Un puente al futuro

Stannis Baratheon cabalgaba junto a Ronald Connington, como señor de la Tormenta y con su vasallaje reafirmado a la casa Tarfaryen, le correspondía a él comandar las tropas que debían vasallaje al Venado. Cuando todos pensaban que Rhaegar acabaría con la rebelión rindiendo a los asediadores de Harrenhall sorprendió a todos con el cambio de rumbo, la intención era terminar con la rebelión en una sola batalla. Aquellas aspiraciones eran loables, ineficaces a todas luces cuando el joven señor observó las posiciones defensivas del enemigo. Es un maldito suicidio. Pensaba el Baratheon mientras se rascaba las incipiantes entradas que adornaban su cabellera.

La estrategia era parca, como si se tratase de un ejército de la época de la Conquista, Rhaegar ordenó cargar a sus hombres, utilizando los mermados elefantes de la Compañía Dorada como dragones. La caballería pesada y los amenazantes animales componían la vanguardia del ejército real, la única esperanza de que aquello no terminase en una carnicería era abrirse hueco, atravesar las defensas enemigas de un solo golpe y resistir haciendo valer su superioridad numérica. Ser Myles Mooton observó apenado como sus mejores armas eran utilizadas como carne de cañón. Una pequeña pérdida por estar de una vez por todas en el bando del dragón vencedor. Se repetía para convencerse, mientras una lluvia de flechas caía sobre los paquidermos. El efecto que produjo fue devastador, mandados a la carga los elefantes eran incontrolables y el estruendo de los tambores del enemigo y la continua lluvia de flechas no hizo sino más que acrecentar la furia de los animales, que consideraban como única ruta de huida la línea recta, aterrados con la opción de atravesar aquel paso sobre las aguas. Para cuando el último elefante que había pisado Poniente fue derribado, los estandartes de los Darkdell componían un manto para la sangre derramada por los curtidos veteranos que cruzaban a cientos el puente, los guerreros de más renombre que seguían a Lord Mace Tyrell se habían probado inútiles ante el avance de la Compañía Dorada y un desanimo general se apoderó de los hombres del Dominio, la mayoría de los cuales no deseaba morir en aquel pedazo de tierra, tan cerca de sus queridas tierras.

Pese a todo el efecto embudo era debastador y los hombres que seguían a la casa Targaryen caían por cientos. Un centenar de veces esquivaría la muerte Ser Barristan Selmy, coronado ya como mejor guerrero de aquel ejército, que debería vivir desde aquel día sabiendo que mientras el vivía a su alrededor morían los hombres que había llegado a querer, amigos, hombres de armas que habían seguido a su sobrino y que cayeron junto a este, dejando un bebé de nombre Arstan como señor de Torreón Cosecha. Los Lynderly y los Corbray fueron completamente aniquilados, peleando hasta el último aliento junto a sus señores, sabedores de que próximamente el Valle necesitaría un nuevo señor.

Precisamente serían los hombres de Puerto Gaviota los que alcanzarían a romper un flanco, ofreciendo una vía para los hombres que se apelotonaban en el puente. Les siguieron los hombres de Cuerno de la Puerca y Grajal, sabedores de la importancia de rodear al enemigo, no por nada llevaban más de un año de campaña. Los hombres de Lord Mace rompieron filas y huyeron, perdiendo muchos la vida en el camino. Los hombres del Dominio carecían de liderazgo, sus señores combatían en la retaguardia, muchos demasiado gordos para montar a caballo y la espada de Ser Olymar no se podía multiplicar y maldiciendo a su compañeros por no pelear hasta la muerte emprendió la retirada, gustaba de combatir pero suicidarse no aumentaría las posibilidades de ver al león sentarse en el Trono de Hierro.

Lo que siguió a continuación puede consultarse en cualquier libro de la Ciudadela, un ejército en desbandada se desmembraba y resultaba una presa fácil para la caballería dothraki de la Compañía Dorada. Solo la visión de los estandartes del león en la lejanía evitaría una victoria mayor del Príncipe, no pudieron aniquilar a las tropas del Dominio y ahora estas se unirían al Rey Tywin, volviendo a formar una única y poderosa fuerza. Los hombres fuertes de Rhaegar se reunieron en el centro del puente, había que decidir sus próximos movimientos y sin duda aquella noche dormirían muy poco.

Rhaegar Targaryen observaba pensativo las hileras de cadáveres que se amontonaban en la otra orilla del río, y eso sin contar con los que flotaban sobre sus aguas, ahora teñidas del color rojo de la sangre. Hombres de toda condición y de cualquier lugar conocido, así como caballos y los últimos elefantes que heroicamente habían abierto la brecha que su ejército necesitaba para cruzar el puente. «Otra victoria como esta y estaré vencido». Sabía antes de empezar que aquella batalla iba a ser la más cruenta que iba a disputar, y que podía terminar en un completo desastre. ¿Tenía, en todo caso, otra opción? Mientras Lord Tywin siguiera sin ser derrotado sus banderizos no lo iban a abandonar. Los dioses, hasta ahora, habían recompensado su audacia, y a pesar de que sus hombres vieran con sano escepticismo sus planes, lo respetaban y lo adoraban lo suficiente como para seguirle sin dudar. Él era el príncipe de Rocadragón, había vencido a las huestes de Lord Caron cerca de Cantonocturno, matando al mismo en combate singular; había conseguido repetir la misma gesta contra Lord Robert Baratheon y el poder de buena parte de la Tormenta y ahora había conseguido sobrepasar al poderío de Altojardín en circunstancias adversas.

