen, no estaba en su mano poder elevar Averland. No en su actual posición, claro, y por eso estaba allí.

Uno de los mozos de cuadras de la Escuela Imperial de Artillería se hizo cargo de la montura mientras que la condesa se adentraba con paso firme entre las murallas de cinco metros que delimitaban el complejo. Los sonidos de disparos parecieron saludarla a su entrada si bien no había salvas allí, tan sólo prácticas; el olor a pólvora le había inundado las fosas nasales incluso antes de poner un pie dentro de la Escuela por lo que esperaba tales explosiones. En su camino hacia el muro norte pudo observar la disposición por doquier de cañones y morteros a lo largo de la muralla o en el mismo patio junto a talleres y forjas.

Al llegar al edificio de varias plantas, le presentó sus credenciales a un guardia y le dijo el motivo por el que estaba allí, permitiéndole el paso hacia las estancias en las que la esperaba Albrecht Hahnemann. Unos minutos más tarde, ante el secretario del Director de la Escuela Imperial de Artillería, la mujer se presentó.

  • Soy Marlene von Alptraun, condesa de Averland, y tengo una cita.

La figura avanza con paso renqueante entre las calles del pueblo bajo la huidiza mirada de los vecinos quienes, en su mayoría, la observaban desde ventanas con los visillos echados. La mujer no podía evitar hacer una mueca de dolor y llevar su mano al costado donde una oscura mancha granate se había formado; aún en las sombras que proyectaba su sombrero de ala ancha, se podían observar sus ojos cansados.

Ejerciendo fuerza con el peso de su cuerpo empujó la puerta de la única taberna del pueblo y entró dando un portazo tras ella, buscó con la mirada una mesa vacía, algo fácil, que le permitiera tener a la vista la entrada y se sentó dándole la espalda a la pared. Con un ademán pidió al tabernero que se acercara y este, de mala gana, obedeció para tomar nota de lo que quería la recién llegada para después dejarla de nuevo a solas.

Los parroquianos le echaron un vistazo poco disimulado pero cuando ella parecía que notaba los ojos puestos sobre ella, pronto devolvían sus miradas al fondo de sus sucios vasos. A nadie se le escaparon las pistolas, la espada, la tensión en sus hombros y el desafío en su pose. Sabían lo que era y por ello la querían lejos. Su presencia allí no era bienvenida por todo lo que conllevaba, lo bueno y lo malo, porque había mucho más de malo que de bueno.

Cuando el posadero volvió con una jarra y un mendrugo de pan negro, ella le sujetó la muñeca antes de que se retirara y levantó su rostro para mirarlo a los ojos.

  • Decidle al burgomaestre que Else Sigloben, Cazadora de Brujas, quiere verle.

El barón paseaba entre sus hombres con paso decidido tamborileando con sus dedos sobre la empuñadura de su espada, algunos dirían que estaba contento por ello pero los que lo conocían mejor sabían que eran nervios o, al menos, expectación. Sus hombres de más confianza sabían que había enviado a varios exploradores a perseguir un rastro y que tenía puesta esperanzas en esa pista. Los soldados estaban descansando a la esperas de nuevas órdenes; unos jugaban a los dados, otros bebían y charlaban con las mujeres que les acompañaban en sus idas y venidas por Averland, no faltaban los que dormían y mucho menos los que examinaban y ponían a punto sus armas, armaduras y pertrechos. Era un ejército de lo más variopinto y su líder los conocía a todos por su nombre y apellidos, a pesar de su aparente seriedad y amargura, era capaz de ganarse la lealtad de sus hombres por los actos más sencillos, por su campechanía y, de momento, porque pagaba.

Un rumor comenzó a escucharse en el borde del campamento y poco a poco los soldados fueron levantando la mirada conforme tres exploradores, dos hombres llevaban a rastras a un segundo pielverde cuyas magulladuras lo indicaban como alguien que no estaba de acuerdo con su presencia allí. Cuando llegaron ante el líder, lo empujaron de un puntapié y el goblin dio con su cara en el albero, añadiendo alguna raspadura más. El prisionero, pues no era otra cosa, levantó su cabeza como pudo y se cubrió los ojos con el antebrazo ante la luz del sol, después hizo acopio de algo de valor y escupió a los pies del barón. Sin prestar atención al esputo, el hombre lanzó una patada sobre la cara del goblin y lo dejó bocarriba y jadeando, gruñendo y maldiciendo.

