Canción de Diesel y Vapor

Prólogo

El viento cortaba como cuchillas de obsidiana. Cada respiración era una apuesta contra la muerte.

Gared se arrastraba entre la nieve hasta las rodillas, enfundado en un uniforme harapiento marcado con una estrella negra, el símbolo de ser uno de los vigilantes de los campos de trabajo del norte. Llevaba dos días sin comer y tres sin dormir. Pero seguía. Debía hacerlo. Porque lo que había visto en Ultima Thule, en las ruinas negras del norte profundo, era peor que el hambre, peor que el frío, peor que la muerte.

Habían excavado demasiado.

—Las máquinas no deberían soñar —le susurró uno de los técnicos antes de desaparecer.

Lo recordaba bien. También recordaba el sonido. No era humano. Ni animal. Ni mecánico. Era una voz que hablaba desde las tuneladoras. Y todos los que la oyeron habían enmudecido o sangrado por los oídos.

Él huyó.

Tomó una máscara de respiración de un vigilante muerto, se deslizó entre las torres de extracción y corrió hacia el sur, cruzando los campos de trabajo donde los hombres morían como las bestias. Dejó atrás la refinería y los túneles que descendían al corazón del mundo. Solo quedaban ruinas, silencios y algo que se movía bajo la superficie.

Sabía que no llegaría lejos. Lo atraparon al tercer día.

Una camioneta blindada, con las insignias del Komite Gélido Bolton, apareció entre las rocas de escarcha y cuatro hombres despiadados salieron de ella embutidos en abrigos anodinos. Lo esposaron sin decir palabra. Le taparon los ojos. Aunque Gared sabía a dónde lo llevarían.

No supo si el juicio duró un minuto o una semana. En la Unión de Repúblicas Socialistas del Norte no había juicios. Solo sentencias.


En la oficina cálida y oscura, Vladimir Ilych Bolton leía el informe sin expresión.
—Deserción. Sabotaje. Difusión de paranoia antirrevolucionaria. —Cerró el expediente. —Ejecución pública, método estandarizado: ahorcamiento. Que sirva de advertencia.
—Sí, Komisar —respondió el burócrata.

Bolton tomó su pluma. Era de acero valyrio, regalo de Yara Umber. Firmó con trazo firme. No pudo reprimir recordar a los depuestos Stark quienes defendían que el hombre que dictaba sentencia debía alzar su espada; un pensamiento obsoleto y propio de tiempos pasados.

Una vez a solas, Vladimir se dirigió a la biblioteca del Kremlin a la cual solo hombres del partido autorizados tenían acceso. Con paso firme y decidido avanzó entre las polvorientas y frías estanterías hasta llegar a una sección prohibida para la mayoría de norteños, incluidos miembros del Komisariado. Pero Bolton no era un hombre cualquiera, era el más poderoso en el Norte, y nadie podía negarle el paso franco hacia donde deseara ir.

Bajo la amarilla luz de una linterna de mano, el Komisar comenzó a leer unos pasajes de un libro fechado siglos atrás; con aparente tranquilidad traicionada por el ceño fruncido repasó unas líneas con su dedo: No está muerto lo que puede yacer eternamente.

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FRIEDA I

El amanecer sobre Desembarco del Rey era una sinfonía de acero, vapor y humo. Las torres de cristal y alquitrán se alzaban sobre un mar de tejados oxidados y calderas rezumantes, mientras los zepelines de patrulla planeaban lentos, majestuosos, como dragones de cobre bajo un cielo de hollín. Frieda Lannister-Vikary contemplaba la ciudad desde la terraza de su oficina consular, en el piso cuarenta y siete de la Cámara de Representantes de los Feudos. Su bata diplomática, de seda industrial teñida en rojo y oro, ondeaba al viento artificial de los extractores.

Frente a ella, el puerto burbujeaba de actividad: grúas mecánicas, convoyes ferroviarios de carga pesada y gólems de fundición apilaban contenedores de maquinaria y alambiques. La feria de la ciencia estaba en marcha. Y ella era su arquitecta.

No por amor a la ciencia, claro. Frieda rara vez se conmovía con ideales abstractos. El objetivo real era otro.

—Traeremos a los mejores jóvenes talentos —dijo en voz baja, más para sí que para su ayudante—. Inventores, alquimistas, mecánicos. Y los ficharemos para Occidente antes de que el Valle, el Dominio o los jodidos boltoncheviques les pongan la mano encima.