Sólo quedaba una batalla, la batalla más decisiva que decidiría el curso de la guerra. Después de todo lo que había sufrido y de las gesta que había conseguido, Rhaegar no podía permitirse la derrota. Para serenarse, se decía así mismo que lo peor del camino ya había pasado, que ahora tenía que culminar el trabajo que ya había empezado. Ordenó al resto de sus huestes cruzar con orden, así como un reparto generoso de alcohol y viandas para celebrar la victoria y preparar a sus hombres para el siguiente día que se avecinaba. También ordenó seis horas de descanso, una vez que su ejército había cruzado el río y tras haberse asegurado que Lord Lannister seguía a una distancia prudente. Nadie necesitaba decirle a Rhaegar que la siguiente jornada iba a ser la más larga de su vida.

El amanecer llegó e iluminó un cielo despejado, soplaba un viento frío de invierno y las nubes se movían sobre el firmamento del manera perezosa. En tierra, la escarcha cubría la hierba, convirtiendo los prados en un lugar muy hermoso. En unas horas, iban a cubrirse de sangre, y su aspecto iba a pasar a ser dantesco y desolador. Los hombres comenzaron a armarse y a seguir las directrices que habían trazado el día anterior en una tienda de campaña improvisada y siendo conscientes de que la verdadera batalla estaba a punto de comenzar. El príncipe se adelantó a caballo hacia la primera línea, embutido en su ya célebre armadura negra decorada con rubíes y acompañado por las sombras blancas que le seguían allá por donde pasase; Ser Barristan Selmy llevaba el luto grabado en la cara por la muerte de su sobrino, mientras que Ser Oswell Whent mostraba en su miraba el mismo temple del que hacía gala la Mano del Rey. El príncipe miró brevemente a los hombres que nutrían las primeras líneas. Uno podía encontrar desde pequeños nobles y señores de rancio abolengo a hombres humildes de cualquier oficio y condición. Todos sus rostros estaban marcados por la crudeza de la guerra. Nadie ponía en duda que eran hombres duros, seguros de sí mismos y difíciles de doblegar. Rhaegar Targaryen desenvainó a su espada, que brilló con las primeras luces del alba, y con una fiereza que había podrido arredrar al mismísimo Guerrero, empezó a arengar a sus hombres.

¡Hombres del Rey! ¡Habéis venido desde las montañas del Valle, de los bosques de la Tormenta, desde las luces del Dominio y desde el otro lado del mar Angosto! ¡Habéis luchado en las llanuras del Feudo, en los ríos del Tridente y en muchos otros sitios que llevarían horas de enumerar! Sí, hemos luchado mucho… pero ante nosotros se advierte ya el final del camino. La recompensa de todo nuestro esfuerzo está ya a nuestro alcance. No podemos… ¡no debemos flaquear! No ahora, que estamos tan cerca del fin de esta maldita guerra. Nuestros enemigos están desmoralizados porque hemos hecho lo que creían imposible. Y nos temen, claro que nos temen. ¿Acaso no sois vosotros el mejor ejército de todo Poniente? ¿¡Acaso tenéis algún rival al otro lado del campo que pueda rivalizar con vosotros en veteranía y victorias!? ¿De que podemos tener miedo, pues, si nuestro triunfo sólo puede ser seguro? ¡Venceremos porque somos los más fuertes! ¡Por el Guerrero y por la victoria!

Gritos de «¡Rhaegar! ¡Rhaegar, Lordragón!» y «¡Victoria! ¡Victoria y honor!». Al otro lado del prado, parecía que las tropas enemigas, superiores en número y mejor descansadas, enmudecían ante el clamor del ejército realista, conscientes de que frente a ellos se alzaban una inmensa mole de osadía que rozaba la demencia.

Sangre, sangre a mares.

Eso era todo lo que había visto Ronald durante el combate. Había combatido previamente al lado de su primo, en la victoria de Harrenhal, en la defensa de Puertabronce frente a Stannis y en la destrucción de las últimas esperanzas de Robert Baratheon…pero esto lo superaba todo. El número de hombres, lo estrecho de los puentes, los elefantes a la carga, placando, matando y muriendo. Una cacofonía infernal de muerte de la que quería escapar lo antes posible.

“Oh, Jon. Ahora entiendo por qué lo adoras”.

Rhaegar se movía de un lado a otro con actividad febril. Era igual que su primo, una tormenta que se movía de un lado a otro, animando a los hombres y llamando al combate. A otro combate después de días de marcha, millares de enemigos muertos y una alfombra de cadáveres cubriendo los puentes de Atranta. Pero no quedaba otra. Allí, al frente, estaba el ejército del autoproclamado Tywin I, el rebelde contra el que Rhaegar había unido fuerzas con su padre, Aerys, al que todos detestaban, para poner fin a la sangría de los Siete Reinos. El hombre que, indirectamente, había causado el exilio de Jon al no haber bajado las armas, pese a todos sus esfuerzos. Ronald lo odiaba con todo su ser.

