Rompedora de cadenas

Daenerys había ordenado hacer un alto a su ejército a tres leguas de Mantarys. Mucho tiempo pasaría para que la ciudad recuperase su antigua gloria, puesto que los astaporis la habían dejado en los huesos. Tal vez fuera lo mejor, porque era una ciudad que no debía ni estar en pie, crecida a la sombra de las tierras condenadas de la península valyria y de sus vientos malditos. La siniestra reputación de la ciudad no era infundada, Mantarys había albergado horrores y Daenerys los había visto de primera mano, sus magos, descendientes en pericia y crueldad de aquellos que ostentaban poder en la Antigua Valyria, seguían practicando magia de sangre sobre esclavos y criminales de la peor calaña para conseguir híbridos de bestia y hombre y otros horrores. Habían encontrado a sus desgraciadas víctimas en los calabozos de una construcción conocida como la Torre Escarlata, al parecer, reservada para los malvados hechiceros de Mantarys. El esclavista astapori Kraznys mo Nakloz estaba maravillado ante aquellos seres deformes y grotescos y afirmaba que podría conseguir miles de aúreos de oro vendiéndolos a sus colegas de vuelta a casa. Dany habría preferido matarlos a todos y darles el don de la piedad, pero le dejó hacer al astapori. A fin de cuentas, había llegado a un acuerdo, y la palabra de un dragón valía tanto como el oro. El precio por haber conseguido un ejército propio era Mantarys.

Los avariciosos astaporis habían cargado de cadenas a todos los que juzgaron que podían llevar de regreso de vuelta a casa con cierta seguridad. La joven reina se había limitado a tomar todo el oro y la plata de la que había podido hacer acopio para pagar a sus mercenarios; pero había priorizado la toma de provisiones, aún quedaban decenas de leguas de camino a Volantis y no tenía pensado que la inanición diezmase a sus fuerzas. Ese era el precio de Daenerys y la consecuencia directa de haber seguido las palabras de Ser Jorah Mormont al pie de la letra.

Skahaz mo Ullhor, el comandante en jefe astapori, se había despedido de ella deshaciéndose en alabanzas y afirmando que se aseguraría de que en las ciudades ghiscarias el nombre de Targaryen fuera visto con buenos ojos. También le había asegurado que esperaban poder seguir realizando negocios con ella, y que nadie mejor que los astaporis para hacerse cargo de los esclavos que tuviera a bien mandarles. Dany se despidió de ella de manera cordial y se apresuró a tomar el cetro de la arpía, que atestiguaba que ahora era dueña de todos los Inmaculados que habían partido con ellos. En su fuero interno deseaba no tener que volver a ver al astapori en la vida. Los detestaba, a todos ellos, detestaba su avaricia, su hipocresía, sus ridículos peinados y sus mezquinas costumbres.

Dany había ordenado a los Inmaculados formar pues tenía un anuncio importante que hacerles. Los soldados esclavos obedecieron sin rechistar y se desplegaron sobre el Camino del Demonio en perfecta formación de combate. Daenerys los contemplaba maravillada, nunca había visto a unos soldados tan disciplinados, la precisión de sus formaciones parecía de otro mundo.

Inmaculados, ¡oídme bien! Hoy es un día especial en vuestras vidas. ¡Yo os libero! Ningún hombre tiene que postrarse ante otro. Ningún hombre nace esclavo. Sois hombres libres, siempre lo habéis sido. Y lo sois porque la libertad es el estado natural de los hombres. El que quiera irse ahora, puede hacerlo. Mi palabra le doy de que no sufrirá ningún daño.

Dany hizo una pequeña pausa mientras cabalgaba con su plata entre los diversos batallones de Inmaculados. Tiró el cetro de la arpía al suelo, símbolo físico que marcaba su condición de propietaria de aquellos soldados. Se alzaban todos como silenciosas estatuas de piedra inamovibles, pero notaba sus ojos clavadas en ella.

Mi intención es marchar a Volantis y liberar de sus cadenas a todos los que sufren bajo el yugo de la esclavitud. Si miran atrás en la historia, verán a soldados que luchan por oro, por mujeres, por algún otro tipo de botín. Luchan por tierras, por poder… porque los anima un rey o porque les gusta matar. Nosotros estamos aquí por algo nuevo. Somos un ejército que va a luchar para liberar a otros hombres.

