Señor de nada

La hoguera ardía temblorosa. El bosque y la noche susurraban alrededor de la compañía de hombres que se habían reunido a su alrededor para combatir el frío. Invierno y exilio. Polvo, sudor y hierro en cada recoveco de sus cuerpos y armaduras. Hace pocos días el líder del grupo había sido el segundo hombre más poderoso del reino y había batido a las huestes de los ríos y el norte ante los muros de Harrenhal. Hoy se acurrucaba cerca de las ramas de un árbol para conciliar el sueño, mientras el viejo Dante hacía guardia. Alistair, su escudero, se sentaba cerca con el arco presto para abatir a las bestias de la noche a las que combatía en su imaginación.

-Oh, cómo lamentábamos la suerte del último reducto de honor y gloria en la tierra de las tormentas. - Era Bardo, el más joven del grupo, el que entonaba aquella canción. O intento de, más bien. Lo habían apodado así porque siempre había desafiado los deseos de su padre de ser un caballero viril y se había decantado por combinar la lanza y el laúd. Una mala imitación de Rhaegar, pero fiel y bondadoso. Un hombre como los que necesitaba ahora. - La estela de Connington era brillante como los fuegos del dragón, pero no para Aerys, malvado y traidor.

Un esfuerzo bastante vano.

Apenas trece, tras haber comandado a millares. Gloria y fracaso. Caballero del verano y curtido por el invierno. ¿Qué más podía pasar en apenas un año y medio? Lannister seguía en rebelión, el reino sangraba pese a sus esfuerzos y Rhaegar…Rhaegar volvía a estar lejos de él. Y no volvería a verlo hasta que cumpliera la misión que le había sido encomendada.

O hasta que el príncipe se convirtiera en rey.

-De las cenizas surgirá un fuego. - Susurró.

-¿Qué, mi señor? - Alistair había abandonado la comodidad de seguir al servicio de Ronald por mantenerse junto al hombre al que admiraba y al que había servido durante ya dos años. Se había ganado las espuelas sobradamente.

-Un antiguo poema. Nada en particular. Me vino a la mente. - Le sonrió. - Mañana será un día especial para ti, Alistair. Mañana serás un caballero.


Caballeros apareciendo en pueblos y proclamando las noticias. Bardos cantándolo. Pergaminos llegando a señores. Las Tormentas, la Corona y los Ríos bullían con las noticias y los rumores. ¿La mano, exiliada?, ¿y qué eran esas canciones que traía el viento?, ¿dónde estaba Jon Connington, dónde estaban sus doce compañeros? Las mismas palabras se repetían siempre.

"Aerys me ha desprovisto de mi título y mis tierras, que han pasado a mi primo, el muy noble Ser Ronald Connington. Mi corazón se ha curtido en el fuego de la guerra que ha quemado los Siete Reinos estos dos años, y no es la pérdida de lo material aquello que me importa. Me importa la justicia y me importa el honor. El tiempo de los caballeros en Poniente se está extinguiendo, destruido por gobernantes que hacen de la injusticia su lema, que desprecian a sus aliados, traicionan a sus amigos y manchan la herencia de su noble sangre. Pero una nueva era de caballería llegará a los Siete Reinos.

A todos aquellos que crean aún en los Siete, que me sigan y bendigan con sus espadas al Guerrero, con sus actos al Padre, con su nobleza a la Madre, con su protección de los indefensos a la Doncella. Que honren al Herrero con su trabajo, a la Vieja con su Sabiduría y al Desconocido con su humildad. En este voto de caballería caben todos aquellos que quieran entregar su alma a purgar el reino de la injusticia y de aquellos que la encarnan. Ni un reino controlado por locos y fanáticos del poder, a los cuales la sangre de sus hombres y sus familias no les importa nada más que unas cuantas fanegas más de tierra. Ni un reino gobernado por una Fe que no crea en sus propios Dioses. Un reino de justicia y de nueva caballería. Aquellos que crean en ello, que me sigan.