Pero también era consciente de las implicaciones de esta batalla. Él no era el loco idealista de su primo, aquel que había arriesgado puesto y vida por una Catelyn Tully que había acabado ejecutada. Él era señor de Nido del Grifo, y Nido del Grifo era lo más importante. Si perdían allí, inclinaría la cerviz sin ningún problema. Mejor un señor odioso y una vida que morir por defender una causa perdida.

Y si perdían aquí, estaba claro que aquella causa se uniría a tantas otras en el basurero de la historia.

Miró a Lord Stannis, a su lado, y a todos sus caballeros, aún animosos, a pesar de la falta de sueño y toda la sangre derramada. La Caballería del Grifo volvería a lanzarse a través de la pradera para aplastar a los hijos del verano bajo sus cascos. Y él los lideraría.

-Caballeros, ¡un grifo!, ¡un grifo! - Alzó la espada. - ¡El grifo ataca!


En un improvisado sept en el campamento de los sitiadores, cerca de Harrenhal, Lord Jon Connington se arrodillaba para pedir a los Siete que acompañaran a su príncipe, a su amigo y a sus tropas en la batalla de los Puentes. No había conseguido dormir, pensando en la distancia que lo separaba de la contienda donde el destino del reino se iba a decidir. No había tomado mujer ni hombre alguno para calmar sus nervios, tal era su ascética devoción por lo que se avecinaba, y solo las plegarias, arrodillado en aquel pequeño templo, le proporcionaban alguna tranquilidad.

-¿Por quién oráis? - Una voz tras él. ¿Lord Hoster Tully? El señor de Aguasdulces le había recibido con honor y abrazado. Había pasado tanto tiempo desde aquella huida de Desembarco… - ¿Por la paz y el descanso?

-Por la victoria, mi señor de Tully. - Jon inclinó respetuosamente la cabeza. - Si Rhaegar vence, habrá paz. El reino la necesita. - Señaló a las estatuas de los Siete. - Los Dioses lo saben. Si Tywin gobierna, Poniente se hundirá en una carnicería perpetua.

Hoster no dijo nada, solo se acercó a poner una vela a los Siete.

-¿Y vos, mi señor?, ¿por quién rezáis?

  • Mano del Rey es un puesto de gran honor.- Hoster Tully se encaminó hasta el improvisado septo y abandonó la vela, ahora acompañada por la de Jon Connington.- Perder la confianza de Aerys debe de haber sido un duro golpe.- Para Hoster, aquel hombre que tenía junto a él era el significado de la confusión hecha hombre. Hacia lo que parecía eones (al menos para él), se había jugado su posición y su vida por llevarle fuera de las manos de Aerys Targaryen. Más tarde conocía que había sido el causante de la muerte de su hermano Brynden Tully. También era el culpable de provocar la caída de su hija en manos del Rey Loco. Pero sabía que había intentado llevarla lejos, y que eso había provocado su exilio. Jon Connington no le era indiferente, y aún con sus errores, Hoster Tully creía en su honor, e incluso en su confianza.

  • Un hermano. Dos hijas. ¿Creéis que hay razón mejor por la que rezar?- La armadura le había pesado desde el día en el que se había armado en Aguasdulces tras su camino por los campos del Tridente huyendo de cualquiera que quisiese buscarle. Ahora, aunque cansado, Hoster Tully estaba más decidido que nunca. Había llorado, y la Casa Tully había sufrido la mayor de las pérdidas de todas las de Poniente. O eso creía Hoster, fiel seguidor del lema de su casa.- Si Tywin Lannister gobierna no sabemos lo que ocurrirá, Grifo.- Se permitió aquel apelativo, regalando un toque de dignidad a alguien a quien se la habían arrebatado.- Sin embargo es quien ahora ocupa el Trono de Hierro el que ha provocado todo esto. Todo a degenerado. La Casa Tully y el Tridente lo han sufrido. Mirad.- Y señaló con el rostro hacia su derecha. Allí se alzaba Harrenhall, asediada por los hombres del Norte, el Valle y los Ríos. Allí dentro se acinaban los traidores del Tridente, un trabajo que su hermano había desempeñado cuando el no estaba, y que Hoster debería de finalizar con los Frey y los Whent.

  • Dentro se encuentra la familia de mi esposa. ¡Si Minisa supiese que fue un traidor de su propia familia quien llevo a Cat a manos de Aerys!- El suspiro que salió de sus labios le pareció eterno.- Todo esto, Connington, ha provocado heridas que no sanarán. Tu Príncipe se ha retrasado.- Apostó una mano en el hombro de Connington y apretó levemente. No podía estar de acuerdo con él. No podía querer la victoria de Rhaegar Targaryen. Sin embargo sus plegarias no iban por los que estaban allí, sino por los que se habían ido. Recordó como llamaban a aquella joven que había tomado las riendas de todas sus tierras. ¡Lady Coraje la llamaban! Los ojos de Hoster se empañaron por un momento y entonces decidió que la mejor forma de honrar a su hija era la de tomar aquello que desbordaba de ella. Ahora lo necesitaría más que nunca.

