Una larga resaca

A muchos de los invitados les despertó el repicar de las campanas de la Fortaleza. Apenas faltaban unas horas para el amanecer cuando se decreta el toque marcial en la Fortalezaz, nadie, salvo permiso del Rey, puede abandonar sus estancias. De un lado a otro los Capas Doradas corren por los pasillos.

Los que tienen ventanas a la ciudad son plenamente conscientes de lo que ha sucedido. Las puertas han sido abiertas y la Compañía Dorada discurre por las calles de Desembarco del Rey.

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Tengan cuidado ahora con los peldaños, mis señores –les advirtió el eunuco al grupo de conspiradores–. Mantengan una mano en la pared y la vista fija al suelo y no perderán su orientación.

¿No había otra forma de abandonar el castillo sin parecer vulgares criminales? –se quejó Lord Stannis. El joven señor de la Tormenta no podía ocultar su inquietud, estaba satisfecho de que el complot se hubiese puesto en marcha, pero no terminaba de estar seguro de haber tomado al caballo ganador.

Me temo que no, mi señor. Su Majestad tiene todos los accesos de la fortaleza custodiados por hombres de férrea lealtad. Nuestra salida no habría pasado desapercibida.

Lord Stannis no dijo nada más. Varys abrió la marcha a través del pasadizo, con el príncipe Rhaegar siguiéndole muy de cerca. Con ellos también marchaban ser Oswell Whent y ser Myles Mooton, junto al recientemente nombrado señor de Harrenhal, Lord Myles Toyne. A todos les guiaba un objetivo común: poner fin a la guerra sin que hubiera más baños de sangre y establecer una paz duradera. Ello solo podía conseguirse arrebatando el trono a Aerys, el segundo de su nombre. Su última locura había sido perdonar la vida al hombre más peligroso del reino, Tywin Lannister. Rhaegar había jurado venganza y esperaba cobrársela en unas pocas horas.

El príncipe tenía la mirada baja y la faz taciturna, más en la oscuridad del subterráneo nadie podía advertirlo. Sus sentidos estaban alerta, pues a pesar de todo no terminaba de confiar en absoluto en el eunuco. «Si quiere hacernos desaparecer, no encontrará un lugar mejor. Tardarían años en encontrar este pasadizo». Si se había avenido a confiar en él era porque era su única esperanza, y porque tomaba al Consejero de Rumores como un hombre inteligente y pragmático. Rhaegar pudo advertir que caminaba sobre mosaicos que tenían los colores de su Casa. Pareció advertir entre ellos la imagen del dragón tricéfalo, pero lo que más le llamaba la atención es que no parecían muy desgastados. El túnel parecía de una construcción relativamente reciente.

¿Adónde lleva a este pasadizo, Lord Varys?

A una casa de placer ubicada en la calle de la Seda, Alteza. No temáis, la dueña está al tanto de todo, ningún indeseado se percatará de vuestra presencia.

Me llama la atención que la Fortaleza Roja tenga un túnel de esta naturaleza –la curiosidad de Rhaegar era palpable, se sentía como un niño interrogando a un maestro muy sabio por cuestiones que desconocía– ¿Y quién lo mandó construir, si puede saberse? Tuvo que ser sin duda alguien muy influyente, que contase con la confianza del rey, pues estos trabajos no pasarían desapercibidos.

Fue construido por cierta Mano del Rey cuyo honor le impedía ser visto frecuentando burdeles con cierta frecuencia.

Y me imagino que el nombre de cierta Mano del Rey no me será revelado, ¿verdad?

Me temo que esa petición tendrá que ser satisfecha otro día, Alteza –Varys se detuvo un momento, y después, giró hacia la izquierda–. Ya hemos llegado, mis señores. Tenéis que seguir rectos este pasillo y subir los escalones que quedan.

¿Y qué haréis vos? –inquirió ser Myles.

Mis pajaritos requieren atención –fue la enigmática respuesta del eunuco–. No os demoréis demasiado, el amanecer está cercano. Os deseo mucha suerte, Alteza.

Varys se giró con cierta rapidez y desapareció entre las sombras de las que había surgido y en las que tan bien se movía. Rhaegar y su grupo subieron a tierra y se encaminaron hacia la Puerta del Rey. La ciudad aún dormía y las calles estaban prácticamente desiertas. Los cinco hombres encapuchados se movían con rapidez, guiados por el príncipe y ser Oswell, que conocían la ciudad como la palma de su mano. No tardaron mucho hasta llegar a la puerta convenida, donde el oficial al mano de los Capas Doradas les detuvo, exigiendo que se identificasen. Cuando Rhaegar Targaryen se quitó la capucha revelando su ascendencia valyria y mostró entre sus dedos el anillo con las tres cabezas de dragón que le identificaba como el Príncipe de Rocadragón el hombre bajó la cabeza con suma reverencia.

Majestad –saludó el oficial con respeto. Era la primera persona que se dirigía a Rhaegar como si ya fuera el rey–. Estamos informados al respecto. La Guardia de la Ciudad y el pueblo de Desembarco están con vos –el oficial entonces se volvió hacia sus hombres–. ¡Abrid las puertas a los ejércitos del príncipe Rhaegar!

