Canción de Diesel y Vapor

GARLAN III

El campamento de entrenamiento se extendía como una herida abierta sobre la llanura yerma al sur del Camino de los Dos Ríos. Durante el día, la disciplina reinaba entre los barracones, las tiendas y las pistas de maniobras. Pero por la noche, el aire se espesaba con murmullos y tensiones acumuladas. El fuego del patriotismo no era suficiente para calentar el corazón de un ejército que dormía junto a su propio reflejo dividido.

Garlan Oakheart caminaba entre los pabellones al alba, cuando el silbato de la patrulla de guardia interrumpió la calma.

—¡Un cadáver en el sector oeste! —gritó un joven cabo—. Un soldado, muerto a golpes.


El cuerpo yacía junto a unos barriles de agua, con el rostro destrozado y las manos aún cerradas en puños. El uniforme estaba rasgado a la altura del cuello. Alguien lo había arrastrado allí después de la pelea.

—¿Identificado? —preguntó Garlan, con el ceño fruncido.

—Era el soldado Marris, escuadra cinco, compañía del este. Según el registro, tenía simpatías con Leo Fossoway.

Garlan asintió. Ya lo había temido.


La investigación fue breve. Demasiado breve.

Dos testigos dijeron haber escuchado gritos sobre “traidores con nombre de vino” y “la nobleza disfrazada de república”. Otros declararon que el soldado muerto estaba discutiendo con al menos tres compañeros la noche anterior. Nadie vio nada. Nadie se atrevió a nombrar a los agresores.

Garlan sabía lo que aquello significaba. Silencio de unidad. O silencio de miedo.

Se hizo llamar a todos los integrantes del pelotón del fallecido. Los hizo formar en fila. Frente a él, treinta y cuatro hombres y mujeres con el rostro duro y la mirada fija en el vacío.

—Soldados —dijo con voz firme—. Marris ha muerto a manos de sus propios compañeros. No fue una bala enemiga. No fue un accidente. Fue política. Fue odio.

Sus palabras retumbaron en el campo como el redoble de una ejecución.

—Sé que algunos de vosotros juráis lealtad a Aelinor Redwyne. Otros a Leo Fossoway. Algunos incluso me siguen a mí. Pero aquí, en este campamento, todos obedecen a la República.

Un murmullo se alzó en la fila, como un temblor.

—Quien haya cometido el asesinato, que dé un paso al frente. Recibirá el castigo correspondiente. Será la última oportunidad para que este ejército conserve el honor.

Silencio.

El viento soplaba desde las colinas con olor a tierra seca. Garlan miró a los rostros. Algunos sudaban. Otros temblaban. Ninguno se movió.

—Si nadie confiesa —dijo con frialdad—, el pelotón entero será apartado del frente. Sin excepción. Todos ustedes serán enviados a las barracas disciplinarias de Escudo Gris durante la duración de esta campaña.

Un joven dio un paso hacia adelante. Garlan sintió esperanza por un momento, pero el chico habló antes que él.

—Con todo el respeto, mi general… No podemos castigar a todos por lo que hizo uno. Es injusto.

—¿Y no lo fue la muerte de Marris? —preguntó Garlan—. ¿Qué mensaje recibirán los demás pelotones si dejamos que el asesinato y la política marquen la línea de fuego?

Silencio otra vez.

Garlan apretó los dientes. Estaba agotado. No de la guerra. De la política disfrazada de fervor. De los soldados que creían luchar por una idea, pero que en realidad obedecían banderas que cambiaban con el viento.

—¡Guardia! —gritó.

Se acercaron seis hombres con brazaletes rojos.

—Este pelotón queda disuelto. Quedan arrestados en nombre de la República. Custodia directa a Escudo Gris. Mañana al amanecer.

Los soldados no protestaron. Algunos lloraron. Otros apretaron los dientes. Nadie se movió.


Esa noche, Garlan permaneció solo en su tienda, observando el mapa del Dominio clavado a la lona. La línea de frente había sido dibujada con cuidado, pero en su mente se desdibujaba con cada decisión.

Sabía que la unidad era frágil. Que no todos los soldados lucharían por la misma bandera cuando llegara la hora. Pero sabía también que ceder ante el miedo o el favoritismo sería el primer paso hacia la disolución.

El deber lo había vuelto inflexible. No por arrogancia. Sino por desesperación.

Miró su reflejo en una petaca metálica. No se reconoció del todo.

Y comprendió que quizá el enemigo más peligroso no era Fossoway. Ni Tarly. Ni el Norte.

Era el tiempo.