En Atranta corría un viento frío desde esa mañana que hacía aún más ingrata la labor de los centinelas de la Casa Lannister que seguían con desconfianza, desde la ribera este, los movimientos de las tropas dornienses al oeste. Tras días de largas negociaciones en medio del puente entre Tywin y Oberyn, que no parecían haber dado fruto, Tywin se había marchado apresuradamente rumbo al este con la mayoría de las tropas, al encuentro del Príncipe Rhaegar y la Compañía Dorada, y Oberyn estaba levantando el campamento para, según decían los entendidos, poner rumbo de vuelta a Dorne; aunque otros aseguraban que Tywin le había convencido finalmente para atacar la retaguardia del príncipe.

En cualquier caso, se retiraba, y los cinco mil hombres que habían quedado atrás para defender el paso empezaban a bajar la guardia. Al menos cuando no pasaba cerca de ellos Gerion Lannister. Se le veía más serio que de costumbre; había estado reunido un buen rato con su hermano antes de la marcha de este y era consciente de que, si bien era probable que no hubiera incidente alguno, en caso de darse un ataque dorniense que tomara el puente, las consecuencias podrían ser gravísimas. Su hermano quedaría atrapado entre dos fuerzas hostiles, sin lugar al que escapar.

El sol teñía ya de rojo oscuro el Aguasnegras cuando uno de los centinelas hizo una mueca.

-¿No oyes algo? -le preguntó a su compañero.

Este aguzó el oído y le miró con cinismo.

-¿Algo? ¿El qué, el río? Sí, lleva sonando todo el día. Y toda la noche. Es un río. Los ríos suenan, imbécil.

-No, no -negó con la cabeza-. ¡Ahí! ¿No lo oyes? Es como… ¡Escucha!

Un rumor de fondo, paralelo al ruido que hacía el río, parecía estar en aumento. El otro guardia, que ahora sí parecía haber escuchado algo, puso cara primero de alarma, y a los pocos segundos, de pánico, cuando distinguió a lo lejos a la caballería dorniense entrando al galope en el puente.

-Es… ¡Nos atacan! ¡A LAS ARMAS! ¡A LAS ARMAS! -aulló corriendo hacia las posiciones defensivas.


-¡DORNEEEEE! -gritó Oberyn con la lanza alzada al sol, al frente de la hilera de caballeros que como una tromba de agua se derramaban por el estrecho puente de piedra. Delante de él, miles de soldados Lannister dispuestos a vender cara cada pulgada del puente. Detrás, un par de miles de caballeros dornienses al galope, y la infantería intentando encontrar sitio para seguirles. Oberyn sabía que nada motivaba más a un soldado que la certeza de que, si dejaba de avanzar, moriría arrollado por sus propios compañeros. Solo había un camino posible: hacia delante a través del enemigo.

Habían tenido tiempo, si no de prepararse para este ataque en concreto, sí al menos de preparar las defensas, y para cuando llegaron al otro extremo había una hilera de lanceros esperándoles. El choque fue violentísimo. Muchos hombres de ambos bandos salieron despedidos por el impacto y cayeron a las aguas que rugían bajo sus pies. Oberyn esquivó la muerte por poco; su caballo no tuvo tanta suerte, y se vio obligado a desmontar.

-¡AVANZAD! ¡AVANZAD! ¡AVANZAD! -se desgañitaba mientras teñía su lanza de rojo.

Oberyn sabía que, si los enemigos repelían el primer asalto, era probable que el ataque fracasara. Si las tropas Lannister se rehacían en el puente y les quitaban la iniciativa, se convertiría en una larga batalla de desgaste, y eso a él no le servía para nada; pero si conseguían empujarles y hacerse aunque fuera con un palmo de tierra, su superioridad numérica les daría una victoria rápida.

A su izquierda y a su derecha veía a hombres y caballos caer a las frías aguas del río. Muchos hogares dornienses se quedarían sin un padre hoy. Pero poco a poco, pulgada a pulgada, estaban avanzando. Oberyn veía cómo el terror empezaba a adueñarse de ellos. Y entonces escuchó una voz. Y las tornas cambiaron.


-¡Ni un paso atrás! ¡Roca Casterly! ¡Roca Casterly! -vociferaba el menor de los Lannister, que se había abierto paso hasta la primera línea y había detenido en seco el avance de los dornienses, que ya estaban a escasos metros de llegar al otro extremo.

El cuerpo sin vida de Lord Edmynd Wyl yacía frente a él, y con su aparición los hombres de Occidente parecieron adquirir un nuevo vigor, una nueva determinación. El avance había parado en seco.

Oberyn supo que mientras Gerion siguiera en pie las tropas Lannister no flaquearían, e intentó ir hacia él, pero frente a él un par de caballeros parecían obstinados en hacerse con su cabeza y no le daban opción a hacer mucho más que defenderse.

Vio por el rabillo del ojo a Lord Quentyn Qorgyle enzarzarse en combate singular con Gerion. Era un buen espadachín y sus tajos parecían estar haciendo mella en el Lannister, que sangraba de un par de heridas, pero en un visto y no visto Gerion le hundió la espada en el pecho hasta la empuñadura y el señor de Asperón cayó junto a Lord Edmynd.