Fuera de las murallas la mayoría de los hombres ya estaban preparados y listos para la hora definitiva. No tardaron mucho en franquear la Puerta del Rey, las campanas empezaron a sonar, pero ya era tarde. Rhaegar dividió a sus huestes: Myles Mooton y los hombres del Dominio y el Feudo debían de marchar a la Puerta de los Dioses y asegurar desde ahí el Gremio de Alquimistas. El príncipe había visto como Aerys mataba con sus propias manos a un imprudente Warryn Beesbury con fuego valyrio y había contemplado como varios alquimistas se habían ganado la confianza de su padre. Debía tratar de evitar cualquier imprevisto con la caprichosa sustancia. Lord Stannis Baratheon y Myles Toyne comandaban la Compañía Dorada, su objetivo era la Puerta del Lodazal y asegurar el puerto de la ciudad. El mismo Rhaegar, junto con ser Oswell capitaneando sus hombres de Rocadragón junto a sus más leales vasallos se encaminaría a la Fortaleza Roja y la pondría bajo firme asedio.

No pasó mucho tiempo hasta que Rhaegar se vio frente a la Colina Alta de Aegon ascendiendo la empinada pendiente que llevaba al gran portón y patio de armas de la Fortaleza Roja. Ser Barristan Selmy lo recibió sobre las murallas, luciendo su inmaculada armadura y rodeado por hombres armados con ballestas que apuntaban a Rhaegar. El príncipe llevaba la bandera multicolor con los Siete colores de los dioses y el caballero blanco se percató de ello, así que hizo un gesto y sus soldados bajaron las ballestas. Fue Barristan quién tomó la iniciativa.

No sé qué clase de locura es esta, mi príncipe, pero sea lo que sea, deponed las armas. Su Majestad aún puede ser clemente.

No me he erigido sobre los cadáveres de cuarenta mil hombres y no he dejado morir a amigos míos para dejar marchitar la victoria en manos de un demente. Escuchadme bien, ser Barristan, porque no he venido a negociar. He venido a deciros qué sucederá, y como podéis decidir acabar vuestros días. La ciudad está en mi poder –Rhaegar extendió un brazo hacia ella en un gesto teatral–, tengo bajo mi mando a veinte mil hombres y desde Harrenhal vienen otros tantos a jurarme lealtad. Puedo tomar si lo deseo la Fortaleza y no podéis hacer nada por evitarlo, pero me gustaría evitar un derramamiento de sangre inútil. Y lo podéis evitar, siempre que cumpláis con mis condiciones.

» En primer lugar, me entregaréis a Tywin Lannister vivo. Debe ser ejecutado por todos los crímenes que ha cometido, un hombre como él no tiene derecho a ninguna clase de indulto. Y en segundo lugar, le diréis a mi Padre que sus días de gobierno han terminado, y que soy yo, Rhaegar, su hijo, quién llevará las riendas del reino, desde este día hasta el día de mi muerte.

» No espero que puedan tomar la decisión inmediatamente, así que os dejaré hasta el anochecer para que podáis debatir con calma sobre vuestro destino. Si aceptáis respetaré las vidas de todos los que estáis ahora bajo esos muros, pero si me obligáis a tomar la fortaleza por asalto no habrá piedad. Moriréis todos y cada uno de vosotros.

Fue al poco de amanecer, cuando la oferta había sido lanzada y la tensión de las primeras hora hacía mella entre las calles de la ciudad. El barco del Lord Comandante de la Guardia Real llegaba a puerto y junto a el varios skagoshi de considerable envergadura, pocos hombres como aquellos habían pisado alguna vez la ciudad desde su fundación. Lord Gerold era un hombre curtido en decenas de batallas y comprendió al instante lo que sucedía. Su grupo se dirigió, escoltado por las tropas del Príncipe, a las puertas de la Fortaleza Roja.

  • Esto es traición mi Príncipe y sobre mi cadáver habréis de pasar antes de someter la ciudad a vuestra demencia.

Tywin miraba desde la Torre de la Mano el barco en el que Jaime había partido; el Señor de Occidente había llegado a un trato con el Príncipe Rhaegar para que su hijo, el heredero de Roca Casterly, se salvara a cambio de entregarse y no alargar el asedio ni preparar nada.
Cuando supo que Jaime estaba a salvo, se ajustó sus ropas, impacables y dignas ahora sí de un Lannister, y echó un último vistazo a la mesa donde dos frascos permanecían aún llenos de líquido. Tywin respiró hondo, y se marchó cerrando tras de sí la puerta de la que había sido su morada durante gran parte de su vida y no había querido despedirse sin echarle un último vistazo.

El Lannister caminaba por la Fortaleza ajeno al ajetreo y nervios de sus habitantes, pues fuera cual fuera el destino de cada uno de ellos no lo compartiría o, más bien, ellos no compartirían el de Tywin.
Con paso decidido entró en la Sala del Trono y se acercó a Aerys; hablaba de la muerte de Gerold Hightower aquella misma mañana con Barristan Selmy pero ante la llegada de Tywin, el Guardia Real dio varios pasos atrás.