El tiempo que corrompía ideales hasta volverlos armas.

MAELOR III

—El comunicado llegó esta madrugada, señor —dijo el secretario Alric Halden, dejando una carpeta negra con ribetes de plata sobre el escritorio de nogal.

Lord Maelor Belmore no se apresuró en abrirla. Seguía de pie, junto a la gran ventana de su despacho en Puertas de la Luna, sede del Parlamento, con una mano apoyada en el bastón de madera blanca y la otra sosteniendo una taza de té que ya no humeaba. La nieve había comenzado a caer suavemente sobre los riscos y, más allá, las nubes ocultaban la línea costera del Mar Angosto. Era una mañana clara en apariencia, pero densa de sombras invisibles más allá de las que proyectaba la residencia real, Nido de Águilas.

—Resumen —ordenó.

Alric asintió y desplegó unas notas.

—Addam Redfort ha realizado maniobras navales al este de las Tres Hermanas, desviándose del perímetro aprobado por el Círculo de Guerra. Sus naves realizaron ejercicios de desembarco en la Bahía del León Helado, a apenas ocho leguas de Starkburg. Los observadores norteños interpretaron la maniobra como provocación directa.

—¿Hubo disparos?

—No, señor. Pero varios pesqueros de la Unión fueron interceptados y obligados a dar media vuelta. Uno de los capitanes hizo sonar su cuerno de alarma.

Maelor cerró los ojos con un gesto de profunda irritación. Tenía un talento particular para contener emociones bajo una capa de diplomacia helada, pero Addam Redfort era una piedra en su zapato desde hacía años. Fulgurante en el campo de batalla, errático en política.

—¿Respuesta oficial del Kremlin?

—Tajante. El camarada Bolton ha ordenado la movilización de tres regimientos hacia la frontera sur y ha advertido que cualquier incursión futura será interpretada como un acto de guerra.

—¿Y el Parlamento?

—Aún en sesión. La Cámara Baja exige que se emita un comunicado de disculpa; la Cámara Alta, como es habitual, prefiere el silencio estratégico. El almirantazgo mantiene lealtad hacia Redfort, pero el Círculo de Guerra está dividido.

Maelor se giró lentamente, dejando su taza vacía sobre una bandeja.

—Una crisis menor —murmuró—. O el inicio de algo mucho peor. Y todo por un hombre que aún cree que puede redimir su pasado con maniobras y pólvora.


La lámpara del despacho oscilaba ligeramente bajo el impulso de las corrientes de aire. Maelor caminó con paso lento hacia el teléfono negro, situado en una repisa de marfil. Retiró el auricular, marcó una serie larga, secreta, que muy pocos conocían. La línea crepitó. Al otro lado, una voz metálica respondió en nornés:

—Kremlin. Espere.

Silencio.

Luego, la voz que lo había estremecido en más de una ocasión.

—Da?

—Premier Belmore al habla, Camarada Bolton —dijo Maelor con un tono cortés, distante, diplomático—. Lamento profundamente la situación acontecida cerca de Starkburg. Se trató de un error de coordinación por parte del mando militar asignado a la flota de patrulla. Las maniobras han sido suspendidas de inmediato. No representan política alguna del Valle Unido.

Silencio.

Luego, una risotada seca. Un bufido helado.

—El mando militar de su flota responde al Círculo de Guerra, y ese responde a usted, Premier. Si no controla sus perros de guerra, serán cazados como tales.

Maelor respiró hondo.

—No se repetirá. Tiene mi palabra.

—¿Palabra del Valle? O… ¿palabra de los blancos? —la burla estaba impregnada de veneno.

—Palabra de un hombre que aún cree que la estabilidad de Poniente debe mantenerse —dijo, antes de colgar lentamente.

Se quedó mirando el aparato durante un minuto entero.


En su escritorio, Alric esperaba. Maelor no dijo nada al principio. Se sentó despacio, abrió una carpeta diferente, con el sello del Ministerio de Defensa. Su mirada cayó sobre el nombre: Redfort, Addam.

—¿Está listo el informe sobre el incidente?

—Sí, señor. En cuanto usted dé la orden, se remitirá a la Oficina del Mariscal.

Maelor asintió. Pero no firmó.

—Quiero que el mensaje lo lleve en persona. Dígale al comandante Redfort que se retire. No hable de errores ni de disculpas. Solo que debe regresar. Punto.

Alric tragó saliva.

—¿No desea que explique la gravedad…?

—No. Redfort entiende mejor las órdenes que las razones.