Oberyn negó con la cabeza y, tras librarse de sus oponentes, que ya se habían cansado y habían bajado la guardia, con un par de lanzazos bien dirigidos, se abrió paso hasta el Lannister. Este lo vio venir y con un cruce de miradas bastó para que los hombres de alrededor de ambos se apartaran y el combate, por unos segundos, se redujera en intensidad. Aquí se decidía la batalla.

-¿Sigues siendo leal al asesino de tu hermano? Qué bajo has caído, Oberyn -le dijo mientras se movía en semicírculo frente a él, poniéndolo a prueba con tentativas estocadas.

-Nunca lo he sido. Mataré a ese perro rabioso yo mismo -dijo lanzándole una estocada que pasó a milímetros de su cara-. Igual que a ti. Y a tu hermano. Y a todo el que se ponga en el camino de mi sobrino hacia el trono -lanzó otra estocada, rápida como un relámpago, que en esta ocasión le arañó el costado.

-¿Pretendes instalar a un bebé en el trono y reinar por él? Vaya, vaya. Apuntas alto.

-Es el único sitio al que sé apuntar -le dijo Oberyn, y para reforzar sus palabras le lanzó una estocada a la cabeza que hizo que su yelmo saliera volando y le arañó la mejilla.

Gerion, lejos de echarse atrás, aprovechó para darle un tajo a la altura del vientre, donde las piezas de la armadura se unían, que Oberyn solo pudo esquivar en parte. Sintió la sangre correr, pero esperaba que fuera una herida superficial.

Intercambiaron un par de golpes más, pero las reacciones de Gerion parecían estar volviéndose más lentas. Y en la cara de Oberyn se estaba ampliando una sonrisa. Lanzó una ráfaga de estocadas que le hirieron de nuevo y le obligaron a dar un paso atrás. Entonces titubeó, dio otro paso atrás y de súbito pareció entender algo.

-Perro dorniense… Víbora del desierto -le dijo con esfuerzo-. Tu lanza está empozoñada.

-Siempre, Gerion. Siempre lo está -admitió Oberyn sonriente.

La sonrisa se le borró cuando el menor de los hermanos Lannister se lanzó con un rugido y su última reserva de fuerzas hacia él, que pudo esquivar su salvaje ataque por los pelos y con la ayuda de su armadura, que quedó abollada; ese golpe le iba a doler un tiempo. Antes de que Gerion pudiera recuperar la posición y alzar la guardia, echó mano al cuchillo y se lo clavó en la garganta, en la rendija que la gorguera no cubría. Tras intentar entre estertores levantar una última vez su espada, el cuerpo de Gerion quedó inánime y cayó al suelo.

Pareció que el mundo se detuviera por un segundo. Oberyn alzó la lanza hacia los cielos y gritó.

-¡A POR ELLOS! ¡DORNE! ¡DORNEEE!

El resto de la batalla fue una carnicería. Las tropas Lannister apenas aguantaron unos asaltos más antes de darse a la fuga, pero la caballería dorniense, que había sido la primera en cruzar, dio buena cuenta de las tropas en retirada.

Oberyn se sentó a retomar el aliento, haciendo una mueca de dolor. Lo habían hecho. Habían cruzado. Pero la auténtica batalla no había hecho más que empezar.

El día amaneció gris, nubes de tormenta se cernían sobre el escarchado campo de batalla. Frente al desgastado ejército realista los rebeldes del Dominio y Occidente, una mezcla de veteranos vencedores de las batallas en las que había participado el León Dorado y los derrotados campesinos del Dominio que habían perdido todas y cada una de las batallas a las que sus señores les habían conducido. ¿Sería magnánimo el dragón si perdían? Los hombres se miraban en la distancia, escudriñando los miedos del otro, observándose sobre un mar de cadáveres de hombres y bestias.

Las tropas que seguían a Tywin I Lannister eran inmejorables, bien pertrechadas y descansadas aquel era el mejor ejército que Poniente había reunido en aquella guerra.

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Sus rivales, una malgama de casas que seguían aferrándose al pasado, a la gloriosa época en la que los dragones surcaban los cielos y regían el destino de todos.

Los ejércitos chocaron con un caos armónico, los generales de ambos ejércitos eran ávidos comandantes e incluso en el desorden natural de las levas de combate podía apreciarse el orden. Aquellos ya no eran ejércitos cualquiera, los pertrechos y duros entrenamientos de Occidente dotaban a su ejército de una solemnidad aterradora. Por otro lado, algunos de los seguidores de Rhaegar llevaban ya decenas de batallas a sus espaldas; al frente, tres Manos del Rey, infinidad de sucesiones entre sus señores y cientos de amigos y familiares caídos en batalla. Como colofón, los cerca de ocho millares de mercenarios que estructuraban el ejército del Príncipe, repartidos entre todas las líneas los hombres de Toyne daban sentido a aquella guerra. Una vez más Rhaegar, en su fuero interno, agradecía a su amigo aquel magnífico movimiento, las arcas reales y su talento diplomático había traído a la Compañía Dorada a Poniente, sellando por fin una herida abierta en el seno de la Casa Targaryen desde hacía décadas. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, ¿estaría pagando un precio demasiado alto para sustentar a su familia en el poder? ¿Qué familia? Cuando las preguntas comenzaban a atormentarlo desechó toda duda, el Dragón que había en él decidiría, no debía, no podía morir aquel día. Tenía que despejar su mente.