Los dos hombres se miraron y se pusieron las manos en los hombros.

¿Estás seguro de esto?

¿Y tú?

Ambos lo estaban por lo que no dijeron nada más, se abrazaron y se despidieron. Nunca más volverían a verse.

Barristan se inclinó levemente ante Tywin, mostrándole el respeto que mereceía un hombre que había hecho todo lo que había hecho él, sin reproches por lo que había provocado.


Cuando Tywin salió de la Fortaleza Roja, sol, unicamente se detuvo unos instantes antes de empezar a recorrer el tramo que le separaba de Rhaegar. El Príncipe estaba rodeado de sus leales y apoyado por su ejército que contenía a numerosos ciudadanos de Desembarco que habían sido avisados de lo que iba a acontecer.

Ante Rhaegar, Tywin no dijo nada pero ambos hombres supieron que no necesitaban de decirse nada más. El Targaryen se hizo a un lado y mostró el tocón mientras desenvainaba su espada; el Señor de Occidente tomó su lugar arrodillándose y ofreciendo el cuello.
Rhaegar levantó su espada y comenzó a enumerar los crímenes por los que ajusticiaba a Tywin, los que todos conocían, y lo hizo rápidamente y sin titubear.

Seréis ajusticiado por haber cometido traición a la corona Targaryen y rebelión. ¿Tenéis algo que decir, Lord Tywin Lannister?

Por un momento parecía que nada iba a comentar, pero unas palabras salieron de sus apretados labios y las dirigió a Rhaegar directamente.

Finalmente vos habéis matado más Targaryen que yo, Rhaegar.

Al decirlo, giró un poco su cabeza y miró significativamente hacia la Fortaleza Roja.

Mentís, no lo decís en serio. - Dijo asustado Rhaegar. - ¡Decidme que mentís!

Por toda respuesta Tywin volvió a colocar su cuello y la expresión del Lannister era tal que Rhaegar supo que no tenía tiempo que perder.

Y la espada del Targaryen cayó sobre el Lannister.

Bueno, bueno, bueno… Lord Gerold Hightower, no esperaba vuestra presencia; pero sí vuestra reacción. ¿La Guardia muere pero no se rinde, verdad? –Rhaegar bufó, la actitud del lord Comandante le parecía estúpida hasta el absurdo, pero al parecer, Poniente estaba lleno de hombres dispuestos a morir por causas perdidas–. Es una lástima que otro hombre digno y honrado deba morir en las últimas horas del gobierno de mi regio padre, pero sí así lo deseáis, os daré una muerte decorosa. La paz del reino bien lo merece.

Sois un canalla y un miserable, príncipe Rhaegar –Lord Gerold no había perdido ni un ápice de la decisión que entre otras cosas le había ganado su sobrenombre de Toro Blanco–. ¿Que diría vuestra señora madre si viera en lo que os habéis convertido?

Podéis decir lo que queráis, no cambiará nada –respondió sosegado el príncipe, haciendo caso omiso a la pulla–. Sobre mi figura se verterán montañas de basura… el viento de la Historia las borrará de manera inexorable.

En lo primero tenéis razón, Alteza. Lamentablemente no puedo detener a todo vuestro ejército y vuestras acciones ya no tienen vuelta atrás –el lord Comandante giró su cabeza bruscamente y miró entonces a su hermano de armas, como un maestro que mira a un alumno que le ha decepcionado. Whent aguantaba su juicio con un rostro ceñudo–. ¿Mas qué hay de vos, ser Oswell? Habéis deshonrado esa capa blanca que lleváis, no tenéis derecho a portarla. Demostrad no sois de la misma pasta que el resto de perros traicioneros de vuestra familia haciendo lo justo y marchad al muro.

No decís más que tonterías, Lord Comandante –respondió enérgicamente ser Oswell ante la apelación–. Quién sirve a un villano se deshonra tanto como él. Aerys está loco y ha llevado al reino al borde del colapso. Ha llegado la hora de poner fin a su reinado.

No es nuestra labor juzgar al rey, sino protegerle. El príncipe puede hacer política, la Guardia Real no. Ahora ya… Las palabras sobran –la voz de Lord Gerold estaba teñida de notas melancólicas, tal vez deseando haberse despedido de su antiguo camarada de armas de otro modo. Desenvainó su espada y a su alrededor empezaron a brillar los aceros–. Como viejo amigo tuyo… cumpliré con mi deber.

¡Es mío! –gritó Oswell al resto de hombres que le rodeaban–. ¡Que nadie ose interponerse entre el Lord Comandante y yo!

¡Apresad a los hombres de Lord Gerold! ¡Ahora!

Las saetas empezaron a volar de múltiples direcciones ante la orden del príncipe y muchos fueron los hombres que Lord Gerold capitaneaba que cayeron sin poder derramar sangre alguna. Pronto se desarrolló una lucha horrible entre ambos bandos, pero los leales a Aerys no tenían ninguna opción, su inferioridad numérica era aplastante y estaban rodeados por todos los flancos.