Guardó silencio. Luego añadió:

—Y Alric… si pregunta quién ha exigido su retirada… dígale que ha sido el Parlamento. No yo.

El secretario asintió y salió de la estancia con paso firme.


Solo de nuevo, Maelor apoyó el bastón contra la mesa. Sabía que Bolton no le había creído. Sabía que la movilización del norte no se revertiría tan fácilmente. Sabía, sobre todo, que Redfort no olvidaría este desaire, aunque no se mencionara su nombre.

El equilibrio era un juego imposible. Pero había que seguir fingiendo que era posible. Cada día. Cada hora.

Sacó un cigarro de una cajita de metal con el emblema del halcón. No lo encendió. Lo giró entre los dedos, pensativo.

“Un acto de guerra… por una maniobra de orgullo.”

A veces, se preguntaba si el Valle debía seguir fingiendo neutralidad o si había llegado el momento de elegir bando.

FRIEDA III

El mar golpeaba suavemente el casco del Águila Carmesí, una galera blindada con velas de seda roja y mástiles dorados. Las cortinas del camarote principal, bordadas con motivos ghiscari, danzaban al ritmo del viento cálido del puerto de Desembarco del Rey. En el centro de la estancia, dos copas medio vacías reposaban sobre una mesa de roble negro, junto a los restos de un almuerzo exótico: langosta especiada, frutas escarchadas y pequeños dátiles rellenos de carne de grifón curada.

Frieda Lannister-Vikary sostenía su copa con la elegancia de quien había sido educada entre los jardines de Lys y los mármoles de Antigua. Frente a ella, reclinado con teatralidad en un diván bajo, Sar Kharox —virrey de la Compañía del León Carmesí— hacía girar un anillo de ónice entre los dedos.

—Así que el Hombre de Hierro resurge —dijo Frieda, con un tono entre neutro y burlón—. Qué poético.

—Y práctico —replicó Sar con una sonrisa rasgada por las cicatrices de su cuello—. Korl Greyjoy ha conseguido más disciplina entre los clanes que ningún otro desde Harren el Negro y no ha quemado ni una aldea aún.

—Un prodigio.

Kharox alzó la copa.

—Puede que lo sea. O puede que simplemente sepa cuándo comprar silencio y cuándo ofrecer fuego. Occidente ha preguntado por él.

—Occidente pregunta por muchas cosas —respondió Frieda, sin inmutarse.

—Por ejemplo por lo que haría falta para que Korl cruzara el Mar Angosto y no volviera a molestar a nuestros puertos coloniales.

Frieda ladeó la cabeza, sus joyas brillando con la luz del sol que se filtraba por los postigos dorados.

—Sar, hablar de política con usted siempre es como una danza sobre cuchillas. Pero sospecho que en esta danza yo soy la música.

—La música, querida embajadora, y quizá también la coreógrafa. Podría organizar una reunión en Lanza Dorada. Territorio neutral. Discreción garantizada. Y si el Greyjoy resulta domesticable, usted se lleva el mérito.

Frieda se permitió una pausa antes de responder. Su mirada era afilada, pero su sonrisa no mostraba dientes.

—Los Greyjoy siempre han sido un problema para el Oeste. Difícil justificar un acercamiento.

—A veces, los problemas se convierten en activos. Con el discurso adecuado.

Un silencio cargado se instaló entre ambos. Cualquiera que escuchara habría pensado que discutían sobre vinos o sobre las corrientes del Mar de Verano. Pero en ese silencio, se estaba trazando una línea de influencia. Frieda no se comprometió. Pero tampoco negó del todo.

—Interesante sobremesa —concluyó ella, dejando la copa—. Y aún más interesante el menú. Aunque me cuesta digerir las propuestas con más hueso que carne.

Kharox sonrió, satisfecho. Ambos sabían que la conversación había sido escuchada, y que lo importante era lo no dicho.


El regreso a su mansión en las Colinas de Bellota fue discreto. Su carruaje, escoltado por tres agentes de la Oficina Exterior, se deslizaba entre las calles abarrotadas de Desembarco con la precisión de una aguja de reloj. A medio camino, uno de sus agentes más jóvenes, Lennar, interceptó el convoy a caballo.

—Mi señora —dijo al abrir la portezuela—. Tesla ha desaparecido.

Frieda no reaccionó de inmediato. Solo cerró los ojos un segundo.

—¿Desde cuándo?

—Hace poco más de dos horas. Se activó el protocolo de emergencia. Revisamos su laboratorio, su apartamento, los accesos al puerto y las estaciones. Nadie lo ha visto salir. Simplemente… no estaba.

