GARLAN III
El campamento de entrenamiento se extendía como una herida abierta sobre la llanura yerma al sur del Camino de los Dos Ríos. Durante el día, la disciplina reinaba entre los barracones, las tiendas y las pistas de maniobras. Pero por la noche, el aire se espesaba con murmullos y tensiones acumuladas. El fuego del patriotismo no era suficiente para calentar el corazón de un ejército que dormía junto a su propio reflejo dividido.
Garlan Oakheart caminaba entre los pabellones al alba, cuando el silbato de la patrulla de guardia interrumpió la calma.
—¡Un cadáver en el sector oeste! —gritó un joven cabo—. Un soldado, muerto a golpes.
El cuerpo yacía junto a unos barriles de agua, con el rostro destrozado y las manos aún cerradas en puños. El uniforme estaba rasgado a la altura del cuello. Alguien lo había arrastrado allí después de la pelea.
—¿Identificado? —preguntó Garlan, con el ceño fruncido.
—Era el soldado Marris, escuadra cinco, compañía del este. Según el registro, tenía simpatías con Leo Fossoway.
Garlan asintió. Ya lo había temido.
La investigación fue breve. Demasiado breve.
Dos testigos dijeron haber escuchado gritos sobre “traidores con nombre de vino” y “la nobleza disfrazada de república”. Otros declararon que el soldado muerto estaba discutiendo con al menos tres compañeros la noche anterior. Nadie vio nada. Nadie se atrevió a nombrar a los agresores.
Garlan sabía lo que aquello significaba. Silencio de unidad. O silencio de miedo.
Se hizo llamar a todos los integrantes del pelotón del fallecido. Los hizo formar en fila. Frente a él, treinta y cuatro hombres y mujeres con el rostro duro y la mirada fija en el vacío.
—Soldados —dijo con voz firme—. Marris ha muerto a manos de sus propios compañeros. No fue una bala enemiga. No fue un accidente. Fue política. Fue odio.
Sus palabras retumbaron en el campo como el redoble de una ejecución.
—Sé que algunos de vosotros juráis lealtad a Aelinor Redwyne. Otros a Leo Fossoway. Algunos incluso me siguen a mí. Pero aquí, en este campamento, todos obedecen a la República.
Un murmullo se alzó en la fila, como un temblor.
—Quien haya cometido el asesinato, que dé un paso al frente. Recibirá el castigo correspondiente. Será la última oportunidad para que este ejército conserve el honor.
Silencio.
El viento soplaba desde las colinas con olor a tierra seca. Garlan miró a los rostros. Algunos sudaban. Otros temblaban. Ninguno se movió.
—Si nadie confiesa —dijo con frialdad—, el pelotón entero será apartado del frente. Sin excepción. Todos ustedes serán enviados a las barracas disciplinarias de Escudo Gris durante la duración de esta campaña.
Un joven dio un paso hacia adelante. Garlan sintió esperanza por un momento, pero el chico habló antes que él.
—Con todo el respeto, mi general… No podemos castigar a todos por lo que hizo uno. Es injusto.
—¿Y no lo fue la muerte de Marris? —preguntó Garlan—. ¿Qué mensaje recibirán los demás pelotones si dejamos que el asesinato y la política marquen la línea de fuego?
Silencio otra vez.
Garlan apretó los dientes. Estaba agotado. No de la guerra. De la política disfrazada de fervor. De los soldados que creían luchar por una idea, pero que en realidad obedecían banderas que cambiaban con el viento.
—¡Guardia! —gritó.
Se acercaron seis hombres con brazaletes rojos.
—Este pelotón queda disuelto. Quedan arrestados en nombre de la República. Custodia directa a Escudo Gris. Mañana al amanecer.
Los soldados no protestaron. Algunos lloraron. Otros apretaron los dientes. Nadie se movió.
Esa noche, Garlan permaneció solo en su tienda, observando el mapa del Dominio clavado a la lona. La línea de frente había sido dibujada con cuidado, pero en su mente se desdibujaba con cada decisión.
Sabía que la unidad era frágil. Que no todos los soldados lucharían por la misma bandera cuando llegara la hora. Pero sabía también que ceder ante el miedo o el favoritismo sería el primer paso hacia la disolución.
El deber lo había vuelto inflexible. No por arrogancia. Sino por desesperación.
Miró su reflejo en una petaca metálica. No se reconoció del todo.
Y comprendió que quizá el enemigo más peligroso no era Fossoway. Ni Tarly. Ni el Norte.
Era el tiempo.
El tiempo que corrompía ideales hasta volverlos armas.