  • Mi nombre es Otto Kreiglitz y tú, escoria, me vas a decir dónde están escondidos tus compinches.

El Director Albrecht Hahnemann se atusaba el bigote mientras la condesa tomaba asiento; el hombre apoyaba una mano sobre su henchido vientre y tenía aspecto de cansado pero Marlene podía ver un brillo en sus ojos que indicaban lo contrario a pesar de las oscuras bolsas que lo rodeaban. El director ni siquiera le dio los buenos días sino que se limitó a esperar que su invitada tomara la palabra; esta, por su parte, no se ofendió ni dio muestras de desagrado: ella tampoco era la persona más hospitalaria del mundo. Tras varios segundos en los cuales se limitaron a mirarse el uno al otro, Marlene terminó por romper el silencio.

  • Le agradezco que me haya podido concertar una cita, Director, apenas hace unos meses que la solicité.
  • Soy un hombre ocupado, - dijo él en alusión a la ironía de la condesa. - Pero entiendo que no era urgente pues en caso contrario no dudo que se habría presentado aquí incluso sin invitación. Su fama le precede, condesa.

Ella asintió lejos de sentirse ofendida pues aquella fama se la había ganado a base de mostrarse tal y como era: inflexible y dura como el hierro. Marlene sacó un sobre de su pechera y lo dejó sobre la mesa.

  • Esto es una petición formal y por escrito para la Escuela Imperial de Artillería solicitando un Maestro Artillero para servir en Averland.
  • Veo que va directa al grano, mi señora. - El tono del director no era en absoluto insultante sino un reconocimiento de que era de su agrado. - Sin embargo, he de decirle que podría haberla enviado por correo sin necesidad de desplazarse.
  • Soy de las que prefiere tratar los asuntos de mayor importancia personalmente. Además, envié una carta igual hace meses y no obtuve respuesta. Supongo que se perdería por el camino.

Los dos se miraron a los ojos, midiéndose. La condesa no estaba acusando al director de haber hecho caso omiso de su petición pero el hecho de que él hubiera recomendado el correo ordinario indicaba que confiaba en el mismo, por lo que solo cabía suponer que la carta desde Averland había sido ignorada.

  • ¿Puedo preguntar quién firma la petición, condesa?

Marlene von Alptraum se tomó unos segundos para responder para poder dotar su voz de toda la dignidad y poder que pudiera.

  • Yo misma.
  • Ya veo.

Albretch cogió la carta y no hizo ni el ademán de leerla, lo que confirmó a la condesa de que ya había recibido la primera misiva en su día y que la ignoró. Aquella la enfureció y no pudo evitar que sus labios se convirtieran en una fina hendidura en su severo rostro.

  • Lamentablemente la Escuela Imperial de Artillería no puede proveer de Maestros a cualquier noble que lo solicite, no sólo por falta de los mismos para poder atender a toda la demanda que habría en tal caso, sino porque hay instancias superiores que así nos lo dictan.
  • No la pido en mi nombre, Director Hahnemann, la hago en nombre del Condado de Averland.
  • Pero vos no sois Condesa Electora. No tenéis la autoridad para pedir algo en nombre de todos.
  • ¿Acaso eso le importa a los pielesverdes que amenazan el Paso del Fuego Negro, Director?¿Creéis que ellos esperarán a que haya un Conde Elector en Averland para atacar? No hay honor entre esa escoria y no se la espera. Lo que pido no es para mí tan siquiera, ¡hablo de los hombres y mujeres de Grenzstadt!

La condesa acompañó sus últimas palabras con un golpe seco en la mesa lo que provocó una mueca en el rostro del Director. Marlene no se tomó la molestia de pedir perdón por el exabrupto y él no le dio más importancia.

  • Sentaría mal precedente si accediera a vuestras demandas por muy justificadas que estén. Debéis comprenderlo.
  • Y vos, Director, debéis entender que haré lo que tenga que hacer para defender el condado. Si no lo encuentro aquí, será en otro lugar. O de otra forma.