—¿Y ahora?

—Acaba de aparecer. En su laboratorio. Como si no se hubiera movido.


El laboratorio de Tesla en la colina industrial del Bastión de Maegor era una amalgama de tubos de cobre, generadores de vapor, y planos flotando en suspensión gracias a campos electromagnéticos. El científico estaba de pie, con el pelo alborotado y las gafas caídas sobre la punta de la nariz. Su aspecto era tan desordenado como su mente.

—No he salido de aquí —afirmó con absoluta convicción—. Estuve revisando los parámetros del generador de núcleo. Mi ayudante fue por café. Nada más.

—Maestre, más de veinte personas certifican que no estaba. Nadie lo vio entrar o salir. Su laboratorio estaba vacío.

—Eso no tiene sentido —respondió Tesla, visiblemente irritado—. ¿Cree que me teletransporté?

—¿Puede?

Tesla parpadeó. Luego negó con la cabeza, como si la pregunta fuera infantil, pero su expresión ya no era la misma.

Frieda lo observó con cuidado. No había mentira en sus ojos. Solo desconcierto. Y una sombra de algo más. Algo que no sabría definir.


Al anochecer, en la biblioteca de su mansión, un agente le entregó un sobre.

—Una fotografía, señora. De un periodista que intentaba colarse en el laboratorio. La tomó sin querer, tratando de captar a Tesla trabajando.

Frieda desplegó la imagen. Mostraba el laboratorio, con Tesla de perfil junto a una figura borrosa, encapuchada, cuya silueta parecía moverse entre los márgenes del plano, como si la luz la rechazara.

—¿Quién es?

—El periodista no lo sabe. Dijo que la cámara no registró nada extraño. Cree que fue un fallo de luz o un reflejo.

Frieda se acercó a la imagen. Un escalofrío le recorrió la nuca.

—Es el Maestre Caloran… creo —murmuró.

—¿Está segura?

—No. Pero si lo es, ¿qué hacía en el laboratorio de Tesla? ¿Y cómo?

El agente no respondió.

Frieda dejó la foto sobre el escritorio y apoyó las manos en la madera.

Por primera vez desde que llegó a Desembarco del Rey, reconoció en silencio que algo escapaba a su control.

Y que tal vez Occidente no era el único imperio jugando con fuego.

KREVYN III

Krevyn Vypren avanzaba con su paso corto y nervioso por el corredor de mármol del Palacio de Árbol de Cuervos, sede administrativa de la Corona Oriental. Su maletín golpeaba suavemente contra su pierna, y sus dedos, como era costumbre, tamborileaban con impaciencia sobre los planos enrollados que llevaba bajo el brazo.

La Archiduquesa Ravella Blackwood lo recibió en una sala abovedada y sobria, perfumada con incienso de abeto. Sentada con porte regio junto a una ventana que dominaba los jardines interiores, lucía su habitual túnica de lino oscuro y las trenzas ceñidas como una corona silenciosa. Su mirada, profunda y afilada, no dejaba espacio para cortesías superfluas.

—¿Ha ocurrido algo, Canciller?

—No aún, mi señora. Pero podría —respondió Krevyn, deteniéndose justo donde marcaba el protocolo.

—Adelante.

—Tenemos motivos para sospechar que fuerzas externas están operando dentro del Reino. No solo agitadore sino inteligencias organizadas. Me refiero a espionaje.

La Archiduquesa cruzó los brazos.

—¿Y qué hace usted viniendo a mí con estas insinuaciones?

—Porque su red de contactos académicos en el Valle podría haber sido instrumentalizada sin su conocimiento. No la acuso —añadió con rapidez, viendo cómo su rostro se endurecía—. Le pido ayuda.

—¿Insinúa que mis vínculos con el Círculo de Guerra del Valle comprometen mi lealtad?

—No. Sugiero que podrían haberlos aprovechado sin que usted lo supiera —repitió con firmeza—. Han ocurrido fugas en los planos de presas estratégicas, movimientos sospechosos en el sur de Varamar, y lo más preocupante: un mensaje interceptado en clave valyria que hace referencia a la Doble Corona como “la presa más vulnerable”.

—¿Y está usted seguro de que no es una exageración del Archiduque Bracken? —replicó Ravella—. Últimamente, todo lo que huela a modernización se interpreta como traición.

Krevyn cerró los ojos un momento y respiró hondo.

—No sirvo al Archiduque, ni sirvo a Occidente. Sirvo al Reino. Pero no podemos ignorar que estamos rodeados de potencias que ven los Ríos como un premio. El Norte nos desprecia. El Dominio nos teme. El Valle nos estudia. Y Occidente nos corteja.