Ser Oswell y Lord Gerold combatían, ajenos a la contienda que se desarrollaba a su alrededor. Incluso a pesar de sus años Lord Gerold contaba con mayor fuerza que Whent, y desde luego su pericia no podía igualarse al caballero de Harrenhal, más la furia de este y su mayor resistencia equilibraban la balanza. Por pocos minutos que se hicieron eternos estuvieron los dos capas blancas danzando, en los que el experimentado Lord Comandante supo tomar ventaja; ser Oswell tenía la armadura mellada por los golpes y una firme estocada le había dejado una fea herida en el hombro, pero se resistía a cejar en su empeño. Los golpes de Hightower, sin embargo, seguían siendo certeros y metódicos, el veterano lord Comandante no se dejaba guiar por las emociones y era consciente de que aún era muy pronto para cantar victoria. Por una ironía del destino, Oswell Whent trastabilló y perdió el equilibrio, momento que Lord Gerold aprovechó para desarmarlo y tirarlo al suelo. Cansado y herido, Whent intentó recuperar su hoja, pero esta estaba demasiado lejos y su viejo amigo ya se le había echado encima. Vio como el acero se alzaba ante su vista y cerró sus ojos de manera estoica, esperando su final… pero este no llegó, pues cuando los volvió a abrir, un brillante filo emergía de la garganta del lord Comandante.

¡No! –gritó ser Oswell con esfuerzo. Gerold Hightower se desplomó agonizante contra el suelo, aún sorprendido. Tan solo con un movimiento tan vil se había conseguido doblegar a la mayor leyenda viva de Poniente. Tras él, lord Myles Toyne, sonriente, contemplaba su espada ensangrentada, satisfecho de sí mismo– ¡Os dije que no intervinierais!

¿Así agradecéis que os haya salvado la vida? –Toyne miraba al caballero con desprecio, sabiéndose intocable ahora que contaba con la confianza del futuro rey–. Qué desfachatez. Ese título de ser os mina el sentido común.

Ser Oswell no dijo nada, pues la ira le nublaba la mente. Ella le dio fuerzas para volverse a alzar del suelo, para sorpresa del mercenario, que dio un paso atrás, temeroso de un posible ataque. Oswell le lanzó una última mirada cargada de desprecio, antes de agacharse para recuperar su hoja y otorgar la clemencia a su agonizante Lord Comandante, que yacía en el suelo desprovisto de cualquier clase de dignidad. Después, con sus últimas fuerzas, clavó su espada en el suelo.

Después de lo que ha sucedido no podré volver a llevar esta espada.

Ser Oswell entonces se llevó una mano a su hombro maltrecho y se retiró de la escena. Para aquel entonces los hombres del príncipe estaban rematando a los últimos heridos y cargando de cadenas a los que habían escogido rendirse. Entre ellos se encontraban algunos nobles de Umber y de Karstark, y también el gigante de Skagos y miembro más reciente de la Hermandad Juramentada de la Guardia Real, Joramun Magnar. Habían hecho falta media docena de hombres para doblegarlo. Magnar había empezado a defenderse con los dientes cuando no pudo hacerlo con las manos.

El príncipe Rhaegar habló a los presos y les comentó que esperaba su juramento de lealtad en su próxima coronación, y ordenó que se les tratase con la máxima dignidad durante su cautiverio. Fueron hombres de los Capas Doradas quienes llevaron a los presos a una improvisada prisión que se había hecho en los barracones de la Guardia de la Ciudad para alojar a los prisioneros. Ordenó también que se limpiasen las calles de los cadáveres y que se preparasen los cuerpos de los caballeros y gente de la nobleza para recibir un entierro digno.

Por fin Rhaegar se había decidido a dar su golpe contra Aerys. Era el momento que Stannis Baratheon tanto había esperado, marchó vestido para el combate junto a los hombres de la Compañía Dorada.

Stannis Baratheon observó como Ser Gerold se iba a enfrentar a la muerte. “Otro tonto que confunde la lealtad y el deber.” pensó “No tiene sentido perpetuar a un loco en el poder, ni morir cuando ya no tiene sentido luchar. Pero sin duda este hombre morirá por su honor, como Connington. Tras una guerra cada vez quedan menos hombres de honor en el mundo. Pero son los vivos los que bebes vino y joden con mujeres hermosas, no los que mueren por un ideal que les acaba llevando a tolerar los más infames actos. El amor nos vuelve absurdos ¿no?” Escuchó tirar a los ballesteros. Vio caer las flechas. “Un nuevo comienzo está cerca.”

Nota: hay partes de lo escrito que son autoría de hammer, pereza especificar el qué, así que lo hacéis vosotros, descifrando a quién pertenece cada estilo de escritura.


¡Vamos, vamos, vamos! —Ser Barristan corría de un lado al otro sin detenerse más que un segundo en cada sitio, los hombres estaban en las murallas, las puertas apuntaladas y todo aquél no preparado para combatir en el Torreón de Maegor, una fortaleza dentro de una fortaleza la había llamado siempre el Toro Blanco, una de sus primeras lecciones como Guardia Real, si todo llega al final el Torreón de Maegor es la clave, con suficientes víveres la Fortaleza Roja tiene suficientes líneas de murallas como para resistir treinta veces el número de hombres enemigos, y el príncipe no tenía treinta veces sus hombres.