Por unos minutos el silencio se adueñó del despacho, sopesando cada uno las palabras allí pronunciadas. Y las que no se dijeron.

  • Estudiaré su solicitud, Condesa Marlene von Alptraum. Ahora, si me disculpa, tengo mucho que hacer.
  • Le agradezco su tiempo, Director Albretch Hahnemann.

Dicho aquello, se despidieron formalmente y la averlandesa dejó la habitación con paso firme. En ese momento, alguien dejó las sombras de unas cortinas al fondo de la habitación y se sentó en la misma silla que había ocupado Marlene instantes antes.


Un hombre chato, de hombros caídos pero recios, entró en la taberna e hizo una señal al dueño quien le respondió con un gesto apuntando hacia Else. El burgomaestre se fue directo hacia la mesa donde la Cazadora y se sentó frente a ella sin pedir permiso.

  • Me habéis hecho llamar - dijo sin más preámbulos.
  • Solo si sois el burgomaestre.
  • ¿Quién iba a ser si no?¿Creéis que alguien querría sentarse aquí de buena gana? - El hombre hablaba sin tapujos e irritado, pero adoptó un tono más suave cuando se dio cuenta de lo que había dicho. - Quiero decir que nadie quiere hacerse con las cargas de un burgomaestre en estos tiempos.

Else sonrió de medio lado y el hombre no supo cómo interpretarlo por lo que el enfado le volvió, suspirando, más bien gruñendo, para indicar que no quería perder el tiempo.

  • ¿Y bien? Aquí me tenéis. Podéis interrogarme.
  • ¿Interrogaros?¿Por qué iba a hacer yo tal cosa?
  • Porque sois una Cazadora de Brujas. Porque eso es lo que hacéis. Soy un hombre pío y no os temo, pero tenéis a todo el pueblo aterrado. Vuestro apellido os precede, mi dama.

Else se envaró ante la mención de su madre, pues a ella se referían. Era imposible escapar del pasado, para bien o para mal. La Cazadora intentó relajar los hombros y cogió la jarra de cerveza aguada para intentar disimular.

  • Soy una Sigloben, en efecto, pero esa es la menor de vuestras preocupaciones. No he venido en busca de nadie de este pueblo, burgomaestre, pero sí de alguien que se esconde en el mismo. ¿Habéis visto a forasteros últimamente?

El hombre se recostó en su silla aparentemente más relajado; la miró de arriba a abajo dando a entender que ella era, mismamente, una forastera para después dejar a un lado el tono despreocupado y centrarse en lo que la Cazadora tenía entre manos.

  • No. Al menos que yo sepa.- Pareció meditarlo unos segundos y añadió algo más. - No que se hayan quedado, quiero decir. Hace menos de una semana una pareja de comerciantes cruzaron el pueblo pero no hicieron noche, tan solo tratos. Con los Klaump.

Else se dio cuenta que el burgomaestre era un hombre listo ya que añadió el detalle antes de preguntarlo. Le demostró con un asentimiento de que estaba satisfecha con la información, sacó una moneda para pagar la cerveza y se levantó con esfuerzo, emitiendo un quejido al hacerlo. El burgomaestre la miró con ojos inquisitivos pero se abstuvo de hacer comentario alguno, si ella no pedía ayuda él no se la iba a ofrecer. Tampoco hablaron sobre los Klaump.

Else dejó la taberna tal y como llegó dejando tras ella al tabernero y al burgomaestre mirándose con tensión. Ninguno se dio cuenta de que uno de los clientes se levantó y fue en pos de Else.


El barón acarició la testuz de su caballo, Manuel, antes de de volver su atención hacia el goblin que estaba a sus pies, en el centro de un corrillo hecho por hombres parte de su ejército, de los cuales pocos prestaban realmente atención al prisionero. Solo Otto fruncía el ceño en señal de que se tomaba en serio, muy en serio, aquello.

  • ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en el castillo Kreiglitz?
  • ¿Qué?

El barón lanzó una patada que levantó al goblin un par de palmos del suelo. Después se miró la bota como el que hubiera pisado una mierda.

  • ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en el castillo Kreiglitz?
  • ¡No zé qué es el caztillo Kriliz!¡Argh! - El goblin se hizo un ovillo preparándose para un nuevo golpe que, finalmente no llegó.
  • Mira este escudo - dijo el barón señalando su pecho donde el emblema de los Kreiglitz se dibujaba. - ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en un castillo con esta bandera?

El pielverde se quedó pensando, no porque fuera muy listo sino porque sabía que su vida, por miserable que fuera, dependía de una buena respuesta. Se pasó el antebrazo por su ganchuda nariz sorbiendo mocos y sangre, y sin levantarse levantó cuatro dedos de su mano.

  • ¿Cuatro días?

Un ballestero tileano soltó una risotada que tuvo que acallar ante la severa mirada de Otto. Estaban a mucho más de cuatro días del castillo por lo que aquella respuesta no le valía. El barón desenvainó su espada y el goblin empezó a gimotear.

  • No lo zé, no lo zé, no he eztado allí. Pero zé quien eztuvo porque tiene una capa con eze dibujo. ¡No me matez!

Otto Kreiglitz envainó su arma y miró al goblin para después darse la vuelta. Miró a los cazadores de Stirland y les ladró unas órdenes.

  • Que os lleve hasta su grupo. El resto, prepararos para una escaramuza.

Los hombres del barón comenzaron a levantar el campamento, en desorden y con cierto caos; no actuaban como uno solo sino que cada grupo lo hacía a su manera. Allí, tileanos, reiklandeses, averlandeses e incluso ogros formaban grupos separados y hacían las cosas a su manera, ni mejor ni peor. Pero antes de una hora el ejército al completo estaba en movimiento encabezado por su líder.

Al dejar atrás la explanada, de entre unos matorrales emergió una figura achaparrada y de piel verde oliva que partió en dirección contraria a los soldados con la premura de quien tiene el tiempo en contra.


  • ¿Pensáis acceder a su demanda, director? - preguntó el hombre con cierta sorna.
  • ¿Por qué no debiera hacerlo, barón? - contestó Albretch con frialdad sin entrar en el juego.

El averlandés se movió incómodo en la silla pero pudo recomponerse rápidamente; esperaba más complicidad por parte del director pero él, Kastor Letidorf, tenía más tablas en cuanto a intriga y duelos dialécticos por lo que tendría que reconducir la conversación a su terreno.

  • Mi familia ha hecho grandes donaciones a su Escuela, director.
  • Y os enviamos un Maestro Artillero, mi señor. Todos lamentamos su muerte junto a vuestro tío. La condesa Marlene von Alptraum también ha hecho una donación a esta Escuela, ¿por qué creéis si no que la he recibido?

Kastor se quedó pensativo, suponía que la von Alptraum había comprado su invitación pero no estaba seguro hasta que pudo confirmarlo a través de Albretch y por ello sacó el tema de las donaciones a colación.

  • Sois un hombre ocupado, director, y no os quiero robar más tiempo - dijo el barón a modo de despedida usando casi las mismas expresiones que en el adiós de Marlene. - Yo también tengo cosas que hacer, además, debo visitar la universidad de Stressen, por ejemplo.

El director de la Escuela Imperial de Artillería era suficientemente inteligente como para captar unas notas de amenaza en aquella referencia a la universidad averlandesa pero no acababa de comprender qué podía temer de la misma. Por ello se limitó a hacer un gesto a Kastor Leitdorf y despedirlo así.


El hombre trastabilló justo antes de entrar en la casa de los Klaump, donde entró sin llamar tan siquiera. Al hacerlo de forma abrupta fue recibido por un puñal en el cuello y una callosa mano en la boca que le impedía gritar. El intruso se revolvió y se deshizo, o más bien le permitieron deshacerse, del agarre.

  • ¡Esa perra lo sabe! - dijó con los labios apretados. - ¡Viene a por nosotros!

Una mujer salió de la cocina y se limpió las manos en el delantal; su expresión era amarga y en sus ojos había malicia suficiente como para que el recién llegado se encogiera.

