Las tierras de los Vance de Atranta ardían en silencio bajo un cielo cubierto de nubes grises. Hombres de la Casa Strong y de la Casa Bracken cabalgaban entre los campos y las aldeas, sus armaduras deslucidas y sus rostros duros y resueltos. Los estandartes de los Strong ondeaban con orgullo, uno de los escudos de armas más sosos de Poniente. Simon Strong, montado en un caballo negro y con una expresión severa en el rostro que algunos confundían con estoicidad y tenía que ver más con un dolor de riñones tremendo, observaba cómo sus hombres recogían todo lo que encontraban de valor. No había lugar para la discreción, y los aldeanos lo miraban con mezcla de miedo y odio mientras les arrebataban sus cosechas y ganado.
– ¿De verdad es necesario usar nuestros propios estandartes, Simon? murmuró Ser Amos Bracken, mientras veía cómo algunos soldados reunían a los pocos animales de una granja cercana. Sus ojos recorrían la escena con un atisbo de incomodidad, pero Simon no le prestaba demasiada atención. Para él, esto no era un saqueo furtivo ni un acto de bajeza; era justicia. Los Vance, junto a los Tully y otros aliados, habían sitiado Seto de Piedra y forzado a los Bracken a abandonar su hogar. Ahora que estaban en Harrenhal, Simon creía firmemente que tenían derecho a lo que estaban tomando, y no le preocupaba lo que los Tully pudieran pensar.
– Los Blackwood se esconden y se retuercen como serpientes en la sombra. Nosotros, en cambio, no necesitamos cubrirnos. Deja que sepan que somos nosotros. Que sepan que estamos aquí y que no somos unos mentirosos ni unos cobardes como sus amigos Blackwood, dijo Simon con un tono desafiante y un quejido.
Ser Amos suspiró, resignado. Sabía que todo aquello era un error, pero la firme convicción de Simon lo hacía pensar que sería inútil tratar de disuadirlo. Así que observó en silencio mientras los hombres continuaban saqueando, sin poder quitarse de la cabeza la idea de que los Tully no verían esto como un acto de justicia, sino como una provocación.
El sol caía en el horizonte cuando los hombres de los Strong y los Bracken llegaron a las puertas de Harrenhal, agotados tras días de incursiones por las tierras de los Vance de Atranta. Simon Strong, con la espalda adolorida y el cuerpo cansado, desmontó con un gruñido, apenas prestando atención a la bienvenida de sus hombres. Su hijo Montgomery se acercó a él con una expresión seria, llevando un pergamino en la mano.
– Padre, ha llegado una carta, dijo Montgomery, entregándole el pergamino sellado con el emblema de la Casa Vance.
Simon frunció el ceño y, tras un buen rato descifrando las letras, suspiró, frustrado.
– ¿Y quién diablos es este Quincy? preguntó, irritado, mirando a su hijo.
Montgomery, sorprendido, aclaró la duda con tono paciente.
– Es tu yerno, padre. El marido de Catelyn.
Simon alzó una ceja, como si el recuerdo de Catelyn hubiese estado enterrado en lo profundo de su mente.
– Ah, sí… esa chica, murmuró, todavía molesto. Y dime, ¿qué quiere este Quincy?
– Bueno, respondió Montgomery, parece que duda de tu honor y te acusa de haber saqueado sus tierras sin razón alguna.
Simon soltó una carcajada seca.
– ¿Mi honor? ¡Ja! Poco me importa lo que piense alguien tan estúpido como para haberse casado con mi tercera hija, dijo con desdén. Luego se giró hacia Montgomery, pensativo. ¿Recuerdas cuánto pagamos de dote por Catelyn?
Montgomery negó con la cabeza, un poco confundido.
– Pues bien, dijo Simon con una sonrisa maliciosa. Mándales una vaca a los Vance de Atranta por las molestias. Que vean que me importa tanto su opinión como ese ganado.