Semos escritores

Os invito a compartir relatos propios para que los demás podamos leerlos y hacer críticas constructivas para mejorar nuestra técnica como escritores amateurs.

Empiezo yo, que para eso he abierto el hilo.

La pena y la ira

Juana levantó el cuerpo sin vida sin atreverse a mirarle el rostro; fue suyo el alivio, no obstante, cuando no reconoció al muerto. Se lamentó para sus adentros por alegrarse de la muerte de un extraño pero más lo haría si ante ella tuviera a su hijo, a quien buscaba.

Arrastrando los pies fue hacia el siguiente grupo de cadáveres, esta vez cinco de ellos, que se apoyaban como muñecos rotos contra una pared. Los habían tiroteado sin que tuvieran oportunidad de defenderse pues no llevaban más que navajas y palos, pobres armas contra las que portaban sus asesinos. Juana pasó de largo puesto que no tuvo que volver caras esa vez; los muertos eran dos jóvenes, un viejo, una mujer de su edad y un niño de no más de trece años, podía ver sus rostros de abiertos ojos vidriosos sin que reconociera a ninguno de ellos.

La mujer había querido seguir su paso pero sentía que el niño la miraba pidiéndole algo que ella no podía darle. Si no tuviera su pensamiento puesto en su hijo, habría llorado a los pies de aquella madre que había muerto tratando de parar las balas que se llevaron igualmente a su vástago.

El choque con un hombre que deambulaba por la calle la sacó de sus ensimismamiento; cruzaron miradas desesperadas y ella vio la urgencia en los de él. Le dijo que habían matado a María, a la joven y risueña María, en la puerta de su casa en el barrio de las Maravillas. Juana sintió como su corazón se encogía pues sabía que su hijo la pretendía, como tantos otros.

Acelerando el paso puso rumbo hacia la calle San Andrés buscando la panadería de los Malasaña. Si su hijo había ido a defenderla, si el amor lo había llevado por aquellas calles, las posibilidades de encontrarlo vivo serían pocas. Pero si el miedo la frenaba, la esperanza le empujaba con dureza hacia adelante. Sorteó varias macetas rotas y dejó tras ella un rastro de pisadas manchadas de mantillo que se mezclaron con el hollín de la pólvora y la sangre de los heridos. Dobló la esquina y casi se cae al suelo de la impresión; franceses y españoles habían derramado su sangre juntos y habían muerto separados. Los primeros ya estaban siendo retirados por los soldados pulcramente mientras que los segundos eran llorados por los familiares; ningún bando prestaba atención al otro y Juana, que recorría con su mirada aquella ventana al infierno, tampoco era consciente de lo que sentían los que no estaban velando muertos. Había odio en los vivos, los ganadores porque tenían órdenes para hacerlo y los perdedores porque sentían que la lucha no había acabado. Y aquel resentimiento ya estaba provocando las siguientes muertes a las de la mañana.

Pero para Juana, la venganza, viniera de quien viniera, era algo que no le incumbía. Querer vengarse era admitir que su hijo estaba muerto y ella estaba allí para encontrarlo vivo. Fue moviéndose entre los grupos y preguntando por su Pedro; pronto se dio cuenta de que no era la única; madres, hermanas, hijos y nietos buscaban a los suyos esperando noticias que les animaran los corazones.

Entonces a Juana le señalaron a un grupo que trabajaba quitando escombros de una casa que había sufrido el acoso de la artillería francesa, allí le dijeron que encontraría a su hijo. Corrió sujetándose la falda y agarrando su mantón mientras su pelo se le despeinaba; en la casa un grupo de hombres ayudaba a sacar cuerpos de debajo de los cascotes y Juana tiró del hombro de un joven lleno de polvo y sangre. Pedro se giró molesto y resuelto a plantar cara a quien quisiera que le impedía trabajar, pero cuando vio a su madre, con aquella expresión de quien acaba de volver de la muerte, se tiró a sus brazos; el miedo, la ira y la impotencia se deshicieron en un abrazo y un llanto ahogado.