Las noticias de la muerte de Lord Gerold le cayeron como un jarro de agua fría —Siempre había sido el mejor de todos nosotros— pensó para sí mismo, pero eso no le hizo descansar. Los Lannister abandonaron la Fortaleza y la moral sufrió, pero eso no le hizo descansar —protegería al rey hasta su último aliento.

Apenas unos minutos habían pasado desde la ejecución del león de la Roca cuando los instintos de Ser Barristan se activaron. Algo estaba sucediendo, dos hombres pasaron delante suya, veteranos, los conocía, habían sido escogidos y entrenados por Ser Jonothor en persona y él mismo los había apostado hace unas horas junto con la reina en el Torreón de Maegor.

Vosotros dos, ¿por qué no estáis en vuestro puesto? —preguntó el caballero.

Mi señor… el rey en persona nos despachó a la puerta —respondieron curtidos guardias.

Una explosión hizo temblar los cimientos de la Fortaleza, el Gran Salón estalló con furia verdosa y entonces Ser Barristan lo entendió todo.

¡Conmigo!, y traed cubos, ¡de arena, no de agua!


Más allá de los muros de la Fortaleza el príncipe se temía lo peor, las últimas palabras de Lord Tywin presagiaban un destino terrible y cuando las llamas verdes se irguieron no dudó ni un instante. Los hombres comenzaron a prepararse para el asalto, las órdenes estaban dadas y tan solo la imperante realidad les hizo retrasarse lo suficiente como para que un mensajero llegara desde el interior, Ser Barristan había dado la orden, la Fortaleza Roja se había rendido.

El espectáculo del Gran Salón era dantesco, la antaño lujosa cámara estaba teñida del negro del carbón y al fondo, sobre lo que debía ser el imponente Trono de Hierro una informe mole de metal fundido presidía la escena, y frente a él, cuatro cadáveres, carbonizados más allá de cualquier posible reconocimiento, pero nadie dudaba de su identidad. Ser Barristan sollozaba sentado sobre un cubo de madera, la capa blanca no estaba y la armadura había perdido cualquier lustre. Sus brazos, cubiertos de ampollas eran testigos de la tragedia que hace apenas unos minutos había acontecido.

¡Maldito loco! —gritó Rhaegar— ¡Todo esto es culpa tuya, Barristan, tendrías que haberle detenido!

¿Culpa mía, Majestad? —Ser Barristan abandonó toda compostura, ya no tenía nada que perder, había luchado hasta el final por Aerys y nada había sido suficiente— ¿Culpa mía? ¡Os perdonó! Conspirasteis para arrebatarle el trono, desencadenasteis una guerra civil y os perdonó. Perdonó la vida de Jon Connington por vos, arriesgó la estabilidad del reino por vuestros hijos y cómo se lo habéis pagado, ¡con esto! —Ser Barristan señaló con ímpetu— Su muerte pesará siempre sobre tu reinado, Rhaegar. Que sea largo y estable, nadie tiene ganas de luchar ya.

Lo será —respondió Rhaegar, sin dejar entrever ninguna emoción— ¿Dónde están los miembros del consejo de mi padre? No hay que dejar cabos sueltos.

Lord Baelish y Lord Staunton están en el Torreón de Maegor, con los prisioneros —Ser Barristan suspiró—. Lord Velaryon navega hacia Antigua, con órdenes de aplastar las ínfulas de los Greyjoy de los Hightower, y ya sabéis del destino de Lord Gerold.

¿Y Lord Rossart? ¿Dónde está el piromante?

¿Qué? ¿Habéis dado este paso sin saber dónde estaba el piromante? —los ojos del caballero blanco eran incapaces de ocultar su asombro.

Ser Myles fue hace unas horas al Gremio de Piromantes, ¡pero no hay ni rastro de ese desgraciado! Casi todos sus acólitos están bajo mi custodia, más me temo lo peor —el príncipe notaba una amenaza silenciosa flotando en el aire, susurrando a su oído una melodía extraña en un lenguaje aterrador que no alcanzaba a interpretar. Contemplar el suelo carbonizado sobre el que se erguía no ayudaba en absoluto a mantener su sosiego, no tenía intención de gobernar sobre una ciudad llena de ceniza.

Doy fe de ello, ser, más no temáis —intervino entonces Ser Myles—. Mis hombres siguen rastreando la ciudad, es cuestión de tiempo que demos con él.

Para entonces será demasiado tarde. Ojalá me equivoque —ser Barristan bajó la cabeza, pesaroso, parecía casi imposible que un hombre de su fortaleza pudiera verse abatido pero sin duda los sucesos de aquel funesto día le habían sobrepasado—. Majestad, yo… un caballero de la Guardia Real no debe tener secretos para con su rey… y me avergüenza reconoceros que soy un traidor.

No digáis tonterías, ser Barristan, servisteis a un hombre que había perdido la cordura, pero eso no os hace un traidor.

