Vientos de guerra

-…y mira que le dije, le dije, no me metas más a las cabras por aquí, porque se me comen toíca la alfalfa, y ya me dirás tú, sin alfalfa, que le doy yo a los bichos cuando venga el frío, ¡digo! Como dice el refrán, que en invierno lloraremos, lo que en verano no guarderemos. Pues bueno, se lo dije, ¿no?, pues va el tío, y en estas, que tres días después, no, miento, dos días después, me acuerdo porque parió mi hija la tarde de antes, un niño más hermoso que un sol…

La apasionante disquisición del labriego sobre su dispusta con un pastor fue interrumpida por un sonido, como un carraspeo ronco, proveniente del impresionante sitial de madera sólida que dominaba la gran sala, con tres diamantes en bruto del tamaño de un puño engarzados en lo más alto del respaldo formando una línea ascendente, a la manera del escudo de armas Frostbjorn, y una multitud de rubíes, esmeraldas, amatistas y otras gemas pulidas recubriéndolo. En él, un anciano de apariencia poco menos que matusalénica estaba recostado, con la cabeza caída hacia un lado, los ojos cerrados, y un hilillo de baba cayendo.

-Gggggghr… ggggghr… JJJJJJJJJJJRRRRRRR -roncó estruendosamente, tras lo cual se lamió los labios, y empezó a tomar aire entrecortadamente para otro ronquido de igual o superior magnitud.

Nadie en la sala se alteró, ni los hercúleos guardaespaldas que le rodeaban, ni ninguno de sus hijos, nietos y parientes diversos que departían amigablemente en las largas mesas de banquete que se extendían frente al sitial, dando buena cuenta de su hidromiel.

El labriego miró a su alrededor, sin saber qué hacer. Esperó un poco más, pero al no obtener más respuesta del Rey en la Montaña que ronquidos estentóreos que dejaban claro que sus pulmones habían vivido días mejores, decidió finalmente carraspear para llamar su atención.

Un ojillo, casi cegado por las cataratas, se abrió y se clavó en él, y al instante, se arrepintió de su decisión. Jorund tosió y se mojó los labios, e incorporándose trabajosamente apoyado en su cayado, le interpeló, con una voz ronca y sibilina que pese a su escasa fuerza retumbó por todo el salón.

-¿Te atreves a importunar el sueño de tu rey con tus minucias? Si no eres capaz de resolver esos problemas por ti mismo, eres demasiado incapaz para servirme. Arrojadlo de la torre más alta.

Volvió a sentarse mientras los guardias se llevaban arrastrando y pataleando al peticionario, ante el jolgorio general. Jorund cerró los ojos e intentó retomar el dulce sueño que tan cruelmente le había interrumpido ese mentecato, pero apenas unos momentos después, unas pisadas apresuradas que reconoció como las de su hijo Vidar entraron al salón, seguidas por otras desconocidas. Abrió los ojos, de mal humor.

-¿Es que nadie va a respetar hoy la siesta de un pobre anciano?

-Padre, acaba de llegar un mensajero de Kaven. Tenéis que oír las nuevas que trae -le dijo Vidar, arrodillado y mirando al suelo.

Jorund se incorporó un poco en el sitial e hizo un gesto con la mano. Vidar se apartó y un hombre, cubierto en polvo y sudor y apestando a caballo, se dirigió a él tras una honda reverencia.

-Jorund de los Frostbjorn, Rey en la Montaña, he venido por orden directa del Jefe Dow para traeros nuevas de gran importancia. Un centenar de…

-¡AAAAAAAAAAAAAAAAAH! -le interrumpió un grito que entró por una de las ventanas del salón, que al principió fue subiendo en volumen y luego paró abruptamente, oyéndose un ruido similar al que se produce al golpear un trozo de carne con un mazo para ablandarlo.

-¿Un centenar de qué? Habla más alto, muchacho, mi oído ya no es el que era.

-Un centenar de naves loreleanas se dirigen a la desembocadura del río Kaven. Sus intenciones no pueden ser otras que llevar a cabo una sangrienta venganza por los hechos acaecidos hace cinco años. Rey en la Montaña, recordad los antiguos pactos, y acudid en ayuda de mi señor. Si ponen un pie en la isla, será demasiado tarde.

Jorund permaneció en silencio, mirándole, o al menos mirando en su dirección. Unas voces infantiles llegaron de donde antes se había producido el espantoso alarido.

-¡Me pido sus botas!
-¡Para mí el broche!
-¡Gracias, abuelo!
-¡Jajaja, mirad, su cabeza parece una calabaza madura cuando le pegas con un martillo!

Finalmente, Jorund carraspeó, preparándose para hablar.

-Tendréis vuestra respuesta mañana. Comed, bebed y descansad, ribereño. Y el resto… fuera de aquí. Todos. Necesito pensar.

Sin mediar palabra, todos los ocupantes de la sala, salvo los cuatro guardaespaldas que flanqueaban el sitial, se dirigieron a paso raudo hacia las dobles puertas. Jorund se recostó, y suspiró. Tranquilidad al fin. Cerró los ojos, y se dispuso a continuar su siesta de después de comer. Necesitaba estar fresco y descansado; había decisiones que tomar.