Juana tiró de su hijo y le obligó a acompañarla a casa y dejar las calles. El joven estaba derrotado y se dejó guiar, abatido por las circunstancias. En el camino un destacamento de soldados franceses los detuvieron para registrarlos, les dijeron que si tenían armas debían entregarlas. Juana se interpuso entre su hijo y los soldados, pero estos la apartaron de un empujón que la lanzó al suelo. Pedro se revolvió y su mano se fue instintivamente a su bolsillo para sacar su navaja. Los soldados le golpearon, lo levantaron mientras lo sujetaban y lo registraron en busca de su arma. No encontraron nada por lo que con un culatazo del arcabuz lo tiraron junto a su madre.

Cuando se fueron, Juana lanzó lejos la navaja que había arrebatado a su hijo.

Ya en su casa, madre e hijo lloraban consolándose el uno al otro mientras escuchaban a lo lejos los arcabuces tronando con los peores disparos posibles: los que no obtienen réplica. Y cuando los ecos se hubieron disipado, se secaron las lágrimas, apretaron los puños y decidieron que la dignidad estaba por encima de la vida.

He estado trabajando estos días en un proyecto que tenía de hace tiempo, y más o menos tengo terminada la version 0.0.1 del prólogo. Así que os la dejo aquí por si alguien le apetece tragársela xD

Edit: actualizado a la versión 0.0.2.


El bullicio de la casa me despertó antes del alba. De la sala común subía el sonido amortiguado de las risas y las conversaciones de los mayores, y un olor a sopa de pescado que era impropio de la hora. Me tapé la cabeza con la manta e intenté seguir durmiendo; tenía sueño y me dolía la cabeza. Padre me había dejado beber hidromiel en el banquete, y los hombres siempre decían que cuando bebías demasiada se subía a la cabeza. Además, recordaba haberme caído de la mesa en algún momento y que todos se rieron, aunque no recordaba por qué estaba subido en la mesa. Mientras vagaba entre el sueño y la vigilia, decidí que nunca más bebería hidromiel.

La voz de mi madre traspasó la oscuridad, las pieles que colgaban del techo a modo de separación, y la manta bajo la que me refugiaba, como un cuchillo atraviesa la tripa de un pescado.

-Eric. Arriba. Lávate y vístete como cuando viene el jarl. Y no quiero ni un pelo fuera de sitio.

Cerré los ojos y bufé resignado. De alguna manera mi madre debió de escucharme mientras bajaba las escaleras, con ese oído tan agudo que las madres tienen para las muestras de desobediencia, porque se paró y noté como, a través de las pieles, clavaba en mí esa mirada imposible de mantener.

-Gedi subirá a arreglarte cuando termine de servir la comida, y te juro por Freya, Eric Knudsson, que si no estás listo te arrastraré por el pueblo en ropa de dormir.

Sabía demasiado bien que mi madre no amenazaba en vano y si la enfadaba era capaz de llevarme a despedir a mi padre en túnica interior y calzoncillos, así que eché la manta a un lado y me levanté tiritando.

Aunque las nieves ya se habían retirado a las montañas, y el fuego del hogar calentaba la casa hasta una temperatura vivible, a esa hora todavía hacía frío, y cuando llegué de puntillas hasta el aguamanil tuve que respirar hondo antes de atreverme a meter las manos y echarme agua en la cara. Debían de haberla calentado para cuando se despertaron los hombres, pero ya estaba fría como el hielo. Ahogué un lamento y, tras secarme la cara, intenté arreglarme el pelo con las manos, hasta que mi reflejo en la placa de bronce del aguamanil empezó a parecerse más a mí y menos a un arbusto rojizo.