» ¡Inmaculados! Yo os pregunto, ahora, como hombres libres que sois. ¿Me seguiréis en el camino hacia Volantis? ¿Me ayudaréis a liberar a todos los esclavos que allí viven? ¡Y os preguntaré más, Inmaculados! ¿Me seguiréis aún más allá, a través del Mar Angosto, al fin del mundo si cabe, para liberar a los pueblos que allí moren?

Su discurso fue recibido en silencio, pero pronto empezó a sonar el sonido de las lanzas chocando contra el suelo. Al principio fueron unas pocas, pero más y más se fueron uniendo, hasta ser miles, un clamor sin palabras que manifestaba su apoyo tácito a la reina. «Ya tengo mi ejército, volantinos. Voy a por vosotros. Y los siguientes son los Perros del Usurpador», pensó, exultante. Tenía todo lo que había deseado tener desde que era una niña, ahora era una reina digna de tal nombre, con poder real. Tenía un ejército, tenía oro, y tenía dragones listos para la batalla. Y pensaba empezar a cobrar las deudas que había pendientes.

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Un sol de justicia caía sobre la Plaza Roja de Volantis, pero Qarro Vanitorys estaba ya acostumbrado. Era ciudadano libre por derecho de sangre de Volantis, había vivido allí toda la vida y sabía lo que era sufrir bajo el duro calor húmedo. Era capitán de una compañía de ballesteros del ejército de la Triarquía, y había sido movilizado para aplastar una insurrección que había estallado la mañana anterior, al parecer, orquestada por el Sumo Sacerdote Benerro y los seguidores del Señor de Luz. El Sumo Sacerdote había proclamado que no reconocían la autoridad de un gobierno que oprimía con la losa de la esclavitud a sus fieles y había proclamado la libertad de toda Volantis y la salvación eterna para quienes le siguieran.

En lugar de pasar a la acción, los rebeldes se habían limitado a ocupar la Plaza Roja, a la sombra del inmenso Gran Templo Rojo de R´hllor, de la que tomaba el nombre. Además de la Mano de Fuego -los propios guardias con los que contaba Benerro- dos compañías de los Capas de Tigre de la guardia de la ciudad se le habían unido, con lo que sumaban cerca de tres mil hombres armados. Ante la llegada de los hombres de la Triarquía se habían dispuesto en perfecta formación de combate. Los dos ejércitos se observaban en tensa frialdad de los extremos opuestos de la plaza, y esperaban en silencio los resultados de las negociaciones, que se alargaban por horas entre los emisarios de ambos ejércitos. Muchos civiles se arremolinaban alrededor, la mayoría, imprudentes curiosos por ver cómo acababa todo el asunto, pero Qarro no dudaba de que también había simpatizantes de uno y otro bando que se unirían a la reyerta cuando esta estallase.

Parece que pintan bastos, capitán —intervino el cabo Ellyos al ver como el general Aelor Vindaryon regresaba a sus filas tras hablar con los rebeldes por tercera vez. Ellyos y Qarro se conocían de toda la vida, entre ellos no había lugar para los formalismos, a pesar de la diferencia de clases entre ambos, ya que Ellyos era esclavo—. No hay acuerdo.

En lugar de luchar contra nuestros enemigos, nos damos muerte entre nosotros. Los dothrakis de Khal Pono deben de estar muertos de risa.

Por lo que el capitán sabía, el gobernador de Selhorys había solicitado refuerzos ante la amenaza de los treinta mil bárbaros que amenazaban la plaza. La Triarquía había hecho oídos sordos y mantenía a sus ejércitos en la propia Volantis, más preocupados por los dragones de la reina Daenerys, que avanzaban hacia ellos desde el este. No había sido una decisión fácil, incluso en la Antigua Sangre había división, por lo que sabía. El anciano triarca Doniphos abogaba por la negociación con la joven Targaryen, pero muchos lo tachaban como cobarde y tenían presente qué les había pasado a los ciudadanos de Mantarys. Qarro siempre le había votado, el viejo elefante tenía amplia experiencia política y aunque era vanidoso sabía lo que se hacía. Desde luego, prefería no descubrir como era enfrentarse a un dragón.