No. No lo entendéis —el caballero se aproximó al príncipe con los ojos vidriosos y empezó a susurrarle al oído—. Lady Catelyn Stark sigue viva —Rhaegar abrió su boca, conmocionado—. No fui capaz de cumplir la orden que dio vuestro padre… no… no podía matar a una mujer encinta a sangre fría. Lo siento mucho, Majestad, lo siento mucho…

¿Donde está? —el príncipe agarró al caballero por los hombros— Decidme, ser Barristan, ¿donde está?

En las mazmorras, en el segundo nivel…

Rhaegar entonces soltó a ser Barristan y se dirigió con grandes pasos hacia los niveles inferiores de la fortaleza. Tras el, ser Myles Mooton y los hombres de la Guardia de la Mano se aprestaron a seguirle.


¿Quién sois? —preguntó una voz femenina, quebrada ya por los días de cautiverio. No había en ella emoción alguna, las fuerzas le habían abandonado por completo.

El príncipe Rhaegar Targaryen —Rhaegar entonces se arrodilló frente a la susodicha, antorcha en mano. El fuego iluminaba claramente sus rasgos, lady Catelyn podía comprobar que al menos tenía a alguien de la sangre del dragón frente a ella—. He venido a liberaros de vuestro cautiverio.

No. Mentís. ¿Es una treta de vuestro mil veces maldito Padre? —lady Catelyn retrocedió instintivamente, y entonces Rhaegar pudo apreciar que llevaba entre sus brazos un extraño fardo. «El niño. Debe estar dormido», pensó Rhaegar, perturbado. «Qué existencia más miserable. Quién sabe por cuantos días no ha visto el sol»— Haced conmigo lo que queráis, pero ni se os ocurra tocar a mi hijo. Él no ha hecho nada. Os persiguiré por los Siete Infiernos si le hacéis algo.

Mi padre ha muerto, ya no está aquí para atormentaros, y yo no tengo nada contra vos ni contra el pequeño —Rhaegar suspiró—. Lord Jon Connignton intentó liberaros contraviniendo el mandato real, mi conciencia exige cumplir con lo que él no pudo hacer. Sois libre de partir a donde deseéis.

Lady Catelyn no dijo nada, pues aún estaba asimilando toda la información que acababa de recibir en breves y concisas frases. Rhaegar, sin embargo, no podía esperar a que la mujer reaccionase. Tenía demasiados asuntos pendientes por aclarar.

Tengo muchas cosas que hacer, mi señora, así que ruego que me disculpéis, pero no puedo esperaros a que toméis una decisión. Vuestro señor esposo está de camino a la capital, llegará en un par de días. Os rogaría que esperaseis aquí a su llegada, tendréis todo lo que dispongáis —Rhaegar entonces se levantó y se dirigió al carcelero—. Encárgate de llevar a la señora al torreón de Maegor cuando se decida a salir.


Majestad, por favor…

Callaos de una vez —el tono de voz de Rhaegar era férreo y desprovisto de cualquier clase de calidez. Sentado en el escritorio de su padre, estaba a punto de emitir su veredicto. Tras él, ser Myles Mooton y Lord Stannis contemplaban la escena en respetuoso silencio. La nuez de Symond Staunton subía y bajaba a una velocidad frenética. A su lado, Lord Petyr Baelish aguardaba, encogido, a lo que pudiera suceder—. Por largo tiempo no habéis hecho más que alimentar los caprichos de mi padre esperando obtener influencia y recompensas; sin preocuparos por nada más que por vuestro nombre y hacienda. ¿Es esa la actitud que debe tener uno de los ministros del reino?

Majestad, todo lo hice para servir a vuestra familia… todo lo hice por la Casa Targaryen… he sido leal hasta el final…

¿Es que acaso no habéis escuchado su Majestad? —la voz de ser Myles restalló como un látigo en el despacho privado del antiguo rey. Lord Stannis, como siempre, se limitaba a observar en silencio la escena— Ahorraos vuestras súplicas, ahora no os servirán de nada.

Sois despreciable —le espetó Rhaegar—, de la misma calaña que Chelsted y Velaryon. Os despojo de vuestro puesto en el Consejo Privado. No quiero volver a veros nunca más en esta ciudad. Marchaos antes de que cambie de idea y decida colocar vuestra cabeza en una pica.

Lord Symond Staunton apenas tuvo tiempo de musitar alguna palabra de agradecimiento, pues esperaba que su destino iba a ser enfrentarse al verdugo. Como alma que lleva el desconocido abandonó la estancia, dispuesto a tomar un merecido descanso en su castillo y a olvidar todo lo que acababa de suceder. Lord Baelish hizo ademán de seguirle, pero Rhaegar lo detuvo con su voz.