  • Mejor - dijo ella. - En su estado podremos quitárnosla de encima fácilmente.
  • No entiendo.
  • Claro que no entiendes, estúpido. ¿No viste cómo se movía? Está herida, lo sabemos porque encontramos a Markus y Greta muertos anoche. Y había sangre en sus armas, sangre de la Cazadora.

El hombre del puñal miró por la ventana y volvió a correr el visillo cuando la luz de la habitación de la posada donde iba a pernoctar Else se apagó. La tenían controlada y justo donde querían.

El asesino hizo una señal a la mujer y esta se la devolvió.

  • Llamad a los demás. Vamos a terminar con esto.

Una hora más tarde un grupo formado por cinco figuras comenzó a recorrer la calle que llevaba a la posada. Llevaban armas cuyos filos reflejaban la luz de la luna - con símbolos blasfemos algunas - indicativo de las intenciones que llevaban.

A varios metros de la puerta, Else emergió y los encaró con una actitud que indicaba que los esperaba. La cocinera avanzó y le apuntó con una hoz de terrible aspecto.

  • ¡Hasta aquí has llegado, Cazadora! Sabemos que estás herida y nosotros somos más. No debiste perseguirnos. Si te arrodillas, te prometo que será rápido.

Por toda respuesta Else sonrió, se tocó el ala del sombrero y entró en la taberna cerrando la puerta tras de sí. El grupo de la calle tardó varios segundos en reaccionar pero cuando la mujer que lo lideraba gruñó, se puso en movimiento.

Sin embargo, no dieron cuatro pasos cuando varias figuras encapotadas salieron de entre las sombras de las casas aledañas. Todas a una levantaron sus manos y encañonaron a los asesinos con sus pistolas.

  • ¡Es una trampa!

La mujer no pudo decir más, o si lo dijo, se perdió entre las explosiones de las pistolas que tronaron hasta diez veces y nublaron la calle con el humo de los disparos. Instantes después los Inquisidores avanzaron sobre los heridos y los remataron con sus hojas antes de que pudieran recomponerse siquiera. Fue tan rápido como eficaz, los cultistas murieron sin posibilidad alguna de hacer nada. No esperaban a la Inquisición averlandesa. Nadie lo hace.


  • Zeñor, los humanoz zaben donde eztá Krukkuk y van a por él.

Un enorme orco que se sentaba en lo que había sido el salón de audiencias del Castillo Kreiglitz; a sus pies un trasgos que jadeaba le llevaba noticias que, de momento, no le impresionaron lo más mínimo.

  • Ezo ez bueno. Zi lo matan ez que no era fuerte y yo no quiero débilez aquí. Y zi zobrevive, lo mataré yo por dejarze cazar, no quiero torpez aquí.

Acompañó sus frases con una risotada que obtuvo su eco en el resto de pielesverdes que pululaban por el castillo, unas porque compartían el pensamiento de su líder y otros porque lo temían. El goblin que llevó la noticia se sintió un estúpido por haber estado corriendo durante varias noches para poder advertir a su líder y aprovechó que el orco no miraba para quitarse de enmedio; quizás a su caudillo no le importaba o no temía a los humanos, pero él había visto los cañones y los ogros por lo que prefería hablar con los otros goblins para prepararse. Solo por si acaso.

A varias jornadas del castillo una fila de orcos caía abatida ante los disparos de un tren de cañones de artillería. De entre el humo de los cañones emergieron hombres con espadas, alabardas y hachuelas que se movían de forma casi tan caótica como los orcos y goblins a los que se enfrentaba; los pielesverdes que sobrevivieron a los proyectiles recibieron una andanada de virotes cortesía de unos ballesteros tileanos apostados en una formación ciertamente defensiva. Aún así el choque entre ambos bandos se produjo y hubo gritos, ayes e incluso vivas por parte de humanos y orcos; la escaramuza, aún así, estaba claramente decantada por parte de los hombres que contaban con mayores números y mejor armamento. En menos de una hora los pocos pielesverdes supervivientes que huían eran perseguidos por caballeros bretones que los ensartaban en sus lanzas.

Un veterano de Drakwald se acercó hasta la posición del barón y arrojó a sus pies la cabeza del líder orco. Otto Kreiglitz no parecía contento; aunque habían acabado con un peligro para aquellas tierras, sabía que ellos no eran los que mancillaban su hogar ancestral, eran pocos y mal organizados. Fue una amarga victoria. Debía seguir con su misión.

