Un recibimiento digno de un rey

Los orgullosos antigüeños estaban acostumbrados a la pompa y las extravagancias, pero aún así, no todos los días se recibía en la ciudad a la Casa Real.

Ya se reunía una multitud en torno a la ruta que estaba previsto que tomaran para cruzar la ciudad hasta el Faro, con los guardias manteniéndolos apartados de la vía a gritos y empujones. El ambiente era de fiesta; los lugareños llevaban sus mejores galas y charlaban animados, los vendedores ambulantes anunciaban a gritos tener los mejores buñuelos de carne de cerdo a esta orilla del Mander, aunque a juzgar por los gritos de algunos clientes la carne de cerdo tenía bigotes de gato; y hordas de niños callejeros corrían descalzos entre las piernas de la multitud intentando no soltar su botín, una bolsa de monedas o un sospechoso buñuelo robados con el sudor de su frente. Grupos de novicios de la Ciudadela, que a juzgar por sus maneras llevaban ya un buen rato bebiendo, hacían notar también su presencia gritando improperios indecentes a las mujeres y peleándose entre ellos. En resumen, la ciudad estaba a un paso del éxtasis, y también a un paso de la revuelta violenta. Pero mientras nada encendiera la chispa, todo iría bien.

Poco antes de la caída de la tarde, el sonido de trompetas anunció que la comitiva Gardener al fin estaba al llegar. En estricto orden de rango, los primeros miembros de la casa en aparecer fueron las princesas Eleana y Catlyn, llevadas en lujosos palanquines y rodeadas de una marabunta de guardias con armaduras ornadas con flores en el yelmo. Las jóvenes, que apenas miraron de reojo a la muchedumbre, parecían nerviosas, y un ojo crítico hubiera dictaminado que a la más joven le faltaba pecho, a la otra le sobraba culo, y ambas parecían bastante pavisosas. Pero había pocos ojos críticos en Antigua, y con sus primorosos vestidos, peinados imposibles y maquillaje bien aplicado, se hizo a su paso un silencio sobrecogido. Los hombres las miraban con la boca abierta. Incluso los niños callejeros alzaron sus caras llenas de mocos y mugre para verlas y decidieron que, algún día, ellos se casarían con una princesa. Un vendedor que eligió ese momento para recordar a la concurrencia lo buenos que estaban sus buñuelos recibió un puñetazo en la cara que le noqueó, y en respetuoso silencio los niños callejeros saquearon su puesto, su bolsa y sus zapatos.

Antes de que se hubieran repuesto, los chillidos femeninos anunciaron la llegada de Gawen el Bello, el hombre que hacía perder el sueño a todas las mujeres del Dominio. Apareció montando en un caballo negro enjaezado de andares orgullosos, y como siempre, estaba perfecto. La sonrisa pícara que dedicaba a la concurrencia hacía derretirse incluso a las ancianas. Cuando se apartó un rizo dorado de la frente con un sensual movimiento de cabeza y guiñó el ojo a unas damas de una casa menor que le observaban desde un balcón, varias de ellas se desmayaron y hubo que auxiliarlas. Los guardias luchaban por mantener a raya a las mujeres que le pedían a gritos que las abriera de piernas aquí y ahora y las fecundara, peticiones a las que él respondía con gestos enigmáticos pero siempre encantadores. “Joder, qué ganas tengo de comerme una buena polla”, pensaba mientras tanto Gawen.

En comparación con la locura provocada por Gawen, el recibimiento de Edmund, el heredero, fue bastante más sobrio. Montado en un fuerte destrero, con su armadura completa, el príncipe daba una imagen clásica de caballero que era muy del agrado del pueblo. Muchos ansiaban verle, pero no aquí, donde su encanto natural, de haberlo, tampoco se hacía notar mucho, sino en el campo de justas, pues su destreza en esa lid era de sobra conocida.

-¡Viva Antigua! ¡Viva el Dominio! ¡Viva el Rey! -proclamó Edmund alzando la espada, para animar las cosas un poco.

La muchedumbre respondió con cierto entusiasmo a los vítores, y a su paso incluso algunas damas fingieron desvanecerse, quizá no con tanto convencimiento como con su hermano. Pero las nobles más calculadoras sabían que el premio gordo era este príncipe, no Gawen, y cruzaron más de una mirada con él para intentar hacerle caer bajo su hechizo. Cosa que, se rumoreaba, tampoco era especialmente difícil. Aunque conseguir casarse con él sin duda era otra historia. Pero quien lo consiguiera tendría la mitad del trabajo hecho para ser ni más ni menos que Reina del Dominio.

Y finalmente, en una extravagante carroza que parecía hecha de oro sólido (y remarquemos el “parecía”), el Rey y la Reina se dejaron ver ante su pueblo. Brevemente, porque por la ventana solo se le veía un poquito; en un par de ocasiones se asomó a saludar, con su corona y todo, dejando boquiabierto al pueblo, para quienes el Rey del Dominio era una figura de proporciones místicas, de cuya existencia incluso algunos llegaban a dudar, defendiendo que todo eso de Altojardín y los Gardener era una historia que se habían inventado los Hightower para subir los impuestos. Hoy, incluso ellos tuvieron que reconocer que el Rey del Dominio existía, y muchos quedaron confundidos al ver que, a primera vista, era similar a una persona normal, y a su paso no parecía que las plantas crecieran a un ritmo más alto que de costumbre.

Lo que sí que ocurría a su paso es que un par de pajes delante del carro lanzaban sacas de pétalos de flores, que llenaban el aire y se le metieron por la boca y la nariz a más de un espectador haciéndoles toser con desesperación. Y, lo más importante, que tras el carro otro par de pajes lanzaban monedas. Eran en su mayoría de cobre, pero los antigüeños no se caracterizaban por odiar el dinero y casi todos, incluso los burgueses más reputados, se lanzaron a cuatro patas al suelo para intentar recoger todas las monedas que pudieran. Cuando la situación empezó a descontrolarse, los pajes se limitaron a arrojar sin más el par de sacos que quedaban hacia la gente, que tras esquivarlos empezaron a pelearse a golpes y, después, a navajazos, por ellos. Pero nada de eso, que a fin de cuentas era casi rutinario, quedaría registrado en las crónicas.

Lo que quedaría en las crónicas era que la Casa Gardener había tenido en Antigua un recibimiento digno de un rey.