Su ayudante, un joven con cara de ratón y guantes de piel negra, asintió con exageración.
—Ya se ha enviado invitación a las universidades del Mander, a la Sociedad de Saberes de Antigua y a la Legación Técnica de Lys, mi señora. Hasta la Universidad Libre de Puerto Blanco ha confirmado presencia.

Frieda se giró, los ojos entrecerrados. —¿Y Tesla?

—Ha aceptado dar la conferencia inaugural —respondió el ayudante, hinchándose de orgullo.

Frieda sonrió con la precisión de un bisturí. Maestre Tesla era un activo de importancia incalculable. Su sola presencia daría a la feria la legitimidad internacional que necesitaba. Pero más aún: lo pondría a su alcance. Observado. Catalogado. Quizá, eventualmente, protegido.

Luego, la sonrisa desapareció. El viento del norte traía rumores. Y los rumores olían a sal, hierro y pólvora vieja.

—¿Qué sabes de Korl Greyjoy?

El ayudante parpadeó. —Hay informes sin confirmar. Se dice que ha sido visto en Qarth, negociando con traficantes de guerra. Que ha prometido mechas a las casas menores si juran lealtad al Trono de Sal.

Frieda entrecerró los ojos.

Korl era una anomalía. Demasiado educado para ser un hijo del hierro, demasiado brutal para ser diplomático. Y, sin embargo, se movía entre banqueros y contrabandistas como si le pertenecieran. Si unificaba las Islas… si conseguía financiación… podría dominar el Mar del Ocaso. O venderlo al mejor postor.

—¿Crees que aceptaría un patrocinio occidental?

—A cambio de tecnología. Y reconocimiento político.

Frieda meditó. Occidente no necesitaba un nuevo enemigo con flotas blindadas atacando convoyes en el Tridente. Pero un aliado en las Islas… eso sí podría ser útil. Para presión naval. Para inteligencia. Para guerra encubierta.

—Hazlo rastrear. Discretamente.

Su asistente hizo una reverencia y se alejó. Frieda se quedó sola, mirando el horizonte. Pensó en Korl. En Tesla. Y luego en una mujer de ojos grises como piedra de montaña: Lady Ysilla Corbray.

La diplomática del Valle era una experta en tejer redes invisibles. En los últimos meses, agentes desconocidos habían aparecido en los puertos de los Ríos, comprando mapas hidrográficos, reclutando ingenieros ferroviarios, enviando telegramas cifrados hacia Puerta de Sangre. Demasiado sutil para ser Bracken. Demasiado metódico para los Blackwood.

—Ysilla… —murmuró Frieda—. ¿Qué tramas, querida?

La posibilidad de que el Valle estuviera apoyando a los blancos del Norte no era disparatada. La restauración Stark había sido uno de sus temas favoritos en recepciones informales. Y si estaban armando una red clandestina en los Ríos…

Frieda cerró los ojos un instante. La feria de la ciencia sería su oportunidad para observar a todos. Para tomar la temperatura de Poniente. Allí estarían representantes del Dominio, de Dorne, del Valle… y, si tenía suerte, algún emisario encubierto de los Targaryen.

Porque la guerra no sería una sorpresa. Todos la esperaban. Lo único incierto era cuándo.
Y quién daría el primer golpe.


Días después, la primera plataforma de la feria se alzó en el muelle 9. Una torre de hierro cubierta de engranajes vivientes, con cúpulas de cristal y vapor púrpura. Frieda bajó de su carruaje blindado rodeada de escoltas de la Guardia de Acero y saludó con sonrisas a la prensa.

—Pronto Desembarco del Rey se convertirá en la capital del saber de todo Poniente —dijo a los micrófonos—. Que las naciones compitan por la razón, no por la sangre.

Mientras los flashes de alquimia estallaban, sus ojos exploraban el gentío en busca de signos. Una figura con túnica de ingeniero de Antigua. Un oficial del Valle con brazalete académico. Una mujer con tatuajes valyrios que no constaba en el registro diplomático.

Todos estaban aquí. Y Frieda sonreía. Porque el tablero estaba montado. Y las piezas ya se movían.

