Sueños de libertad

Daemon Targaryen regresó a Rocadragón tras la triste muerte de su sobrino Daeron. El Rey Consorte había intentado evitar aquel fatídico desenlace. Sin embargo, el muchacho había rehusado sus ofrecimientos. Un tímido reproche se afanaba por hacer acto de presencia aquellos días. Sentimiento que no tardaba en desaparecer al recordar que habían sido sus sobrinos quienes le habían atacado y a quienes no les había temblado el pulso a la hora de poner en peligro la vida de Arrax y Lucerys; incluido Daeron.

Sin embargo, aquellos días en la cueva de Caraxes habían dado espacio a largas disertaciones. El Príncipe Canalla ni tan siquiera había pisado la fortaleza. Según había llegado había dejado que su dragón, herido de los enfrentamientos con Vhagar, Tessarion y la guardia de Puerto Gaviota, descansara y se recuperara de sus heridas.

Así había hecho caso omiso a las misivas que habían llegado a su nombre y que Baela diligentemente le había llevado a la cueva. Cartas del Valle, de los Ríos y otros lugares inesperados. Todas ellas habían debido esperar. En aquel momento, el Anfíptero de Sangre era lo único que le importaba.

Los días habían pasado y la soledad sólo se había visto interrumpida por las constantes visitas de su hija, a lomos de Bailarina Lunar, y de su prima, Daenys Mares. La bastarda había sido un obsequio inesperado de Lord Jason Lannister, quien la había devuelto a su hogar. Si uno obviaba el hecho de que el Señor de Roca Casterly la había enviado con la intención de robarle uno de sus dragones, casi tendría que darle las gracias por devolver la Sangre del Dragón al lugar que le correspondía.

Desde su llegada, Daemon y Daenys habían ido estrechando lazos, pues la complicada vida de la mujer había hecho que se entendieran sin necesidad de largas conversaciones. Y aquellas semanas en las que Rhaenyra estaba más preocupada por su corona que por todo lo demás, Daemon había encontrado en la valyria una compañía más cercana.

Mientras Caraxes se recuperaba, el Rey fue sembrando en la mente de la mujer la semilla del destino. Un Targaryen debía reclamar a un dragón, pues la vieja sangre había nacido para aquello. Y mientras la influencia de Lord Corlys Velaryon crecía a la par que lo hacían sus dragones, pues había llegado a emplear a un presunto bastardo de Laenor – Daemon más bien asumía que era un mediohermano de este último – para reclamar a Bruma, la preponderancia de la casa Targaryen debía quedar asegurada. Y Daenys, bastarda o no, llevaba su misma sangre.

La intrépida mujer, valiente y despreocupada, había encontrado en los dragones su primer temor. Había sobrevivido a una vida que hubiera quebrado en mil pedazos a muchos. Sin embargo, cuando el joven Addam se enfrentó a Bruma y su hermano Alyn estuvo a punto de perecer en el intento, la mujer dejó que sus sueños de libertad se esfumaran. Más valía vivir con los pies en el suelo que morir por querer volar muy cerca del sol.

En aquella cueva, las historias de Daemon y la compañía de un dormido Caraxes hicieron que Daenys fuera venciendo sus miedos poco a poco y la determinación volviera a crecer en su interior hasta que el brillo de su mirada regresó.

Durante días, Daemon acompañó a la mujer al encuentro de Vermithor. El dragón del Viejo Rey lo conocía. Y más familiar le resultaba Caraxes, con quien había volado y luchado en la Cuarta Guerra Dorniense cuando Aemon era su jinete. La Furia de Cobre se había tranquilizado mucho desde hacía muchos años. Acostumbrado a la vida salvaje, dormía y cazaba. Y según pasaban los días y el alimento le era proporcionado, dormía aún más y cazaba menos.

De esta forma, ayudada por el Rey Consorte, Daenys pudo conocer a la bestia, y Vermithor familiarizarse a ella. No estaba seguro Daemon de si el dragón era capaz de detectar que la misma sangre de Jaehaerys, su primer y único jinete con quien se había enlazado desde que eclosionó del huevo, corría en las venas de Daemon y Daenys. Fuera como fuese, el intento de doma de la Furia de Bronce nada tuvo que ver con el de Bruma.

La historia en sí misma no tuvo épica ni será recordada como la batalla entre una jinete que tuvo que quebrar la voluntad de la bestia. Si acaso, los acontecimientos más relevantes sucedieron aquellos días, y pese a que tuvieron que ver con dragones, nada afectaron a esta historia.

En el momento en que Daemon entendió que Vermithor los toleraba y aceptaba su presencia, dejó a Caraxes en la lejanía para ser él quien se aproximase a la bestia. Confiado y a pasos tranquilos, el valyrio recorrió la distancia que lo separaba del dragón, quien alzó el cuello al verlo tan cerca e incluso espiró humo por sus fosas nasales.

— lykiri — terció el Rey en tono firme, sin detenerse. Vermithor podría haber exhalado una bocanada de fuego, pero no lo hizo, sino que se mantuvo en el mismo lugar, ligeramente contrariado. Sin duda, aquella debía ser la primera vez que escuchaba aquella palabra en muchos años. — lykiri — repitió Daemon, mientras con su diestra hacía un gesto a Daenys para que se acercase.

Con calma, el valyrio terminó de acercarse, quedando a unas esasas varas de la Furia de Bronce. — Dohaeras — dijo entones en tono firme, a lo que la bestia permaneció impasible. — Dohaeras — repitió, alzando la voz. Por un momento, Daemon creyó que aquello podría terminar horriblemente mal.

Sin embargo, Vermithor accedió, agachando su largo cuello de forma que su cabeza quedó a la altura del valyrio. Estirando su mano, Daemon la colocó sobre las escamas del dragón, justo entre sus fosas nasales. ***— Dohaeras ***— terció entonces Daenys, quien se encontraba junto al Rey Consorte.

El dragón ni se inmutó, pues seguía frente a Daemon, y mientras la mujer subía sobre su lomo, se mantuvo agachado. Sólo cuando Daenys se alzó sobre Vermithor, el Rey Consorte se retiró unos pasos, manteniendo la vista fija en la bestia. Y cuando se hubo alejado lo suficiente pudo escuchar una única palabra.

— Soves — gritó Daenys Mares antes de que la Furia de Bronce alzase el vuelo y juntos tomasen los cielos.

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