El general Vindaryon se reunió con el primogénito del triarca Malaquo Maegyr e intercambiaron palabras brevemente. Tras recibir el informe del general, Maegyr hizo un gesto que erizó los pelos de la nuca del capitán. Pronto salieron de dudas, la orden que emergió instantes después de la garganta de Vindaryon se escuchó en toda la plaza, y tiño de incertidumbre los corazones de quiénes le escucharon.

¡Tensad y cargad las ballestas!

Ellyos no daba crédito a lo que escuchaba. Los civiles se empezaron a agitar inquietos en la periferia de la plaza.

Sois un oficial, haced algo, demonios. Cientos morirán si abrimos fuego. La ciudad entera arderá. Mas de la mitad de los esclavos adoran a R’hllor, no tolerarán una carnicería en este lugar santo.

No se puede hacer nada —la voz de Qarro era dura y no dejaba opción a réplica—. A mí no me gusta, pero si no queréis hacer frente a un consejo de guerra, volved rápido a vuestra posición y mantened la lengua quieta.

Ellyos resopló y bajó la cabeza, parecía que acataba la orden, aunque regañadientes. ¿Qué podían hacer? Tampoco es que Benerro hubiera mostrado intención alguna de negociar. El sacerdote había estado las últimas semanas arrojando discursos incendiarios sobre la ciudad y tirando piedras al panal de manera deliberada, buscando el conflicto. Era simplemente cuestión de tiempo que la sangre llegase a las calles. Qarro se preguntaba si el Sumo Sacerdote estaba realmente a sueldo de la reina Daenerys.

¡Mano de Fuego! ¡Fieles del Señor! ¡Permaneced firmes! ¡R’hllor y la justicia están de nuestra parte! —clamaba en aquellos momentos Benerro a gritos desde lo alto de las escaleras de entrada al impresionante Templo Rojo, su voz amplificada por la magia y la acústica de la plaza—. ¡No se atreverán a dispararnos, y eso es una victoria!

Aequos Maegyr soltó el pañuelo que sostenía con su brazo izquierdo en alto. Era la señal convenida.

¡Fuego! —gritó el capitán Qarro Vanitorys. Otros oficiales repitieron la orden. Nada sucedió, Qarro no se sorprendió de las dudas, la inmensa mayoría de sus soldados eran esclavos, y les estaban pidiendo que abrieran fuego no solo contra sus compatriotas, si no contra sus hermanos de clase— ¡¡FUEGO!!

De nuevo, una calma tensa. Qarro se giró para ver las reacciones de sus superiores y notó como el hijo del todopoderoso hijo del triarca le taladraba con la mirada. Cerró sus puños y chasqueó la lengua con angustia, inquieto. «Tendré que mancharme yo las manos, que los dioses me perdonen».

¡Seguid la orden! —Qarro avanzó hacia su pelotón y arrebató bruscamente de las manos la ballesta del primer soldado esclavo que encontró. La alzó y apuntó frente a la línea de insurrectos que tenía a cien varas de distancia.

No llegó a disparar. Cuando llegó el momento de presionar la llave con su mano derecha para accionar la ballesta, escuchó un rugido atronador que bien podría haber partido en dos los cielos. Miró hacia arriba y contempló con una mezcla de maravilla y horror como una inmensa mole negra con alas tapaba el sol. «Daenerys Targaryen. No es posible. Dijeron que estaba a una semana de marcha».

¡MHYSA! ¡MYSHA! —escuchó a su alrededor, no sabía decir quiénes eran, pero estaban en todas partes, era un clamor que llenó la plaza entera. Qarro seguía absorto, sin reaccionar, mirando los cielos y al dragón, que había empezado a escupir fuego por la boca— ¡LIBERTAD!

Lo siguiente que notó fue el frío beso del metal en la parte izquierda de su costado. Alguien le había apuñalado por la espalda. Cayó de rodillas contra el suelo por la conmoción, y tuvo que apoyarse sobre sus manos para no caer de bruces. El caos se apoderó del mundo. Escuchó el sonido de las saetas hindiendo el aire. Le pareció escuchar también el sonido de las trompetas, los insurrectos tocaban carga.

¡No le matéis! —la voz firme e imperiosa del cabo Ellyos se alzó sobre el caos de la Plaza Roja. Notó como sus brazos le cubrían, para protegerlo de la ira de la multitud— ¡Es un buen hombre!

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