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GARLAN I

El calor del mediodía abrazaba los muros de Gran Mesa, y aun así Ser Garlan Oakheart no sudaba. Permanecía de pie junto a la ventana de la sala de guerra, contemplando la llanura interminable que se extendía al sur. Una línea de humo en el horizonte delataba un incendio de cosechas en alguna finca desleal. Otro más. Ya no se molestaba en preguntar cuál. Los informes se acumulaban sobre su escritorio como mala hierba tras la lluvia. Bajo sus pies, en el patio de armas, su armadura de combate estaba siendo siendo pulida por uno de los cadetes bajo su mando; era una servoarmadura tan sobria como el propio Garlan: de color verde militar y el símbolo de la República como único adorno, con un sable de acero a un costado y dos ametralladoras apostadas en los hombros.

El ejército republicano era extenso solo en papel. Uniformes gastados, rifles desfasados, caballos famélicos, mechas de primera generación. Garlan lo sabía. Había comandado ejércitos mejores, y los había visto romperse como cristal ante columnas improvisadas de campesinos fanáticos con artillería de contrabando. Las guerras de unificación tras la caída de Altojardín habían dejado al Dominio exhausto, dividido y… rencoroso. Muy rencoroso.

Colina Cuerno, esa espina endurecida por el acero de Frank Tarly, no reconocía el gobierno republicano. Las banderas del viejo orden ondeaban en sus torres, y su guarnición hacía ejercicios diarios como si esperase una invasión que nunca llegaba. “Tarly no tiene fuerzas”, pensaba Garlan, y era verdad. Pero tampoco necesitaba muchas si el corazón del Dominio seguía tan disperso.

Los radicales crecían en los márgenes. Grupos de milicianos de Leo Fossoway se reunían en plazas, distribuían pan, imprimían panfletos. Había visto su símbolo —una manzana mordida rodeada de engranajes— pintado en muros, en vagones, en las paredes de iglesias saqueadas. A Garlan le preocupaban más que Tarly. Al menos el caudillo tenía una cara, una bandera, una ciudadela. Fossoway, en cambio, tenía una idea. Y los boltoncheviques del Norte escuchaban.

Se sabía. Había barcos que partían del Cuello con cargamento “agrícola” que acababan en los puertos del Mander. Lo que no se sabía era cuánto tiempo más podría mantenerse el equilibrio. De momento, Leo concentraba su furia en Tarly. Y eso era un respiro. Uno que Garlan agradecía cada mañana.

En su despacho, la luz del sol caía sobre un mapa desplegado. Lo repasó con los ojos, con los dedos, con el corazón. En Refugio del Girasol, dos regimientos sin paga desde hacía tres semanas. En Vado Ceniza, los ferroviarios amenazaban con huelga. En los llanos de la Aguadclaras, un destacamento había desertado y se había unido a un grupo autogestionado por veteranos radicales. Nada parecía sostenerse del todo.

Garlan escribió con tinta oscura sobre papel grueso. Lo hacía con lentitud, cuidando las palabras.

“Al Archimaestre Renwyl,
Ciudadela de Antigua.

Estimado sabio y defensor de la razón,

El tiempo es frágil en el Dominio, y lo son también los puentes que aún conectan la espada con el saber. Le escribo no como soldado, sino como hombre preocupado por el devenir del conocimiento en este continente herido. Si el señor de Colina Cuerno extiende su brazo hacia el oeste, sepa que encontrará mi acero entre su ambición y vuestra llama.

No deseo implicarle en política. Pero sí advertirle. El silencio no protege a los sabios cuando los fanáticos cabalgan.

Con respeto,
Garlan Oakheart,
Comandante del Ejército Republicano.”

Dobló la carta y selló con cera y el símbolo de la guarnición: una flor de roble sobre campo verde.

Al otro lado de la puerta, los informes seguían llegando. Saqueos, sabotajes ferroviarios, asesinatos políticos. El Dominio era tierra cultivada para la guerra civil, y la república era solo una cerca que se tambaleaba al primer viento. Pero Garlan aún creía. No en el ideal republicano, ni en los discursos de Aelinor Redwyne, ni en las proclamas de asambleas. Creía en la tierra. En mantenerla fértil. En evitar que se ahogara en sangre de hermanos. Por eso se mantenía firme. Porque aún no era el momento de perder.

Todavía no.

MAELOR I

Las nieblas matinales se alzaban desde los picos nevados como fantasmas de vapor, y el rugido metálico del tren de montaña quebraba el silencio del Valle con su puntual estruendo. Lord Maelor Belmore observaba las líneas férreas desde la torre de vigilancia del Puerta de la Sangre acompañado por el Archimaestre Norren, quien anotaba sin cesar en un cuaderno de tapas de plomo mientras sus lentes vibraban con cada crujido de los raíles.