Los hombres de la Tormenta ocupaban los flancos, Lord Stannis, el joven señor de Bastión de Tormentas había obtenido el favor del Príncipe y el flanco izquierdo del combate recaía en su responsabilidad. Mientras tanto, la caballería del Grifo con Lord Ronald Connington, otro hombre que estrenaba título reciéntemente, ocupaba la derecha. Lord Mace Tyrell, tras sus hombres, trataría de frenar el envite del primero, apoyado por un buen destacamento de los mejores hombres del rey, Ser Jaime Lannister, el Príncipe de Roca Casterly, combatiría en el lado opuesto, extasiado por cumplir las órdenes de su padre y redimirse por tanto daño provocado a su familia. En el centro, las chanzas y una falta de respeto absoluta por la muerte Ser Myles Toyne debería de romper las filas del enemigo, algo que sin duda trataría de impedir Ser Olymar Tyrell, deseando vengar a su padre y redimir a su familia en aquella condenada guerra.

Las esperanzas de Ser Olymar se vieron truncadas pronto, el empuje de los veteranos de la Compañía Dorada era demasiado y una y otra vez se veía obligado a retirarse, dos intercambios de espada con Ser Myles le valieron para escuchar a la muerte, que tenía voz y risa de mercenario. Al menos esa era la visión del exiliado caballero de la Tormenta , que haciendo gala de su poco cerebro se lazó en la persecución de las mermadas huestes del centro enemigo. La sorpresa le llegaría al verse completamente rodeado. Ser Jaime y Lord Mace habían cumplido su papel con creces, el primero incluso haciendo retroceder a los Connington, tras doblegar en combate personal a Lord Ronald, que tuvo que ser retirado por sus hombres para evitar perecer ante el estupendo espadachín de Occidente.

Los arqueros acribillaban el centro y la victoria parecía tan cerca…incluso cuando una flecha perdida atravesaba el cuello del señor de Altojardin, ahogando sus grititos y sus tímidas arengas en un mar de sangre. La inercia producida por la táctica que había esgrimido el León era imparable.

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Más no hubo suficiente tiempo, las intervenciones de Ser Oswell Whent y Ser Myles Mooton, reforzando con caballería allí donde la línea flaqueaba y la muerte de Ser Kevan Lannister, en combate singular con el joven caballero de Poza de la Doncella, fueron suficientes para frenar el avance de los rebeldes.

La batalla terminó tras muchas horas, cuando el sol caía, al son de las cornetas dornienses. El otro puente había caído. Ser Gerion Lannister debía haber muerto y eso significaba que no quedaba esperanza para ellos. Muchos trataron de huir y fueron cazados como liebres. Especialmente cruenta fue la venganza personal que se tomaron algunos hombres montados dornienses contra los hombres que ondeaban estandartes de Antigua y sus vasallos. Los gritos de terror y dolor se extendieron por el campo de batalla. Al poco tiempo, alrededor de 10.000 hombres deponían sus armas y clamaban a la clemencia del dragón.

Pronto los lideres de ambos ejércitos se reunieron en el centro del campo de batalla, de las próximas palabras que pronunciasen sus bocas dependería el futuro de cientos de miles de personas.

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Stannis casi podía saborear la gloria. El Señor de la Tormenta oindeaba su melena al viente. Su hermano, el rey más digno había muerto en combate a manos de su enemigo. El Guerrero no estuvo con él ese día. Tras desbandarse su ejército Stannis dobló la rodilla ante el Príncipe. Si Robert no era el rey los Targaryen gobernarían como era legal. No sabía si aquel Príncipe de ojos violetas era el caballo ganador pero él lo iba a seguir hasta donde fuera. Era joven y feliz y valiente. Él que había crecido a la sombra de su hermano podría ser el Baratheon que su hermano debería haber sido. Consiguió que el Príncipe le diera el mando de los hombres de las Tormentas que quedaban. Stannis tenía mucha experiencia militar para su edad, estaba probado en batalla como general y guerrero junto a su hermano. Había combatido a los hombres que ahora comandaba pero tenía la esperanza de poder cerrar las heridas abiertas en las Tormentas y en el reino. Aquella tarde probaría su valor y le llevaría al Príncipe la cabeza del león para que nadie pusiera en duda la lealtad de Stannis Baratheon. Stannis dirigió con bravura y tenacidad el flanco izquierdo que jamás se quebró y que pudo envolver finalmente a rosas y leones con paso marcial. Cuentan que buscó el estandarte de Lord Tywin durante toda la batalla y que tuvieron que detenerlo tras la última carga mientras eliminaba a los supervivientes.
Victoria cantaban los hombres al final del día. Una victoria gloriosa. Miró al Príncipe. ¿Sería él el caballo ganador?

NOTA DEL AUTOR

Debido a las posibles confusiones que se pueden dar al leer el relato, el mismo sucede antes de la batalla entre los ejércitos realistas y rebeldes.