Soy Jon Connington, pues mi apellido siempre me pertenecerá, hagan lo que hagan los tiranos. Fui Señor del Grifo y ahora soy Señor de Nada. Porque solo desde la nada podremos construir de nuevo. De las cenizas surgirá un fuego."

Jon, Señor de Nada, galopaba al frente de sus hombres, mientras los copos de nieve se fundían sobre sus cabellos. Ya no quedaba rastro de polvo en las ropas o los jubones, porque la tormenta de la noche anterior se había encargado de limpiarlos. Paso a paso, evitando el Camino Real. Hacia el Norte, hablando en pueblos acerca de la necesidad del regreso de los caballeros y acurrucados en pequeñas habitaciones o campamentos improvisados cuando el frío remitía. Un grupo de exiliados sin rumbo en mitad del invierno.

Era de mañana aún, y apenas habían comenzado a ponerse en marcha. Jon había soñado con los salones de Nido del Grifo. Con Dorian trayéndole los informes acerca de las cosechas y Ronald gritando a un par de jóvenes en el patio, enseñándoles como blandir la espada. Mullidos cojines, hogueras rugientes y las estatuas de sus ancestros, con la colina sobre la que se alzaba el castillo representando la virtud y la protección para las tierras a su alrededor. Ahora solo veía praderas interminables, caminos abarrotados con campesinos, prostitutas y refugiados, y las cicatrices de la guerra marcando el territorio.

De pronto, un ruido, el piafar de más caballos, las trompetas y los cuernos. ¿Qué demonios? Miró a los suyos. Alistair, perdón, Ser Alistair del Prado, joven e impulsivo, picó espuelas y galopó hacia una loma cercana. Bardo lo siguió, y pronto fue tras ellos el viejo Edward, preocupado por lo que parecían sonidos de batalla y que una flecha perdida atravesara el cuello del joven. Pero nada de eso ocurrió, y, en su lugar, Alistair alzaba los brazos haciéndole señales para que se acercara.

Jon remontó la colina a lomos de su caballo. ¿Qué ocurría? Al llegar a la cima vio extenderse más hierba mojada por la nieve fundida, barro apilado en algunas zonas y…

Estandartes de los Baratheon.

El venado coronado volvía a ondear en la distancia, como había hecho en las cercanías de Harrenhal hace lo que parecían muchas lunas. Robert Baratheon, barbado, imponente y con su martillo a cuestas, gritaba a sus hombres, que coreaban los gritos de su jefe. Era un ejército salido de los cuentos, de los Ándalos que habían cruzado el Mar. Todos ellos desaliñados, de rostros serios y cantos feroces. Tenían el aspecto de una banda de desharrapados, pero una especialmente peligrosa, y mantenían el porte marcial mientras hacían sonar las trompetas.

Y frente a ellos…

El corazón de Jon dio un vuelco. ¡Rhaegar!, ¡Rhaegar! Su príncipe plateado estaba allí, con el estandarte del dragón ondeando y las tropas dispuestas para acometer contra Robert. Miró a los suyos, que le sonrieron. Le habían acompañado al exilio y lo acompañarían donde fuese, incluso a la boca del lobo. Los ejércitos se estaban acercando y se disponían al choque. Flechas y piedras cruzando el campo de batalla, lanzas entrecruzadas. El canto de la sangre mientras la muerte descendía en espiral.

-Por Rhaegar. - Murmuró Jon. - ¡Por el Reino!, ¡por honor!

Y los trece caballeros se lanzaron al galope. Hacia el combate.

Desembarco del Rey lucía orgullosa en el horizonte, con sus muros aún no tocados por la guerra. La Fortaleza Roja brillaba, clara y resplandeciente ante el sol que se alzaba. Allí esperaba Aerys Targaryen, el segundo de su Nombre, Señor de los Siete Reinos y Loco en jefe de las fuerzas realistas.

Esperaba noticias de la batalla que había de producirse.

Jon no recordaba que hubiera aquel puente a tan poca distancia de la ciudad, pero continuó la marcha sin pensárselo. A su alrededor, el viento soplaba más fuerte que antes y traía una esencia que había conocido demasiado bien en el último año…la de la muerte. Racha tras racha esparcía por el aire el inconfundible aroma de los cuerpos sucios y que comenzaban su descomposición. También un sonido. Cuervos y buitres graznando en la distancia. ¿Una batalla, aquí, frente a los muros?