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– Hacía muchos años que no llegabas a estas tierras.- El Señor del Mar Aislinn había perdido hacía ya mucho la necesidad de guardarlas formas hacía el Señor del Conocimiento, Teclis. Sin duda él había sido el elfo que más veces había pedido de sus servicios para viajar a lo largo de todas las colonias que quedaban, desperdigadas por el Mundo.- ¿Que ves ahora?- Lo decía mientras las naves se acercaban al puerto de Sith Rionnasc’namishathir.

– Solo posibilidades. Nada cierto. Todo es una madeja y Lileath, al menos de momento, no ha querido enseñarme el camino con claridad.- El, seguramente, ser con mayor capacidad mágica de todos se encontraba observando como allí, a pocos metros ya, se encontraban los estandartes del clan Aisellion, también de los Lianllach y los Tallaindeloth y por último los Ulliogtha.

Aquel era el último bastión de los elfos en lo que llamaban Viejo Mundo y había servido bien a su propósito. Los asuntos de los hombres no habían sido discusión por muchos en Ulthuan, pero algunos si deseaban saber de ellos, como Teclis. Ya, hacía muchos años, fundó los llamados colegios de la magia en aquel Imperio en un momento de delicada necesidad. Ahora era el momento de volver a esa tierra. Llevaba a pocos consigo por mucho que hubiese dado a conocer la necesidad de la participación de los elfos de Ulthuan. No se quejó y simplemente tomó aquello que le fue dado. Aún así creía que todo se le podía escapar de las manos como agua entre los dedos.

– Si poco ves, mucho he de preocuparme.- Aislinn pasó de largo dispuesto a preparar el amarre de los barcos en los puertos que querían parecerse a los de Ulthuan. En un momento de su movimiento, Aislinn pensó que aquello era patético. Aquel intento. Pero pronto no tuvo tiempo para pensar en mucho más.

El Archimago mantuvo la vista aún con lo dicho por el Señor del Mar…pero entonces escuchó algo. Una voz. Lejana. Provenía del sur y sus orejas lo captaron. Era una voz de mujer. Y le estaba susurrando algo. No supo si confiar en ella o no. Aún así su petición le desconcertó.

Búscame.

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“— …Y no dudéis, mis señores, de que si perseveramos en nuestros esfuerzos y nuestra fe en Sigmar es fuerte… llegará un día en que contemplando el mapa del mundo de los hombres no veremos el mundo, veremos el Imperio.

Y era tal la fuerza y convicción con la que el emperador Magnus terminó su discurso, que no hubo un alma en la Volkshalle que no pudiera dudar de que aquel hermoso sueño que se había perseguido con tanto ahínco por más de dos milenios estaba, al fin, al alcance de la mano. Todos se alzaron de la comodidad de sus asientos para aplaudir y vitorear con júbilo tan bella visión que habíase deslizado por sus oídos.”

Karl Franz cerró el libro bruscamente. «Suficiente historia edulcorada por hoy». Por lo general gustaba de montar a caballo, de sentirse contemplado por sus súbditos, pero hoy acompañaba a su hijo Luitpold en una visita al Colegio Imperial de Ingenieros y había optado por la litera. La litera tenía sus ventajas, daba cierta comodidad y podía permitirle el lujo de la lectura. Por otra parte, esta le aportaba la intimidad que deseaba para poder hablar con él sin tapujos, de padre a hijo, de señor a heredero.

Decidió correr la cortina para relajar la vista y ver qué ambiente había por las calles. Un sol clemente había bendecido Altdorf con un cielo azul claro y despejado de nubes. Y los altdorianos aprovechaban para disfrutar del día y del trabajo fuera de sus techos. La litera estaba ya a mitad de camino de su destino, pasando por un extremo de la Plaza de los Trovadores.