Rebusqué en mi arcón y me puse la túnica verde de lana que me llegaba hasta las rodillas, la de cuando venía el señor al pueblo. Saqué también las calzas que no tenían remiendos y, para cuando Gedi subió, terminaba de ajustarme el cinturón. La miré contento del progreso que había hecho, pero ella no parecía compartir mi satisfacción.

-Ay, Eric, ¿pero qué haces con el pelo por las noches? -dijo resignada con ese tono musical que le daba su acento báltico.

Sacó el peine de hueso que siempre parecía llevar al cinturón y, por su forma de peinarme, más brusca que de costumbre y haciendo oídos sordos a mis muestras de dolor, supuse que ella también estaba enfadada como mi madre. De mi madre siempre lo esperaba, pero que mi nana Gedi tampoco me tratara con cariño me sumió en la más honda de las tristezas. ¿De qué servía ser hijo del jefe si todos me daban órdenes y se enfadaban conmigo?, pensé.

Contemplé, no por vez primera, huir al bosque y vivir allí de los frutos silvestres y de los conejos que cayeran en mis trampas. Lo tenía todo pensado: construiría una casa en la copa de un árbol, me haría una capa de hojas y aprendería la lengua de los zorros y los tejones. Así nadie me obligaría a levantarme antes del alba, ni me daría tirones cuando me peinaba. Y en las noches sin luna volvería al pueblo y aullaría como un lobo fuera de las casas, todo el camino desde la era hasta el embarcadero, y los hombres cerrarían las puertas con tablones y las madres le dirían a sus hijos “¡es Eric, el hombre bestia de los bosques! ¡No salgáis, se comerá vuestras tripas!”.

-¡Eric! -repitió Gedi dándome un golpecito en la cabeza-. Por Zemyna, este niño está ido.

Al volver a mi triste realidad me la encontré en cuclillas frente a mí sosteniendo un zapato de cuero basto. Cuando terminó de atármelos di un par de pasos para intentar acostumbrarme, pero eran demasiado pequeños y se me clavaban en todas partes. Cada paso era un tormento.

-¿Por qué tengo que ponerme zapatos? ¡A ti siempre te dejan ir descalza!

-Eric, de verdad. Qué inocente eres -me respondió entornando los ojos mientras me terminaba de ajustar la ropa.

-Cuando sea el hombre bestia de los bosques iré a todas partes descalzo -anuncié desafiante.

La boca se le curvó en media sonrisa y me pellizcó la mejilla.

-¿Ahora vas a ser el hombre bestia de los bosques? Lo tuyo no es normal, Eric. Si no hubiera estado estado en el parto de tu madre, pensaría que los elfos te dejaron en la cuna -me dijo sin poder evitar la sonrisa, aún agachada con mi cara frente a la suya-. Venga, vamos con tu madre. No la hagamos esperar.

Jadvi y Silvi estaban ayudando a mi madre a recoger la mesa, cuchicheando algo entre risas en su lengua natal. A esa edad yo ya entendía algunas palabras de báltico gracias a Gedi; por ejemplo, sabía que Zemyna era una de sus diosas, pero pensaba que no debía de ser una diosa muy buena porque los hombres del norte nunca le rezábamos. Mi madre, que llevaba el pelo minuciosamente trenzado con la forma de una diadema y el vestido de cuando íbamos a la asamblea anual, alzó la mirada al verme bajar las escaleras y contuve el aliento mientras me repasaba de la cabeza a los pies.

-¿Es que no sabes andar, o es que te has quedado cojo?

-Los zapatos… -empecé a intentar justificarme.

-Si no fueras zancasdileando descalzo por ahí todo el día como un esclavo, no te apretarían los zapatos. Qué vergüenza. Que no se te ocurra salir a la calle andando así, como un tullido.

Asentí avergonzado y bajé los ojos. Cuando apartó la vista Gedi me apretó contra sí y su olor, a leche y un poco a vaca, inundó mis fosas nasales.

-Anda, ve a orinar y mientras te saco un cuenco de sopa, que te caliente la barriga -me dijo dándome una palmadita en la espalda.

