Solo para admiradores

Era una noche cálida en el camino entre Mantarys Volantis, y las estrellas brillaban intensamente sobre aquellas yermas tierras. Daenerys Targaryen, la Reina Dragón, se encontraba en sus jaima privada, intentando encontrar un momento de paz en medio del caos y la guerra en ciernes que envolvía su reinado.

Había convocado a Man Y’Chin, el mejor entre los Campeones de Tarseol, una renombrada compañía mercenaria de Essos que había jurado lealtad a su causa. Man Y’Chin era conocido por su destreza en el combate, pero también por su presencia imponente y su carisma. Había algo en él que intrigaba a Daenerys, algo que iba más allá de su habilidad con la espada, quizás fuera su capacidad para imponer orden incluso entre los mercenarios a partir de un código escrito.

Cuando Man Y’Chin entró en la habitación, se inclinó profundamente ante su reina. “Mi reina,” dijo con una voz suave y reverente, “¿en qué puedo serviros esta noche?”

Daenerys lo miró con una mezcla de curiosidad y expectación. Había oído rumores sobre la devoción de Man Y’Chin, y aunque normalmente no prestaba atención a tales habladurías, había algo en la forma en que él la miraba que despertaba su interés.

“Levantaos, Man Y’Chin,” ordenó Daenerys con una voz que reflejaba tanto autoridad como suavidad. “Esta noche no deseo hablar de guerras ni estrategias. Busco un momento de consuelo y compañía. ¿Podréis ofrecerme eso?”

El campeón se levantó lentamente, sus ojos oscuros llenos de una devoción inquebrantable. “Haré todo lo que esté en mi poder para complacer a mi reina,” respondió, su voz cargada de promesa.

Daenerys se acomodó en un diván, sus pies descalzos descansando sobre un cojín de seda. Observó a Man Y’Chin mientras él se acercaba, notando la intensidad en su mirada. Era como si todo su ser estuviera concentrado en ella, en cada movimiento y gesto.

Man Y’Chin se arrodilló ante Daenerys, y sus manos firmes pero suaves tomaron sus pies con una reverencia casi sagrada. Empezó a masajearlos con una destreza sorprendente, sus dedos recorriendo cada línea y curva con una atención meticulosa. Daenerys cerró los ojos, dejando escapar un suspiro de placer.

La atmósfera en la habitación se volvió más íntima, cargada de una electricidad palpable. Man Y’Chin continuó su labor con devoción, sus manos moviéndose con una mezcla de fuerza y ternura. Cada caricia, cada toque, parecía estar cargado de un deseo profundo y contenido.

Aunque Daenerys no podía ver su rostro, podía sentir la intensidad de su deseo. Había algo casi adorador en la manera en que él la tocaba, como si estuviera honrando a una diosa en lugar de a una reina. Y, a medida que los minutos pasaban, Daenerys se encontró perdida en la sensación, en el consuelo inesperado que había encontrado en las manos de su campeón.

Después de un tiempo, cuando el mundo exterior parecía haber desaparecido, Daenerys abrió los ojos y miró a Man Y’Chin. “Habéis cumplido con creces,” dijo suavemente, su voz teñida de gratitud. “Gracias por este momento de paz.”

Man Y’Chin inclinó la cabeza, su expresión llena de una satisfacción tranquila. “Siempre a vuestro servicio, mi reina,” respondió, su voz firme y leal.

En ese momento, Daenerys supo que había encontrado a alguien en quien podía confiar, no solo en el campo de batalla, sino también en los momentos más personales y privados. Y aunque las guerras y las luchas continuarían, en ese pequeño rincón de su mundo, había encontrado un consuelo inesperado y profundo.

Poco después, una silueta se alejó de las sombras tras las telas que hacían de paredes. Dejó a su marcha una mancha blanquecina en la arena y se fue sorbiendo los mocos mientras gimoteaba y maldecía su suerte.

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