Un dorniense nunca llega pronto ni tarde, llega justo cuando se lo propone

Mientras sus hombres procedían al desarme de las miles de tropas capturadas, Oberyn avanzó hacia las tropas reales, montado en un corcel de la arena de pelaje oscuro con crines y cola del color del fuego. Llevaba todavía la armadura, ensangrentada y abollada, y la lanza ennegrecida por la sangre seca (y por quién sabe qué otras sustancias). Le acompañaba Ellaria, montada tras él, que le susurraba al oído con una amplia sonrisa, y el joven Aron Santagar en un corcel zaino, que a juzgar por la cantidad de sangre seca que le cubría debía de haber matado a docenas de hombres, o quizá venía de degollar a un gorrino especialmente voluminoso.

Cuando llegó frente a Rhaegar, se paró a unos pasos de él, bajó del caballo sin conseguir contener del todo una mueca de dolor, y ayudó a Ellaria a bajar. Se giró hacia Rhaegar y se inclinó, lo justo, pero lo necesario.

-Príncipe Rhaegar -le interpeló de buen ánimo-. Habéis luchado bien. Cuando me llegaron noticias de que habíais cruzado el puente, empecé a creer de verdad que lo teníamos en nuestra mano. Lo estaba, y lo cogimos. Bravo por nosotros, y por la Compañía Dorada que lo ha hecho posible. Ya os dije que, si veníais aquí, salvaríamos el reino en el puente de Atranta. Celebro que me hicierais caso. Y ahora el reino está… casi salvado.

Su rostro se endureció por un momento.

-Hay otras cosas de las que hablar. Hay deudas que pagar. Hay promesas que cumplir. Hay destinos que aceptar. Y sobre todo, hay justicia por hacer -calló un momento, dejando a quienes le oían cavilar el significado de lo que estaba diciendo-. Pero hoy, ¡celebremos! -la sonrisa volvió a su rostro-. Tywin está encadenado, Mace muerto, y una guirnalda de cabezas de caballeros Hightower adorna mi pabellón. ¿Qué más se puede pedir? Aunque una botella de vino no estaría mal -se respondió.

Rhaegar tuvo que hacer esfuerzos para no hacer un rictus de desagrado al volver a tener frente a él la faz irreverente de su cuñado. «Mala hierba nunca muere», pensó, con una mezcla de rabia y amargura. Mantenía la esperanza de no tener que volver a verle jamás, pero esta se había probado vana. Los rincones más oscuros de su conciencia deseaban que hubiese muerto en batalla o que por un accidente fortuito hubiese perdido la vida. Confiar en los dioses se había probado inútil, como otras tantas veces. En cualquier caso, su ayuda había sido indispensable para el triunfo absoluto en la batalla y para sofocar la rebelión. Por eso y porque el príncipe dragón seguía aún embriagado de su triunfo, no le costó mucho volver a sonreír.

Príncipe Oberyn —Rhaegar saludó al dorniense con sumo respeto… y tal vez, cautela—. Sin duda, estabais en lo cierto. Cuando recibí vuestro mensaje de que Lord Tywin se encontraba en Atranta, comprendí que tenía que acudir aquí para poner fin de una vez por todas a esta maldita rebelión. Había que decapitar a la bestia, no herir sus extremidades.

Hizo una breve pausa para responder a las últimas palabras de Martell, llenas significado.

Todo se andará, eso está seguro —dijo el príncipe en un tono críptico—. Ahora tenemos que regresar a Desembarco del Rey para celebrar nuestro triunfo y terminar con este episodio. Cuento con que me acompañaréis… pero antes, podemos beber y festejar un poco, sí.

Tras la masacre de la Puerta del Rey y el barullo Ellaria Martell sabe que ha perdido a su gran amor.

El ejército de Dorne se da la vuelta y vuelve a su tierra.