—¿Y usted a quién preferiría, si tuviera que elegir?

La pregunta lo tomó por sorpresa. Durante un instante, se sintió acorralado.

—Preferiría que no tuviéramos que elegir —dijo al fin.

Ravella lo observó en silencio. Luego, su voz bajó apenas un tono.

—Ha escuchado los rumores, ¿verdad? Dicen que su ingeniero de presas mantiene correspondencia con los Lannister.

—Ewilight es un técnico. Le preocupan las aguas, no las banderas.

—Entonces, canalice bien sus aguas, Canciller. Porque si alguna presa se rompe, será en sus manos donde reventarán las consecuencias.

Krevyn inclinó la cabeza, comprendiendo que la conversación había terminado. Al salir, apretó con más fuerza sus planos.


Días después, el Canciller se encontraba en la nueva plataforma de inspección de la presa de Ulebar, uno de los proyectos de infraestructura más ambiciosos del Tridente. Desde lo alto del andamio, el río se extendía como una cinta de plata rota por las estructuras de hormigón que comenzaban a domar su caudal.

Inmanuel Ewilight le señalaba detalles técnicos con entusiasmo metódico: compuertas blindadas, válvulas automáticas, sistemas redundantes de contención. Krevyn asentía, aunque su mente vagaba en otro cauce.

Los hombres con armas no eran su especialidad. Los flujos de presión, sí. Pero había comenzado a entender que el Tridente era una tierra sin equilibrio natural. Cada solución era provisional. Cada alianza, un dique débil ante la marea.

¿Preferiría Occidente?, se preguntó.

Tal vez. El Dominio era demasiado volátil. El Valle, demasiado ambiguo. Y el Norte demasiado impredecible.

Pero si el precio de Occidente era entregar los puertos a sus bancos, las presas a sus empresas, y la autonomía a su forma de ver el mundo, ¿valía la pena?

Una gaviota graznó sobre su cabeza. El sol comenzaba a bajar. Ewilight hablaba de los generadores, de los flujos eléctricos futuros. Krevyn lo escuchaba pero veía ya los mapas militares desplegándose, las rutas férreas convertidas en líneas de suministro, las aguas represadas estallando si la guerra finalmente llegaba.

Debo ganar tiempo, pensó. Tiempo para construir. Para decidir. Para resistir.

TOBHO III

Las chimeneas de la fábrica escupían ceniza como columnas de guerra. Tobho Mollen se limpió el sudor de la frente con la manga de su chaqueta de trabajo, empapada por el humo y la tensión. A su lado, Maestre Renwyl avanzaba a paso lento, ajustándose las gafas constantemente mientras tomaba notas en una libreta de cubierta metálica.

—Las condiciones no son ideales —dijo el maestre, apenas audible por encima del ruido de los martillos hidráulicos—. Pero no es eso lo que inquieta a los obreros.

Tobho asintió. Habían recorrido los talleres durante más de una hora. La fábrica de exoesqueletos pesados para la reconstrucción del ferrocarril estaba llena de actividad, pero había algo contenido, tenso, en cada movimiento de los trabajadores. Miradas de soslayo. Silencios forzados.

Se reunieron en la sala de descanso con Harnor Stillwell, delegado del comité obrero. El hombre tenía la mandíbula cuadrada, manos como ladrillos y un parche metálico en un ojo.

—Lo diré sin rodeos, camaradas. Hemos tenido tres accidentes esta semana. Dos fracturas, un brazo destrozado. Todo por fallos en los actuadores de los mechas. Y no, no son errores humanos.

—¿Tienes pruebas? —preguntó Tobho, cruzando los brazos.

—Tengo cadáveres a medio salar —respondió Harnor—. La gente está harta.

Renwyl se aclaró la garganta.

—Si hay fallos, los encontraremos. Pero también necesitamos que vuestros hombres vuelvan al trabajo.

—Volverán —dijo Stillwell, tras un silencio—. Pero exijo una revisión completa. Y rápida. O lo llevaremos al Consejo Popular.

Tobho miró a Renwyl. El maestre asintió, resignado.

—Lo haremos —dijo Tobho—. A cambio, que nadie abandone sus turnos.


Durante los siete días siguientes, Tobho y Renwyl supervisaron cada unidad de trabajo motorizada. Soldadores, arneses hidráulicos, exoesqueletos de carga. Las revisiones técnicas no mostraron anomalías. Las piezas no estaban desgastadas. Las líneas de presión eran estables. Los núcleos térmicos funcionaban dentro de los parámetros.