Dos comitivas formadas por dos docenas de caballeros se separaron de sus respectivos ejércitos y se dirigieron al lugar acordado, en tierra de nadie. Rhaegar Targaryen había seleccionado a dos capas blancas para velar por su seguridad, con Ser Oswell a su diestra y ser Barristan a su siniestra la Mano del Rey no tenía nada que temer. Su escudero Clement Crabb portaba orgulloso el estandarte del dragón tricéfalo. Fue el príncipe Targaryen el primero en llegar al lugar convenido, pero no tuvo que esperar mucho para que aquel al que llamaban Tywin I hiciera acto de presencia. Su señoría se hallaba franqueada por dos inmensas moles embutidas en acero. Quién dijera que los gigantes se habían extinguido, era porque sin duda no habían podido ver con sus ojos a aquellos seres aterradores. Detrás de él, y no a mucha distancia, cabalgaban su hermano ser Kevan y su heredero ser Jaime. Rhaegar no pudo evitar sonreír para sus adentros. A sus trece años, Clement Crabb tenía más altura y más barba que el joven león. Cuando los caballos Lannister dejaron de cabalgar los comandantes de ambos ejércitos se examinaron con atención, de león a dragón; de Rey a Mano. Fue la Mano quién rompió el silencio.

Ser Kevan, es un placer volver a veros —el aludido inclino la cabeza con cortesía— . También a vos, joven ser Jaime. Estoy seguro de que Arthur Dayne querrá volver a verte cuando acabe esta guerra —a Rhaegar le pareció ver sorpresa en los ojos del joven caballero ante la mención de la Espada del Alba— . Procura sobrevivir hasta entonces. Lord Tywin Lannister —el príncipe hizo hincapié en el título señorial, pues no era más que un falso rey— . Mentiría si os dijera lo mismo que a vuestra sangre.

Lord Tywin Lannister no dijo nada. Se limitó a analizarle fríamente con aquellos ojos esmeraldas más duros que el pedernal. Rhaegar miró un momento hacia el horizonte al tiempo que esbozaba una sonrisa dura. Después, volvió a mirar a su interlocutor a los ojos.

El destino sin duda es cruel al volver a reunirnos en estas circunstancias. Cuando nos separamos en Harrenhal, vos erais la Mano, y ahora lo soy yo. Lo reconozco, habéis sido hábil, muy hábil. Aprovechando el descontento del reino hacia mi padre os habéis investido con una dignidad real que no os corresponde en absoluto. En circunstancias normales, Poniente jamás habría aceptado vuestro reclamo. Pero la jugada os ha salido mal —Rhaegar negó con la cabeza— . ¿Cómo dijisteis en Harrenhal? “Si vais a luchar, aseguraos de que contáis con una ventaja aplastante para que la victoria sea rápida y sin posibilidad de revancha” —recitó de memoria el príncipe, recordaba aquella conversación vívidamente— . Vuestra victoria está distando mucho de ser rápida; habéis arrojado al reino a una guerra civil incierta que a cada mes se lleva más y más hombres a una muerte prematura. Y aún en el caso en el que vencierais, os quedarían muchos cabos sueltos cuyo nudo escapa a vuestro control.

» ¿Por qué, Lord Tywin? ¿Por qué preferisteis satisfacer vuestra ambición personal en lugar de apoyarme para buscar una solución pacífica al gobierno errático de mi padre? Respondedme al menos a esa pregunta. Aún no es tarde para que depongáis las armas y para que volváis a servir al reino. No tienen por qué morir hoy decenas de miles de hombres. En circunstancias normales, no tendríais expiación posible por vuestros crímenes, pero estoy dispuesto a perdonar —el príncipe señaló a Lord Tywin brevemente con un dedo— . Renunciad a vuestro reclamo y volveré a confirmar ante el reino vuestras tierras y títulos. Yo me ocuparé de que mi padre no os ponga las manos encima. De lo contrario, os destruiré hoy aquí.


Tywin era un hombre paciente y, ante todo, un hombre de estado. Las acusaciones, insultos velados, amenazas y palabras en general que le dedicaba Rhaegar eran tomadas como parte de un teatro en el que los actores debían representar su papel. Lo único que le molestaba era que sentía que el Príncipe se creía su personaje. Dejó que el Targaryen despachara cada una de sus denuncias y cuando pudo replicar lo hizo con la frialdad y arrogancia que esperaban de él.

No confiaba en vos, Príncipe Rhaegar —dijo con serenidad y dureza, con una certeza tal que si el dragón tenía algo de orgullo debería sentirse herido—. Los Targaryen habéis demostrado que vuestra estirpe se ha marchitado generación tras generación y no puedo permitirme servir a otro. Ni tan siquiera voy a permitir que Poniente lo haga.

Me habéis fallado como lo hizo vuestro padre, Rhaegar. Deposité mi confianza en Aerys y lo hice con vos y por ello es por lo que han muerto tantos. Me culpáis de arrojar a Poniente a una guerra civil y no os dais cuenta de que lo haría una y otra vez si con eso consigo un gobierno justo y digno a los Reinos.

El Lannister imponía en su caballo, con su armadura carmesí con motivos de leones dorados, su capa de la mejor tela cayendo sobre las grupas de la montura y su regia figura, porque por mucho que quisiera negarlo Rhaegar, Tywin parecía y actuaba como un rey. Y la corona. Aquella corona sobre sus sienes lo hacía rey, quizás no para todos pero sí para los suficientes.