De pronto, Jon se percató de que caminaba sobre un puente alfombrado de cadáveres y gritó. Alistair ya no estaba allí con él, ni ninguno de sus doce compañeros. Se habían desvanecido en…¿la penumbra?, ¿qué ocurría con la luz del sol? Alzó la vista y vio como la luz comenzaba a desvanecerse, titilante, hasta deshacerse del todo. Un fuego agónico se alzó en la distancia. El fuego de una criatura que hacía años que no recorría aquella parte del mundo.

Fuego de dragón.

Trataba de moverse, pero no podía. Sus botas se habían atascado entre los cadáveres, que parecían mirarle con ojos de súplica. En el suelo, se multiplicaban las caras conocidas. Allí estaba el orgulloso Robert Baratheon, al que había contribuido a dar muerte. A su lado, Stannis, el rostro contraído en un rictus de ira. Mace Tyrell, Lord Tywin Lannister, una lanza atravesando su pecho. Oberyn Martell, la víbora, con la cara púrpura por los efectos del veneno, y un poco más allá…una melena plateada…

-¡NO!-

Desembarco del Rey se deshizo en llamas y dio paso a otra ciudad, más grande, de gigantescas estatuas y callejuelas serpenteantes. De palacios ajardinados y música en las calles. No llegaba ya el olor de los cadáveres. No había sol alguno, pues todo era oscuridad. No había fuego de dragón, sino el de antorchas que iluminaban los tenderetes. ¿Dónde estaba?

-¡Despierta!-


Jon se levantó, gritando y empapado en sudor, braceando desesperadamente en busca de la daga corta que siempre dejaba a su lado. No la encontró. Sintió una mano posarse en su hombro y se revolvió con fiereza, tratando de deshacerse de su atacante. Demasiado bien entendía lo que había soñado.

-Mi señor, soy yo. ¡Alistair! - Giró la cabeza y reconoció a su antiguo escudero. Los ojos castaños, la barba que empezaba a florecer. Intentaba imitarlo en todo, y aquel vello facial era la última prueba. - Mi señor, me han ordenado despertaros.

-¿Cómo ha acabado, Alistair?, ¿hay noticias? - El corazón le seguía palpitando. Un sol poniéndose, un dragón moribundo. Rhaegar…y él a millas de distancia. - Habla, Alistair. ¡Habla!

-Lord Hoster os ha convocado, señor, quiere hablar con vos y… - El recién nombrado caballero pareció reconocer la urgencia en los ojos de la antigua Mano y rectificó sobre la marcha. - Victoria, mi señor. Victoria. Eso se susurra en el campamento. La rebelión de Tywin ha terminado. Lo conseguisteis.

Jon Connington soltó la pechera de Alistair, la cual había agarrado para apremiarlo a hablar. Sintió como un gigantesco peso desaparecía de su alma y se desvanecía en el horizonte. Rhaegar vivía. La Casa Targaryen viviría. Tantas batallas, tanto sufrimiento, aquel exilio…y habían vencido. Habían confiado en ello cuando el Reino les había dado la espalda, y había sentido el peso de la historia sobre sus espaldas demasiadas veces. Estaba cansado. Cansado de aquella guerra que había ansiado cuando no era más que un caballero del verano. Y ahora, al fin, había terminado.

-¿Señor?

-Decidle a Lord Tully que iré ahora mismo. - De pronto, se sentía agotado. Agotado como no había estado en muchas lunas. Le costaba hablar. - Después, galoparemos hacia Desembarco. Debemos reunirnos con Rhaegar. Alistair, sin perder el tiempo… - Cayó desplomado. Incapaz de hacer más. Alistair, que lo miraba con ternura, sonrió y dejó a su señor descansar. Rió al escuchar un ronquido. Lord Tully tendría su reunión, pero no pasaba nada porque esperara un poco.