—La tracción secundaria respondió mejor con la humedad que en las pruebas de primavera —comentó Norren sin apartar la mirada—. Aún así, me preocupa la fatiga de los pernos en pendientes del diez por ciento.

Maelor asintió, sin entusiasmo. Años de gobierno y protocolos le habían enseñado a no emocionarse por lo que funcionaba, sino a prepararse para lo que podía fallar. Y en tiempos como aquellos, el error era un lujo reservado para los reinos del pasado.

—¿Túneles viables? —preguntó el Primer Ministro.

—Con suficiente queroseno y refuerzos valyrios, sí —respondió Norren—. Especialmente bajo la Corona de los Nueve Dientes. Nos ahorraríamos tres horas de tránsito y una docena de pasos vulnerables. Pero costará. Mucho.

Belmore se giró para mirar el mapa extendido sobre la mesa móvil. Trazos en tinta roja marcaban rutas potenciales, flanqueadas por notas: riesgo de derrumbe, posibles fallas, zonas inestables por aguas subterráneas. Pero también había rutas funcionales. Las líneas que podrían sostener al Valle en caso de que el Norte, o cualquier otro, cruzara la delgada frontera de la paz.

—Norren —dijo, suavemente—. ¿Y si todo esto no basta?

El Archimaestre alzó la mirada. Había en sus ojos la serenidad de quien vive rodeado de escenarios catastróficos.

—Entonces duraremos más que la mayoría. Y moriremos más eficientemente que nadie.


Horas después, ya de vuelta en Puertas de la Luna, ambos caminaron por los jardines del ala oeste del Parlamento, bajo cúpulas de cristal bruñido que filtraban el sol de invierno. Allí, Maelor escuchó con atención el informe de la Armada Real del Valle: quince acorazados pesados en plena capacidad, cuatro zepelines de bombardeo, y una docena de fragatas de escolta automatizadas con sistemas de defensa por rieles. Ningún otro reino podía presumir de semejante flota sin ayuda extranjera.

—Estamos listos para contener un avance desde el Norte por mar —afirmó el almirante representante, al que Norren había convocado por sugerencia del propio Belmore—. Y si los Estados Unidos de Valyria deciden interferir, también.

Maelor frunció el ceño.

—¿Y Tres Hermanas?

—Oficialmente, mantienen la neutralidad. En los hechos… comercian con todos. El mes pasado permitieron una escala de suministros a una delegación de Desembarco del Rey. A cambio de maquinaria de construcción. Norren resopló.

—Neutralidad siempre es una palabra muy cara. Solo los ricos pueden permitírsela.

Belmore no respondió. Sabía que en Tres Hermanas vivían familias antiguas, orgullosas, aferradas a la autonomía que el Nido de Águilas les había concedido a regañadientes. Y aunque juraban fidelidad al Parlamento, en el fondo creían que el Valle era su escudo, no su gobierno.

—¿Crees que podrían permitir paso a los norteños si eso les conviene?

—No de forma abierta —respondió Norren—. Pero tampoco los detendrían si llegaran con barcos “civiles”. No son traidores. Son oportunistas.

Maelor apoyó las manos sobre la barandilla de mármol. El viento del norte llegaba helado. Llevaba consigo un rumor persistente: el nombre de Addam Redfort.

—¿Y Ser Addam?

Norren tardó en responder.

—Su lealtad no está en duda. Pero su ambición sí. Ha pasado los últimos meses reorganizando su compañía personal, entrenando a los nuevos cadetes. Se rumorea que quiere volver a dirigir tropas de campo, aunque aún pesa sobre él el fracaso de la expedición en el Cuello.

—¿Contactos con los blancos?

—Viejos. Dormidos, diría yo. Se ha distanciado, quizás por necesidad. Quizás por conveniencia. No es tonto. Sabe que si el Valle entra en guerra, lo necesitarás vivo y obediente.

Maelor asintió. Ser Addam era un símbolo. Uno que aún podía valer mucho o costar demasiado.


Esa noche, en su despacho, Maelor se quedó solo, mirando el resplandor lejano de las torres de la planta de Puerta de la Sangre, donde jóvenes ingenieros perfeccionaban blindajes y experimentaban con locomotoras de asalto.