» Me preguntáis el por qué de mi causa y me amenazáis y concedéis el perdón. Príncipe Rhaegar, aún no entendéis que no tenéis nada con lo que negociar. Es vuestro padre quien gobierna, ha sido Jon Connington quien os mantuvo vivo, es Martell quien os hace creer que tenéis aliados y son unos mercenarios quienes os mantienen esperanzados. Y os demostraré, día a día, que puedo derribar cada pilar en el que os sostenéis.

» Pero me habéis ofrecido una oportunidad y sería indigno de mí no ofreceros lo mismo. Marchaos a Rocadragón como Príncipe y así conservaréis el título. Vuestros hijos seguirán siendo Príncipes y podéis dedicaros a vuestra Profecía. Mi causa no requiere de extinguir a los Targaryen, busco el trono de Poniente y los Targaryen tienen su lugar en él.

» Pero si os oponéis a mí hoy, no existirá el perdón. Los Targaryen caerán en desgracia y desaparecerán de Poniente. Haré realidad cada uno de los miedos y bulos que me asignan, Rhaegar. Seré el Tywin que queréis que sea.


En otras circunstancias, el príncipe dragón no habría podido evitar soltar una carcajada amarga, teñida, tal vez, con algo de desprecio. Las palabras que salían de la boca del señor del león bien podrías haberlas dicho el canalla de su cuñado, con ligerísimas variaciones. Oberyn Martell y Tywin Lannister eran personas mucho más similares de lo que su arrogancia les impediría admitir.

Un gobierno justo y digno a los reinos… mientras vos tengáis el poder en las manos. ¿Es así, no? —el príncipe levantó una de sus cejas, fingiendo sorpresa— Vuestros nobles deseos quedan reducidos a la nada porque el principal motor de vuestros actos es la ambición.

» Si os ayuda a conciliar mejor el sueño pensar que soy una marioneta en manos de tal o cual señor o que sólo soy una persona insignificante sostenida por otras mucho más virtuosas que yo no seré yo quién os saque de ese error. Pero tened cuidado, Lord Tywin —Rhaegar no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa— . Quizá hayáis errado en vuestro juicio y estéis frente a un peligro mucho mayor al que pensáis.

» Decís que me correspondéis con una oportunidad y yo os respondo que no me ofrecéis más que palabras vacías. Mientras la estirpe del dragón perviva vuestro reclamo al trono no será sólido, y necio sería si pensase que ibais a permitir que yo y mi familia tuviéramos una vida larga y feliz. Es una lástima, pero dado que no cedéis, las circunstancias nos obligan a combatir hasta la muerte.

» Será mejor que recéis, Lord Tywin. Yo, por mi parte, ya no lo hago mucho. Me concentro en la disposición de mis tropas y capitanes, pero vos, mi orgulloso señor de Roca Casterly, necesitáis toda la ayuda que podáis reunir, porque al otro lado del campo de batalla os aguardan los hombres más duros y veteranos que se conocen en este confín del mundo; comandados por un general que no conoce la derrota. Si los dioses os abandonan enterraré vuestro nombre con vuestros huesos y os borraré de la historia.

Tal vez el príncipe había pecado de arrogante, tal vez la emoción le había dominado conforme las palabras subían por su garganta, tal vez debería haber sido más comedido… pero ya era demasiado tarde para deshacer lo dicho. Aunque haciendo honor a la verdad, no distaba mucho de lo que pensaba. Tras acabar su discurso, no esperó respuesta, porque ya no había nada más que decir. Tomó las riendas de su caballo y se dio la vuelta sin despedirse, acompañado por sus dos escudos blancos.


Lord Tywin miró como Rhaegar se marchaba y casi sintió pena por el necio que le daba la espalda. No había entendido nada de lo que estaba ocurriendo, era joven y creía que el honor, las causas justas y las profecías movían el mundo. Poniente entero esperaba que Tywin buscara hasta el último Targaryen y lo matara si vencía, pero todos sin excepción se equivocaban. Quizás, sólo quizás, Aerys sabía qué pasaría si Tywin se sentaba en el Trono de Hierro.

El Señor de Roca Casterly no temía a los Targaryen ni sus aspiraciones en caso de ser derrotados, los quería vivos, quería que pudieran ver año tras año cómo eran gobernados; les permitiría gobernar Rocadragón pero tan sólo eso, serían vasallos de los Lannister y como tales serían tratados. Lord Tywin Lannister sólo quería ver a su Casa en lo más alto para que nunca nadie volviera a despreciarlos. Fueron reyes una vez y volverían a serlo.

Rhaegar hablaba de que no era un títere, de que a su lado estaban los más valientes hombres de Poniente, pero Tywin sólo veía que debía toda su carrera militar a los Fuegoscuro y que eso sería su perdición. Para el Señor de Roca Casterly no había diferencia entre unos y otros, dragones, pero sería irónico que los que ayudaron a mantener a los Targaryen en el trono se lo arrebataran después. Ellos o los dornienses. A saber. Tywin y Rhaegar tenían algo en común al fin y al cabo: sus aliados no eran de fiar.

Tywin espoleó su caballo y volvió grupas. Tenía una batalla que ganar.