—Es imposible —murmuró Renwyl, en el sexto día, mientras anotaba cifras en su libreta—. No hay fallo mecánico. Y si no es mecánico…

—Entonces es humano —completó Tobho.

Miraron el hangar lleno de esqueletos inmóviles como insectos dormidos. Tobho sintió algo frío en la nuca. La misma sensación que tuvo hace meses, cuando una locomotora de alta presión se desvió sin explicación y terminó empotrada en el depósito de suministros.

Renwyl frunció el ceño.

—¿Crees que puede ser sabotaje?

—No quiero creerlo —dijo Tobho—. Pero no veo otra opción.

Se hizo un silencio entre ambos.

—¿De quién sospechas? —preguntó Renwyl.

—De todos. O de nadie —respondió, mirando al suelo—. Pero no podemos manejar esto solos. No si se está repitiendo.

Renwyl apretó los labios. No era un hombre que confiara fácilmente en los mecanismos de control político. Pero tampoco era ingenuo.

—¿Vas a llamar a los Gélidos?

—Voy a enviar un telegrama. Lo dejo en sus manos.


Esa misma noche, en su despacho del Comité de Transporte, Tobho redactó el mensaje. Las luces eran tenues. El suelo vibraba con los trenes subterráneos que iban y venían de Starkburgo a los pueblos del interior. Su letra era firme. Escueta.

AL KREMLIN. CÓDIGO ROJO N. 7.
TOBHO MOLLEN, COMITÉ DE TRANSPORTE.
SOLICITO INTERVENCIÓN DEL KOMITÉ GÉLIDO.
MÚLTIPLES INCIDENTES MECÁNICOS EN REGIÓN STARKBURGO.
PROBABLE SABOTAJE.
URGENTE.

Lo firmó con tinta negra, estampó el sello del Sindicato del Hierro y lo entregó al operador de telégrafo sin decir una palabra.

Volvió a su oficina, se sentó junto al ventanal, y encendió una pipa. Afuera, las luces de las vías parecían constelaciones rotas.

Si esto es sabotaje humano, pensó, podemos controlarlo. Si no lo es entonces estamos en problemas. Y los Gélidos serán el menor de ellos.

QORAYN II

La terraza del Palacio de las Arenas brillaba con faroles de vidrio teñido y esencias florales que ondulaban en el aire cálido del atardecer. Desde lo alto, el río Sangre de Dorne parecía una vena de mercurio fluyendo entre las palmeras. Quorayn Jordayne alzó su copa de vino blanco, sin brindar, y contempló en silencio a los invitados que se reunían en torno al mármol rosado de la mesa ovalada.

Eran seis, cuidadosamente seleccionados. Ninguno tenía vínculos militares. Ninguno veneraba a Sarya Santagar ni debía favores a Rym Dalt. Eran, en esencia, pragmáticos: hombres y mujeres que habían prosperado en la paz y temían el aliento caliente de la guerra.

—Amigos —dijo Quorayn con una voz medida, sedosa, apenas audible sobre el rumor de las fuentes—. Os he convocado por una preocupación compartida: el futuro del Sultanato.

Aleris Moraq, matriarca de los exportadores de vino de Vaith, cruzó las piernas envueltas en lino dorado.

—¿Y cuál es ese futuro, príncipe? ¿Arder junto a las Marcas por una disputa sin sentido? ¿Cortar nuestras rutas por el orgullo de Dalt y Santagar?

Vellor Ux, rector de la Universidad del Sol y miembro del Consejo de Tecnología Aplicada, se inclinó hacia delante.

—Nuestra posición científica se hundirá si seguimos aislándonos. Tenemos acuerdos pendientes con Occidente, con Antigua y aún no hemos explorado las posibilidades de intercambio con Desembarco.

Sabran Tolland, banquero de Campoestrella, tamborileó los dedos sobre su copa.

—Y los inversores están nerviosos. El oro no tolera incertidumbres.

Kaela Maroq, astrónoma y directora del Observatorio Solar de Lanza del Sol, asintió en silencio. Su prestigio bastaba.

Tarn Vos, dueño de caravanas que cruzaban el Mar de Arena, fue más directo:

—La guerra arruinaría la temporada. No hay ejército que sobreviva en el desierto si el comercio lo abandona.

—Exactamente —intervino Quorayn—. Nadie desea una guerra. Pero hay quienes aún viven en las glorias de las rebeliones pasadas. No entienden que el poder, hoy, no lo dan las lanzas, sino los tratados.

