Simon Strong se encontraba sentado en una silla tallada de madera oscura en el salón de El Cántaro; el aire en el gran salón era espeso, como si la misma piedra del castillo respirara lentamente, agobiada por los ánimos de los Butterwell. Las velas parpadeaban con luz tenue, lanzando sombras largas sobre las paredes, adornadas con los estandartes dorados y plateados.
Lord Byron Butterwell aún no regresaba de su viaje a Aguasdulces, y la espera de Simon se alargaba más de lo que había previsto. Había venido con un propósito muy claro: sellar la alianza entre las casas Strong y Butterwell mediante el matrimonio de su nieto, Wilbur, con una de las hijas de Lord Butterwell. Pero ahora, en lugar de negociar, Simon se veía atrapado en un nido de serpientes disfrazado de cortesía.
El viejo lord Strong tamborileaba con los dedos sobre el reposabrazos de su silla, mirando a su nieto, que se mantenía rígido junto a él, esperando como él. Wilbur no era precisamente un joven brillante, pero era fuerte y obediente, lo cual lo convertía en una pieza valiosa en la intrincada red política de Poniente. Simon esperaba que su matrimonio con una Butterwell fortaleciera el poder de su casa en estos tiempos inciertos.
Sin embargo, lo que más perturbaba a Simon no era la demora de Lord Byron, sino los entretenimientos que los Butterwell ofrecían en su ausencia. Los sirvientes y la familia parecían deleitarse con espectáculos grotescos y burlescos que ridiculizaban a Rhaenyra Targaryen, la Reina Negra. Se burlaban de su legitimidad, imitando sus gestos y palabras en grotescas parodias. Esta noche, en particular, Simon había sido testigo de una de las escenas más dantescas: un espectáculo de enanos representando a Rhaenyra follándose a todo Desembarco del Rey para ganar adeptos y dominando su mente con su coño brujo y Aegon II derrotándola al darle por culo con su polla santificada.
La sala se llenó de carcajadas mientras los actores danzaban de forma torpe, pero Simon no podía unirse a las risas. Se obligaba a mantener una expresión neutral, aunque por dentro ardía de desagrado. Era bien sabido que los Butterwell simpatizaban con los Verdes, los enemigos de Rhaenyra, pero la abierta burla a la reina, en un momento tan delicado como la Danza de los Dragones, era una provocación peligrosa. Los tiempos eran inciertos y Simon Strong, aunque atado a los Verdes a causa del Señor de Harrenhal, sabía que era mejor esperar qué tenía que decir Lord Tully al respecto. Para él, la política era un juego de paciencia y supervivencia.
—Es indecente —murmuró Wilbur, con una expresión incómoda mientras observaba la parodia, incapaz de apartar la vista—. ¿Qué pretenden?
Simon giró la cabeza lentamente hacia su nieto, quien había hablado por primera vez desde que la grotesca función comenzó.
—Calla, muchacho —dijo en un tono bajo pero afilado—. Estamos aquí para negociar, no para juzgar. Si los Butterwell se divierten con esto, es su problema, no el nuestro.
Mientras las risas de los Butterwell y sus sirvientes resonaban por el salón, Simon pensaba en el futuro. Si Lord Byron regresaba con buenas noticias de Aguasdulces, tal vez se podría sellar el matrimonio.
El espectáculo terminó con un último rugido falso del Aegon, seguido de más risas, y Simon se levantó lentamente, cansado de la espera, cansado del espectáculo. Miró a su nieto y susurró:
—Debemos estar preparados. Los Butterwell puede que no sean los aliados más fiables de los Ríos pero sí los más cercanos.
Y así, con la mirada fija en las puertas del salón, Simon Strong esperó, pacientemente, la llegada de Lord Byron, consciente de que el destino de su casa dependía de esa reunión… y de su capacidad para navegar entre el caos que los Butterwell desataban con tanta ligereza.