Cuando terminé oí dentro un estruendo y unos gritos, y volví corriendo. Un cuenco de cerámica estaba en el suelo hecho pedazos y mi madre, con fuego en los ojos, sujetaba a Jadvi por la barbilla que parecía muy asustada.

-¿Cuánto me cuestas en cuencos cada año, inútil? -le decía-. ¡Más rentable sería si te echáramos de comer a los cerdos!

Me asusté un poco, porque Jadvi cantaba muy bien y siempre olía a flores frescas, y no quería que se la echaran de comer a los cerdos. Gedi vino a paso rápido con el cuenco de sopa al verme y me acompañó fuera.

-Toma, está caliente todavía. Vamos a esperar aquí a tu madre.

Le soplé un poco y me lo bebí a sorbos mientras Gedi se sentaba junto al umbral y suspiraba. Parecía cansada, o quizá es que ella también había bebido demasiado hidromiel, aunque solo recordaba verla servirlo. Pero cuando mi madre salió se levantó con rapidez, así que pensé que no debía estar tan mal.

-Vámonos, Eric -me dijo cogiéndome de la mano mientras Gedi volvía a entrar.

Me concentré en andar de manera normal, por muy doloroso que fuera. El sol ya se alzaba sobre el mar; era la hora de las sombras largas, en la que los árboles parecían no tener fin y mi propia sombra, a la que miraba de reojo por si se me escapaba o me la robaban, parecía la de un gigante. Cuando pasamos frente a la granja de Hrolf vi a Sven y Revna jugando en el umbral, y miré con envidia sus pies descalzos, pero madre dio un tirón dejando claro que no iba a pararme a saludarlos. No le gustaba que jugara con ellos porque decía que no estaban a mi altura, pero como no había ningún niño que estuviera a mi altura en el pueblo era difícil hacerle caso.

-Tu padre va a hacer un viaje muy largo -me dijo de repente.

-Sí, madre -respondí. Siempre se enfadaba si pensaba que no le prestaba atención.

-Va a ir muy lejos, hasta el reino de los griegos. Hasta la Gran Ciudad, Miklagard. Y volverá con muchos tesoros.

-Sí, madre.

Se paró y la miré con cautela. Tras mirar alrededor y asegurarse de que no la veían, se acuclilló frente a mí y me cogió de los hombros.

-Eric, va a ser un viaje muy largo. Muy largo. Si las Nornas quieren volverá antes de que lo hagan las nieves.

La miré confuso. Eso era muchísimo tiempo. Sabía que iba a ser un viaje más largo de lo normal, pero no que Miklagard estuviera tan lejos. Normalmente solo se iba unas semanas. ¿Y por qué tenían que quererlo las Nornas? Pensé que estaba actuando de manera extraña. Mi madre siempre estaba segura de todo, pero ahora parecía nerviosa.

-Es muy importante que le digas que Njord le guarde del naufragio y que Frey le sonría en los tratos. ¿Se lo dirás?

Asentí con convicción, aunque me estaba asustando un poco, y me estaba agarrando demasiado fuerte.

-Y cada mañana, antes que ninguna otra cosa, irás a la costa y le ofrecerás a Njord lo que haya quedado de la cena para que tu padre vuelva a salvo. ¿Lo harás?

Asentí de nuevo, pero con la incomprensión en los ojos. ¿Por qué yo?, pensé. ¿No debería ser ella? Me lo leyó en el gesto, y musitó:

-Eric, tienes algo. No sé qué es pero… tienes algo que los demás no tienen, y a lo mejor los dioses a ti te hacen más caso que a otros. Así que es muy importante que lo hagas. Porque necesitamos que tu padre vuelva.

Volví a asentir muy serio. Nunca recordaba haber visto a mi madre así, y no entendía del todo de qué hablaba, pero si ella lo creía, yo también.