Les miró uno a uno.

—La Sultana Nymella es razonable, pero está rodeada de halcones. Si logramos presentarle una alianza estratégica, con el apoyo de sectores clave como el vuestro, podrá firmarla sin temor a ser acusada de debilidad.

—¿Una alianza con quién? —preguntó Aleris Moraq, aunque la respuesta ya la sabía.

—Con los Estados Unidos de Essos.

Un silencio cayó, denso pero no hostil.

—No seremos vasallos —murmuró Vos—. Ni lo serás tú.

Quorayn le sostuvo la mirada.

—No quiero que lo seamos. Quiero que seamos imprescindibles. Que cuando Essos mire hacia Poniente, vea en Dorne un puente no una duna más.

—¿Y si Nymella se niega? —dijo Ux, sin rodeos.

—Entonces necesitaremos otras opciones.

Otro silencio. Más tenso. Más real. Kaela Maroq fue la que lo rompió.

—¿Estás dispuesto?

—Por Dorne —dijo Quorayn con suavidad—. Y por nuestra supervivencia.


Horas más tarde, en su estudio privado, Quorayn contemplaba un mapa del continente. Lo recorrían líneas de tinta que conectaban Lanza del Sol con Desembarco, con las Marcas, con Volantis. Una telaraña de pactos posibles y alianzas futuras.

Sabía que aún faltaba mucho. Pero ahora no estaba solo. Su círculo estaba formado. No leales, no aún, pero interesados. Interesados eran útiles. Y si la Sultana se oponía a lo inevitable, si Sarya y Dalt empujaban al reino hacia el abismo… Entonces sería hora de asumir el mando.

YGRIN III

La bruma del amanecer apenas dejaba entrever las velas rotas del puerto de Harlaw. En el muelle sur, entre barriles de pescado podrido y cadenas oxidadas, un hombre aguardaba bajo la sombra de una grúa rota. Vestía capa de lonas remendadas y una pistola al cinto, y olía a sal, vino barato y pólvora.

—Llegas tarde —gruñó Ygrin al acercarse—. Y hueles a traición.

El capitán tragó saliva. No era la primera vez que trataba con Ygrin, pero tampoco había olvidado lo que le hizo a aquel contrabandista de Risco Gris que le mintió sobre esclavos ghiscaris.

—No quería atraer miradas. Lo que traigo es… delicado.

—Lo que traes es ruido —dijo ella—. Enséñamelo.

El capitán asintió y condujo a la líder anarquista a través del puerto hasta una vieja corbeta varada en seco. En la bodega, bajo lonas aceitosas y cajas marcadas como repuestos agrícolas, había proyectiles de artillería de precisión, bobinas electromagnéticas, placas de blindaje industrial… y una mano mecánica de mecha occidental, aún con los restos de pintura roja y dorada de los leones de Occidente.

—¿Cuánto? —preguntó Ygrin sin inmutarse.

—Lo suficiente para equipar a una docena de clanes —respondió el capitán—. Lo interceptamos en una nave auxiliar al este de las Islas del Basilisco. Venía de Occidente, sí, pero no para nosotros. Ni para nadie en Poniente, diría yo. Iba rumbo a Essos.

Ygrin caminó entre los artefactos con pasos lentos, las botas sonando huecas contra la madera del casco.

—¿Y por qué me lo traes a mí?

—Porque si me cogen con esto, no quedará nada de mí ni de mi tripulación. Ni huesos. Pero si tú lo mueves… si tú lo haces desaparecer…

—¿Qué quieres, que me manche por ti? ¿Que cargue con tu pecado?

—No, Ygrin. Quiero que me ayudes a convertirlo en revolución.

Ella se detuvo, con la mano apoyada en un obús como si fuera una estaca de fe.

—Esto no es revolución. Es un nido de serpientes. Si lo vendo, es traición. Si lo entierro, es pérdida. Si lo uso, es guerra. ¿Lo sabes?

El capitán asintió.

—Pero si lo haces desaparecer en el lugar adecuado… puede ser oro.

Ygrin lo miró largo rato. Luego sonrió, apenas.


Tres días después, un bergantín partía bajo bandera de contrabandistas sin nombre rumbo al este, cargado hasta la quilla. Iba comandado por el mismo capitán, con una carta sellada de puño y letra de Ygrin: no un permiso, sino una advertencia.

Su destino: Korl Greyjoy, el lobo de sal, el pretendiente al Trono de Sal, el exiliado armado con promesas. Un hombre que podía convertirse en un aliado o en un monstruo con el hierro de Occidente. Ygrin lo sabía. Pero prefería que ese hierro ardiera lejos. Donde pudiera verlo venir.