En la misma, una multitud se había reunido sin ningún motivo aparente bajo la estatua de Guy de Khâtelet, un famoso trovador bretoniano de los tiempos previos a la Muerte Negra, famoso por sus cantares de gesta. Un sexto sentido alertó al Emperador, ya había sido testigo en un par de ocasiones del mismo suceso: no podía tratarse sino del infame señor al que toda Altdorf conocía como el cofrade de Sigmar. Como de costumbre, sus cuatro acólitos le franqueaban, y con la vista clavada en el cielo, sermoneaba en un lenguaje que no siempre resultaba coherente.

¡¡COFRADES A LA CALLE!! —la atronadora voz llenaba la plaza, no había rincón que escapase a tal grito de guerra— ¡¡A LA CALLE, OS DIGO YO!! ¡HOY SON LAS FECHAS SEÑALADAS PARA SACAR LOS PASOS, LAS MISAS DE UNBERÓGENOS, DE ESCUCHAR HOMILÍAS! ¡PUES TAL DÍA COMO HOY MAGNUS EL PIADOSO ENTRABA VICOTORIOSO EN ALTDORF TRAS SU CAMPAÑA TRIUNFANTE EN KISLEV…!

No todos compartían su entusiasmo, claro. Algunos vecinos, que llevaban ya tres días seguidos aguantando sus sermones, no estaban de buen talante para asistir a otro. Y así se lo hicieron saber.

¿¡Por qué no te vas a tocar los cojones a otra plaza, so cabronazo!? —espetó un vecino especialmente malhumorado.

¡SIRVERGÜENZA! ¡ELFO SODOMITA! —le siguió una voz femenina. Tal vez, su mujer.

… ¡MAGNUS NOS SALVÓ DE LAS HORDAS DEL CAOS, PERO DEBEMOS ESTAR SIEMPRE ALERTAS! ¡SIEMPRE ALERTAS! —el cofrade de Sigmar ignoraba los insultos y seguía con sus tribulaciones—. ¡DEBEMOS DE RECORDAR Y NUNCA OLVIDAR…!

Karl Franz ya había visto suficiente. Cerró la cortina de su litera y volvió a dirigir la atención a su hijo.

Diría que dentro de poco van a llover piedras —sentenció con tranquilidad el Emperador.

¿Cómo es que la Guardia Imperial no ha arrestado aún a semejante lunático, Padre? —su hijo negaba con la cabeza, era algo que no terminaba de entender— Raro es el mes que no hay incidentes alrededor de su persona… No me creo que el culto de Sigmar lo tenga bajo su protección, a pesar de su fanatismo y devoción. No les gusta tener alborotadores.

En ocasiones, los mayores imbéciles resultan ser más listos que los que se ríen de ellos. Está a sueldo de los Schwarze Rosen1 —aclaró el Emperador—. Ni te imaginas la cantidad de cosas que puede ver una persona que patea Altdorf día tras día. Pero dejemos de hablar de personajes vulgares —comentó al tiempo que alzaba el libro que tenía en sus manos—. No está haciendo mal trabajo Gottfried Luther con estas Crónicas Nacionales, aunque este exceso de grandilocuencia resultará risible para algunos de nuestros nobles… lo sustancial es que quede claro el mensaje a transmitir.

Creo que tienes mucha esperanza en ese proyecto, Padre —Luitpold cabeceó, dubitativo—. Es demasiado ambicioso, y seguro que algún Emperador ha albergado antes tales esperanzas. Pero a día de hoy, nadie lo ha conseguido…

La tengo porque la necesidad es real —Karl Franz depositó el ejemplar de Crónicas Nacionales sobre su asiento—. El Imperio necesita héroes y símbolos sobre los que congregarse y arroparse cuando las malas épocas lleguen. Y llegarán, no te quepa la menor de las dudas —se lamentó el Emperador con un suspiro—. No podemos permitirnos el lujo de que un Emperador débil ponga en riesgo la supervivencia del Imperio, otra Era de los Tres Emperadores podría suponer el fin. Tenemos que crear un relato que trascienda las épocas. Pero llevará tiempo, mucho tiempo —el Emperador se cruzó de brazos—. Deberás continuar con mi obra, hijo mío, y los que te sigan detrás de ti harían bien en hacer lo mismo; hasta que desde Norland hasta Wissenland, un joven pueda mirar atrás en el tiempo y contemplar a Mandred Mataskavens o a Magnus el Piadoso no como simples gobernantes de otro principado, si no como compatriotas y ejemplos a seguir. Es la idea de legado, de un legado común a proteger y preservar; que entregar a las futuras generaciones para luchar contra el Caos y sus sirvientes. Si seguimos perdiendo el tiempo en inútiles disputas intestinas, ¡que Sigmar nos proteja!