-Le diré que Njord le guarde del naufragio y que Frey le sonría en los tratos, y cada mañana iré a la costa y le ofreceré a Njord los restos de la cena para que mi padre vuelva a salvo -repetí.

Vi que se dibujaba en su cara la que sería, aunque entonces no lo sabía, su última sonrisa, y me acarició la mejilla. Pensé en lo guapa que era mi madre cuando sonreía, y si yo me casaría también con una mujer tan guapa cuando fuera mayor.

El mugido de una vaca pareció romper el hechizo, y mi madre se levantó y recuperó el gesto severo de costumbre. Continuamos bajando por el camino de tierra, alejándonos ya de las casas, con las olas estrellándose contra la costa pedregosa a un lado y el bosque, hasta que doblamos el cabo y pude ver la playa.

Una veintena de hombres y mujeres terminaban de preparar al Falki, el Águila, que aún reposaba en la arena pero ya tenía alzado el mástil, dispuestos los arcones en los que se sentarían los remeros, y los escudos atados a babor y estribor. Seis pértigas la atravesaban por los agujeros de los remos, que debían de estar recogidos dentro, y mi padre estaba encaramado al mástil terminando de asegurar la vela, aún recogida, a la madera. Había visto ya la nueva vela, mientras las mujeres la cosían, y tenía la esperanza de poder verla desplegarse al viento. Mostraba un águila con el pico abierto que daba casi tanto miedo como la de madera que adornaba el mascarón de proa.

Mi padre, descalzo y con las calzas remangadas hasta las rodillas, se bajó del Falki pasando sus largas piernas sobre la borda. Intercambió unas palabras en tono satisfecho con el tío Torsten, que venía de revisar el timón. Mi tío nos señaló y mi padre, con su barba roja recién trenzada, se volvió hacia nosotros.

-¡Eric! ¡Ven, corre!

Me solté de la mano de mi madre y salí corriendo hacia él como un perro persiguiendo un jabalí, olvidándome de los zapatos pequeños, de los nervios de mi madre y de mi futura cabaña en el bosque. Cuando llegué junto a él me levantó como si estuviera hecho de plumas y me miró de arriba abajo.

-Pareces un príncipe. ¡Si hasta estás peinado! -me dijo dejándome en el suelo y alborotándome el pelo-. ¿Quieres subirte al Falki mientras lo bajamos?

-¡Sí! -grité sonriendo. ¿Cómo no iba a querer? Soñaba con el día en que pudiera acompañar a mi padre en sus viajes.

Me cogió y me pasó por encima de la borda. Me arrastré como pude por el entramado de pértigas hasta llegar a la proa y agarrarme al mascarón.

-¿Estamos? Una, dos, tres -ordenó mi padre a los otros once hombres que sujetaban las pértigas, seis a cada lado. Levantaron el barco en peso no sin cierto esfuerzo y empezaron a avanzar hacia la orilla. Me agarré al mascarón con brazos y piernas, guiñé los ojos mirando al horizonte sobre el que sol ya se había alzado, e imaginé todas las cosas que debía de haber al otro lado del mar infinito. Hasta que lo recordé.

-¡Padre! ¡Padre!- grité bajándome del mascarón y abriéndome paso a saltos entre las pértigas hasta la que él sujetaba, intentando que el bamboleo del barco no me hiciera perder el pie-. Que… que Njord te proteja de los naufragios y Frey te sonría en los tratos -le dije sin aliento.

Se rió, pero cuando me miró no vi la risa en sus ojos.

-¿Te lo ha dicho tu madre, no? -me dijo en voz baja. A diferencia de otros, él no jadeaba ni se tambaleaba bajo el peso, cosa que me pareció normal dado que mi padre era el hombre más fuerte del mundo.

Asentí dubitativo, sin estar seguro de si me iba a meter en un lío con mi madre o no.

-Me ha dicho que cada mañana ofrezca a Njord los restos de la cena para que vuelvas a salvo.

-Ojalá tenga razón tu madre. En lo de tú y los dioses. No en lo otro.