No, Lord Baelish, no queráis iros tan rápido —el aludido se giró e intentó mantener la mirada del príncipe, pero no pudo y terminó dirigiéndola al suelo. Fue entonces cuando Rhaegar se percató de lo joven que era, poco más que un muchacho—. Debí haberlo supuesto, no debería haber depositado confianza en un hombre que tenía la confianza de Tywin Lannister. Sopesé mal vuestra ambición. Debería decapitaros, estuvisteis a punto de echar por tierra toda la conspiración, el trabajo de meses, la sangre miles de hombres, la mancha de muchos votos rotos. Si no lo hago es por respeto a vuestra esposa, Lady Lysa. Está enamorada de vos, saber de vuestra muerte le rompería el corazón. Aseguraos de cuidarla y de quererla, porque es el único motivo por el cual hoy no vais a perder la cabeza. Os despojo a vos también de vuestro puesto en el Consejo. Marchaos a donde queráis, pero si os atrevéis a poner un pie otra vez en esta ciudad en mi consentimiento, os mataré. ¡Fuera de mi presencia!

Baelish tampoco dijo nada y se limitó a abandonar la sala en silencio. La voz de Rhaegar volvió a llena la estancia cuando se quedó solo con sus confidentes.

Cuando Lord Velaryon regrese de Antigua deberá verse también relevado de su cargo. Aunque él es bastante más peligroso, es inteligente y mezquino; habrá que en pensar en algo para mantenerlo a raya. Hay que limpiar de ratas la ciudad, mis señores.

Estoy de acuerdo, Majestad —ser Myles Mooton asintió enérgicamente—. ¿Qué debemos hacer con los prisioneros del Dominio y del Oeste?

Hay que informarles de la muerte de mi padre y del anuncio de mi próxima coronación. Trataré con ellos más tarde los términos de la rendición, por hoy ya estoy cansado y se acerca el anochecer. Pero antes… hay que llenar los asientos vacíos que han quedado. Lord Ronald Connington será el nuevo consejero de Edictos. Magro consuelo será para el por la muerte de su primo, pero no veo mejor manera de honrar su memoria y los servicios de su Casa. Vos, Lord Stannis, os encargaréis de las finanzas del reino. Os habéis probado como administrador eficiente y hombre prágmatico, no tengo la menor duda de que sabréis administrar con justicia y tiento el tesoro real —Lord Stannis recibió los honores con un escueto “Gracias, Majestad” y una leve inclinación de cabeza—. En cuanto a vos, ser Myles… seréis mi nueva Mano del Rey.

Me honráis, Majestad, pero yo no soy digno de ese honor —Mooton negó con la cabeza— Sin duda hay hombres más preparados que yo para asesoraros y daros justo consejo.

Dejaos de falsas modestias, amigo mío, pues habéis probado sobradamente vuestra valía. Habéis creído en mi causa desde el principio, vuestro dominio de la oratoria os ha mantenido vivo y con influencia por meses en la corte de mi padre, no habéis rehuido el combate cuando este se os ha presentado y no os habéis deshonrado ni de obra ni de palabra. Vos, sin duda, sois…

El príncipe no llego a terminar la frase. Un violento temblor sacudió la habitación, y el sonido de un millar de tambores resonó entre los muros de la Fortaleza Roja. El tintero de la mesa derramó su contenido sobre su superficie.

Por los Siete Infiernos —maldijo Lord Stannis— ¿qué demonios ha sido eso?

Por toda respuesta, Rhaegar se asomó a la ventana. Una gigantesca columna de humo emergía del centro de la ciudad. A lo lejos, llamas de color verde de indescriptible hermosura iluminaban muchos edificios, acompañadas de gritos y lamentos lejanos.


Es noche cerrada ya, y la Fortaleza Roja duerme, o al menos, lo intenta. En el Gran Salón, una luz solitaria aportada por un candil se alza, llena de remordimiento y atormentada por sus fantasmas. La llama, débil, amenaza con apagarse.

La limpieza de aquel paisaje dantesco iba a comenzar mañana al amanecer, pero Rhaegar, que no podía dormir, no había podido evitar visitar el lugar una última vez. A los pies del Trono de Hierro, y recostado sobre los escalones que llevan a él, el príncipe acaricia una figura carbonizada que ya no va a volver. Los minutos pasan, largos y agónicos, hasta que una presencia interrumpe sus meditaciones. Rhaegar teme lo peor, teme que los fantasmas que le persiguen hayan venido a cobrarse su justo juicio. El príncipe hace acopio de valor y se levanta, con el corazón en un puño.

Majestad…

¿¡Quién demonios…!? —el príncipe se giró, asustado, y no recuperó parte de la compostura hasta que reconoció a su hermano— ¡Dioses, Oswell! ¿Te parece manera adecuada de presentarte ante mí? No esperaba veros en este lugar, y menos, a estas horas ¿Donde os habíais metido?

Lo mismo puedo decir yo, Majestad —Oswell hablaba en el mismo tono de cansancio que ser Barristan había entonado horas antes. Vestía una recia túnica de lana basta sin ningún tipo de ornamento y unas viejas botas de cuero. Rhaegar no quería imaginarse que estaría pensando al verle con sus ropas de dormir, unas profundas ojeras y su melena desaliñada—. Tras mi duelo con Lord Gerold me retiré a la Abadía de la Madre. Allí me curaron y me confesaron.

Ya veo… ¿y qué hay de vuestra capa blanca? ¿Y vuestra armadura?