¿Y qué hay de la religión? ¿En qué entra el decreto de Volkmar en todo esto? —Luitpold entendía al vuelo los razonamientos de su padre y planteaba preguntas sagaces sobre los mismos, el Emperador comprobaba satisfecho que la exigente educación que le había dado al joven estaba dando sus frutos—. Mucha gente no entenderá ni aceptará ese ataque a sus fueros. Algunos os tacharán de intolerante, de fanático, acaso.

No soy un devoto, bien lo sabes, pero la religión es un arma muy poderosa. Permite al vulgo obtener respuestas sencillas a cuestiones harto complejas, y da cobijo y arropa al que no tiene nada a lo que agarrarse. Y también ayuda a crear el relato que necesitamos. Cuando el Caos y sus hordas caen sobre este rincón del mundo y quiebran estados y familias, es la religión lo que pervive, la última línea de defensa: lo único que queda para seguir luchando. Sigmar es el culto que tiene mayor presencia en el Imperio; si fuera Ulric, o cualquier otra divinidad local de las que hay en nuestras tierras, a ellos habría otorgado primacía sobre otros. No tengo poder efectivo que regular a qué dios se reza en cada hogar, ni tampoco lo necesito, pero de cara al público, en las calles, en los espacios compartidos, solo puede haber, en el largo plazo, una sola religión; una argamasa que una a los distintos pueblos de nuestro gran país.

Supongamos que todo va según lo establecido —Luitpold todavía no terminaba de ver claro todo aquello—. ¿Qué pasará si a tu muerte no salgo elegido? El sucesor podría deshacer tu obra. Todo habría sido en vano. Y sabes de sobra que mi elección no está asegurada, a pesar de que el título haya recaído sobre nuestro linaje este último siglo…

Todo sería más fácil si tu elección estuviera asegurada, no cabe duda —admitió el Emperador—. Claro está que plantear ese futurible es un absurdo. Permíteme en todo caso aleccionarte con una pequeña reflexión. Leí en su tiempo un ensayo del monseñor Schmidt en el que defendía la monarquía electiva como la más refinada forma de los gobiernos.

» Convengo con el monseñor con que en teoría es el sistema ideal. Pero en la práctica, el gobierno de las multitudes suele ser el gobierno de la ignorancia. Una chusma que sigue siempre al encantador que más le promete. Contra eso, solo un monarca que ciñe el poder desde su nacimiento puede imponerse. El que es elegido por la chusma se debe a la misma, pero un monarca está por encima de todos ellos. Un noble de baja cuna puede ser pobre y dejarse llevar por la tentación, pero un rey, puesto que lo tiene todo, no desea nada. Una mayor obligación, además, recae sobre los reyes por ceñir la corona desde la cuna: la obligación de defender su propio honor. Que es el honor de sus antepasados, y de los que lo deben de suceder. Los condes de Reikland no somos reyes, pero llevamos el título desde que nacemos y nos ceñimos a estos preceptos.

» Soy realista, en todo caso. Sé que hay cosas que lamentablemente no pueden cambiarse. Demasiada labor para un hombre tan insignificante, comparado con el propio Sigmar. Pero no quiero ser un Emperador más que pudo hacer algo por cambiar las cosas a mejor y se quedó de brazos cruzados. Quién no arriesga, no gana. Si a mi muerte no puedes continuar mi trabajo en el Imperio, hazlo en Reikland y asegúrate de que te sucedan otros que puedan seguir cumpliendo ese sagrado deber… y que puedan ser elegidos eventualmente Emperadores. Es más fácil seguir un camino que ya ha sido trazado con anterioridad. Si planto semillas, siempre quedará la esperanza de que más adelante terminen germinando.


1 división de élite de los espías del Emperador en Altdorf de la que poco o nada se conoce más allá del Emperador, su heredero y los que trabajan con ella.

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