Lo miré sin comprender, pero no me dio más explicación. El agua ya le llegaba hasta las rodillas y alzó la voz de nuevo.

-Lo bajamos en un, dos, tres… ¡soltad! -ordenó.

Me agarré donde pude y el barco se hundió casi hasta la borda antes de reflotar y quedarse meciéndose en el mar en calma. Disfruté de la sensación durante unos instantes, hasta que mi padre me agarró, me sacó del barco, y me llevó sobre sus hombros de vuelta a la orilla. Olía ya a viaje, a sudor y salitre, el olor que más me gustaba.

-Cuidarás de tu madre, ¿verdad? Hasta que vuelva eres el hombre de la casa, Eric.

-Sí, padre -le respondí serio-. ¿Qué fue lo que dijo Madre? ¿En lo que no debería tener razón? ¿Y qué es lo de los dioses? -me atreví a preguntarle.

-Ya te lo diré a la vuelta -me respondió torciendo el gesto. No insistí; mi padre era de talante alegre pero de genio vivo y convenía no enfadarle.

Madre le esperaba en la orilla, y cuando me dejó en el suelo, la mirada de ella me dejó claro que era una conversación privada. Me senté a esperarles en una roca negra, viendo cómo el resto de marineros retiraban las pértigas, colocaban los remos y empezaban a encaramarse al barco. Les envidiaba más que a nadie en el mundo. Ellos se irían a recorrer el mundo y ver maravillas, y yo me quedaría aquí, con las vacas. ¿Qué justicia había en eso?

Mientras mi padre volvía al barco y mi madre echaba a andar de vuelta a la granja con el rostro más tenso que de costumbre, un cuervo salió de la arboleda y empezó a volar en círculos sobre el Falki. Contuve el aliento y me concentré en él, intentando dirigir su vuelo con mis pensamientos.

-Pósate en el mástil. Pósate -musité.

El cuervo aleteó y se posó grácilmente en el mástil de Falki.

-¡El cuervo! -grité corriendo hacia la orilla- ¡El cuervo en el mástil!

Mi padre y los demás marineros lo miraron, estallaron en exclamaciones de júbilo y empezaron a abrazarse. No hacía falta que a nadie le explicaran lo que significaba que el mensajero de Odín les bendijera. Era el mejor de los augurios.

-Eric. Vámonos. Hay tareas que hacer en la granja. -me llamó mi madre sin volverse.

-¿Has visto el cuervo en el mástil? -le dijé emocionado al llegar corriendo.

Negó con la cabeza.

-El cuervo confirma que viaje está marcado por los hilos del destino. Pues claro que lo está. No significa nada, Eric, solo que Odín los está mirando.

-Pero eso los protegerá… -musité.

-No. Odín no solo protege, también observa. Le gusta vigilar de cerca a los guerreros que se quiere llevar a Valhalla.

Tragué saliva y giré la vista para mirar por última vez el barco antes de doblar el cabo. ¿Quería Odín llevarse a mi padre al Valhalla? ¿Pero cómo no va a querer?, pensé viendo su silueta alzarse una cabeza por encima de la de sus compañeros, ¿si es el más fuerte? Pero, precisamente por ser el más fuerte, estaba convencido de que derrotaría a cualquier bestia marina que Odín le pusiera por delante en el viaje. Volvería, con tesoros de tierras lejanas, con telas y orfebrería y esclavos y bestias exóticas. Estaba seguro de que volvería.

Y quizá la próxima vez que partiera conseguiría convencer a mi padre de que me llevara con él. A las tierras de los bálticos, o mejor aún, a la Gran Ciudad. Abriéndonos paso con el Falki entre lagos y ríos a través del gran bosque del este, por las tierras pantanosas de los Rus y las estepas de los hombres a caballo, hasta el mar del sur y de ahí, a la capital de los griegos, la reina de las ciudades, la perla entre dos mares. A Miklagard.