No volveré a vestirlas hasta que vos mismo me las volváis a entregar en persona. Después de lo que sucedió en mi duelo con Gerold no puede ser de otro modo —Oswell negó con la cabeza, avergonzado—. Debería ser yo el que hubiese muerto.

Lord Gerold eligió su destino, como muchos otros. Nada habríais podido hacer para salvarlo.

No, pero al menos, habría muerto con honor, y no asesinado miserablemente por un puñal por la espalda. Dioses misericordiosos, Rhaegar —suspiró Oswell, olvidados ya los modos—, ¿en qué momento decidimos confiar nuestra ventura a un atajo de mercenarios sin escrúpulos?

En el momento en el que nuestra salvación pendía de un hilo. Sin ellos, lo habríamos perdido todo. No sé si podéis imaginar la de problemas que nos van a dar. Muchos tienen sus reclamaciones de tierras y castillos y querrán verlas satisfechas tarde o temprano. Harrenhal y los talentos de oro que van a recibir son solo un aperitivo. Lord Connington no nos consultó, en todo caso.

Ese hombre era un loco, Rhaegar. Un loco. Un día decide que hay que salvar a un señor castigado injustamente y otro, que es una buena idea pactar con mercenarios pendencieros. Pero sigue atormentándote su muerte, ¿verdad? ¿por qué? Era vuestro amigo, lo sé, pero a mi modo de ver, se comportó como un estúpido. Sigo sin entender porque defendió a ese infame dorniense. Había secuestrado a la princesa Elia y estaba acusado de traición, y sabía lo mucho que le despreciabais. Debería haber sabido de sobras que Oberyn Martell no iba a salir vivo de esta ciudad.

Porque me he convertido en un monstruo, Oswell. Quería alejar a los monstruos del trono para asegurar cumplir una profecía, pero en el proceso, me he convertido en uno. Y si no, mirad justo aquí, justo sobre estos peldaños… —Los ojos de Rhaegar se anegaron de lágrimas y no pudo evitar llorar amargamente. El capa blanca se inclinó con cierta torpeza y tomó al príncipe entre sus hombros mientras se desahogaba. Cuando se sonó y se serenó, lo soltó, y Rhaegar continuó con su lamento— Los olvidé, Oswell. Estaba tan concentrado en conseguir el poder para evitar un mal mayor que olvidé a mi familia más cercana. Debí haber sabido que mi padre actuaría de este modo, debí haber previsto algo para salvarles… pero no lo hice. Tywin tenía razón, Oswell. Y Barristan también. He sido yo quién los ha matado, no mi padre. Y he plantado la semilla de la duda. Cuando las cosas en el reino vayan mal, lo achacarán a una supuesta locura. “Tan loco como su padre”, dirán. Mis vasallos me respetan pero no me aman. Se alzarán a la mínima oportunidad.

Sois demasiado duro con vos mismo. Un monstruo no sería consciente de su maldad, Rhaegar. En todos los años que vi a tu padre cometiendo villanías nunca lo vi arrepentido de su conducta. Al contrario, parecía muy satisfecho de si mismo. Un hombre que es consciente de sus faltas es un hombre que puede ponerles coto y que puede elegir no repetirlas. Ahora, el que no tiene conciencia… En cuanto a tu familia… Lo siento, lo siento mucho… —Oswell puso una mano en el hombro de Rhaegar de manera algo torpe, estaba claro que no sabía muy bien como encarar la situación, pero el príncipe lo agradeció— No merecían morir así.

De los pocos que podéis sentirlo de manera sincera, porque sabéis lo que es perderla. Escribiré a Lord Tully, es una cucaracha, sí, pero dudo mucho que se atreva a poner una encima sobre vuestra cuñada y sobre vuestra joven sobrina. Las acogeremos aquí, intentaré que tengan una vida decorosa, os lo prometo. Veré si puedo hacer algo con respecto a vuestros sobrinos.

Gracias, Majestad, gracias… En fin, os dejo a solas. Velaré porque nadie os moleste. No es prudente que os mováis sin escolta alguna.

Rhaegar dio una seca cabezada a modo de despedida y volvió a dirigir su mirada y sus manos hacia los cadáveres carbonizados de su madre y de sus hermanos. Perdió la noción del tiempo y poco después la conciencia, y cuando volvió a despertarse, los primeros rayos de luz entraban en el salón del trono. Avergonzado, Rhaegar se levanta y corre a encerrarse rápidamente en sus aposentos privados. Por ironías del destino, encuentra sobre una estante una carta con el sello del dragón en la que no había reparado antes. El lacre y el papel son, a todas luces, muy recientes. «Es imposible, yo soy el último dragón adulto con vida», piensa con inquietud. La curiosidad pudo más que la prudencia y la abrió con sus ágiles dedos. Más cuando la termino de leer, habría deseado no haberla abierto.

Un verdadero dragón no se vuelve contra su camada. Creímos sabíamos de qué hablaba la canción de hielo y fuego, todo comenzó en Refugio Estival y todo acaba hoy. Nunca más un verdadero Targaryen gobernará Poniente, si sobrevive tan solo mestizos y bastardos te seguirán. Los últimos dragones perecen hoy.