Desde los altos riscos de Harlaw, con el viento azotándole el abrigo desgastado, Ygrin observó cómo el barco se perdía en la bruma.

—Que te pierdas en el mar, o que lo incendies —murmuró—. Pero que no vuelvas a traerme cadáveres sin causa.


Aquella noche, en el círculo de discusión de Puerto Noble, los jóvenes hablaban de autogestión, de abolir las deudas de sal, de sembrar almejas en terrazas verticales.

Ygrin no dijo nada. Pensaba en el hierro que había dejado partir. Y en el precio que todos, algún día, pagarían por él.

INTERLUDIO

Cerca de Starkburgo

Nella Stark corría sobre la arena bajo la mirada inmutable del mar. Las extremidades metálicas del mecha ligero que pilotaba respondían con la precisión de un bailarín. Era una máquina delgada, veloz, armada con estoque y pistola; un autómata pensado no para resistir una carga, sino para sobrevivir en el caos. Desde un acantilado cercano, Sirius, su instructor bravosí, fumaba despacio.

—No pienses en la gloria, niña del lobo. Piensa en la línea de fuego. En cuántos podrás salvar antes de que alguien te alcance.

Nella no respondió. Cada día era más rápida. Y cada noche, dormía peor.


Más allá del Muro, frontera con Ultima Thule

Gregori Dustin cruzó la linde del bosque helado al caer el crepúsculo. El aire olía a tiempo detenido. En la cima de la colina estaba la choza, medio enterrada por la nieve. Según un mapa olvidado de los antiguos exploradores, allí debió alzarse un torreón aunque nada indicaba que así fuera. Ahora solo quedaban maderos podridos, viento y silencio.

El huargo apareció al amanecer. Negro como brea, con ojos color ámbar. Se acercó a Gregori y dejó caer a sus pies un cráneo: metálico, dentado, helado como una tumba sin nombre.

Gregori lo recogió sin temblar.

—Esto no lo forjó ningún herrero. Ni fue habitado por alma alguna que se confiese viva.


Desembarco del Rey

Marwyn Sunglass, envuelto en su abrigo de paño ceniciento, asistía al festival de apariencias que llamaban Feria de la Ciencia. Antes había estado con el Septón Thamarys, quien le exigía un edicto contra las prácticas heréticas. El joven eclesiástico hablaba de idolatrías, herejías, taumaturgos sin fe. Marwyn había asentido con diplomacia y archivado la solicitud en su cajón más profundo.

Entre los pabellones de la Feria, un enviado de la Ciudadela se acercó con paso firme. Llevaba un sobre lacrado con el sello de Elwyn, el Archimaestre. El mensaje era claro: vigilar a Tesla. Su figura dividía opiniones. Para algunos, un genio. Para Elwyn, un peligro. Un umbral hacia lo desconocido.

Esa misma tarde, en su despacho de la Torre de los Muros, Marwyn recibió a un representante del Banco de Braavos. El hombre no mencionó los Estados Unidos de Essos, pero sus ojos sí lo hicieron. Era una advertencia sutil, en forma de sonrisa: ciertos poderes no debían ser ignorados.


La Ciudadela

Elwyn no dormía. Desde hacía días, las lecturas de energía eran erráticas. Algo se encendía y apagaba en pulsos extraños, invisibles al ojo humano pero detectables por los sismógrafos de aether.

Uno de los foco estaba dentro de la Ciudadela.

Un aprendiz había desaparecido. Otro parecía estar investigando temas que la Ciudadela había prohibido hace generaciones: alquimia energética, líneas ley, bioarcana.

Elwyn anotó un símbolo antiguo en su diario. Uno que no se usaba desde la caída del último archimaestre enloquecido.


Mar del Verano

Sar Kharox bebía vino caliente en la cubierta del Venganza Salada, observando cómo Korl Greyjoy combatía con el pirata volantino. Era una danza brutal, sin reglas, donde la sangre salpicaba las cuerdas y los insultos se mezclaban con el rugido del mar.

Cuando Korl quebró el cuello del volantino y arrojó su cuerpo por la borda como si fuera lastre, Sar no hizo gesto alguno. Solo bebió.

Sabía que Korl era ingobernable. Pero también sabía que cuanto más lejos estuviera de las rutas del comercio en Essos, más tranquila dormiría la Compañía del León Carmesí. Y si Frieda Lannister-Vikary lo creía útil tanto mejor.