Sabía que el equilibrio era insostenible. Que el Norte se agitaba con fuegos que no respetaban montañas ni tratados. Que el Valle no podría quedarse al margen para siempre. Y sin embargo, no era miedo lo que lo mantenía despierto. Era la certeza de que, si el mundo se desplomaba, el Valle tendría que elegir: escudo o espada. Y esa decisión, como tantas otras, caería sobre sus hombros.

VARDYS I

La luz del mediodía caía con furia sobre los riscos desérticos de la frontera. El polvo flotaba inmóvil, suspendido en el calor, y cada piedra parecía una trampa. Ser Vardys Dondarrion, envuelto en su servoarmadura de placas negras con ribetes dorados, avanzaba con paso firme entre los cañones rojizos de la antigua frontera de las Marcas. Cada pisada dejaba un zumbido grave, el siseo de los actuadores hidráulicos y el sordo impacto metálico contra la roca.

—Veinte hombres —murmuró por el canal interno de su yelmo—. No más. No disparamos primero.

La patrulla de infantería que lo acompañaba estaba compuesta por soldados bien entrenados, armados con fusiles de retrocarga y apoyados por un par de tiradores en las lomas. Eran tropas del Reino de la Tormenta, allí para hacer presencia, para recordar que las fronteras no eran una sugerencia. Pero no todos lo recordaban.

Del otro lado del cañón, oculto entre los restos de una torre derruida, Myro de los Picos Rojos observaba con una calma desquiciada. Sus ropas eran harapos de colores apagados, manchadas de grasa y polvo. El rostro curtido y delgado, ojos hundidos y brillantes como carbones al rojo. Sonreía.

Myro no llevaba servoarmadura. Ni uniforme. Solo un largo rifle de cerrojo modificado, trampas rudimentarias y una red de toscos explosivos artesanales camuflados entre cactus y piedras.

—No más de veinte —murmuró—. Lo justo para sentirse seguros, no lo suficiente para una guerra.

Hizo una seña con los dedos y cuatro figuras se deslizaron entre las ruinas: soldados de la República Independiente, experimentados, sigilosos, peligrosos. Myro se movía como un depredador de llanura, confiado en su terreno.

El primer disparo no vino de Vardys. Fue una explosión seca: una de las minas improvisadas de Myro estalló bajo los pies de un sargento de la Tormenta. El hombre cayó sin una pierna, gritando. Y en ese mismo instante, como una danza predecible, ambos lados abrieron fuego.

Vardys se adelantó. Su servoarmadura absorbía los impactos menores con graznidos de metal. Levantó su escudo automático y la energía chispeó alrededor. Disparó su rifle pesado con precisión metódica, apuntando a cobertura, no a matar.

Myro, por su parte, se movía entre ruinas, reaparecía, disparaba, desaparecía. Uno de sus tiradores alcanzó el hombro de un soldado de la Tormenta, otro reventó el visor de un casco. Pero también los suyos caían: heridos por metralla o derribados por ráfagas controladas.

Nadie moría. No aún. Pero cada impacto era un mensaje. Cada explosión, una carta sin firmar.

—Estamos en territorio neutral —gritó Vardys desde su amplificador—. Retírense antes de que esto se convierta en algo peor.

Myro sonrió desde su escondite, sangre en la comisura de los labios. Había rozado una esquirla de su propia trampa.

—Esto ya es algo peor —susurró, sin responder.

Tras veinte minutos de escaramuza, ambos bandos retrocedieron. Vardys no quería una masacre. Myro no quería perder hombres. Ambos sabían que una guerra podía empezar con un solo cadáver mal colocado.

Cuando terminó, la frontera quedó como antes: sin dueño, sin ley, solo con silencio y humo.

Vardys observó el horizonte mientras su servoarmadura zumbaba, analizando. La herida del soldado que había perdido una pierna no era mortal. Nadie había muerto. Pero aquello no era una victoria. Solo una advertencia.

Del otro lado, entre piedras marcadas por el fuego, Myro recargaba su rifle con calma.

—Otra vez, otra vez… —susurraba.

Y en ambos hombres, tan distintos —uno blindado y contenido, el otro sucio y feroz—, había algo en común: sabían que esa tierra, ese polvo maldito, volvería a arder.

VALYS I

El salón de los Espejos de Vapor, en la cúspide de la Torre Cívica de Desembarco del Rey, reflejaba la luz gris del mediodía en cientos de cristales brumosos que deformaban la silueta de los dos interlocutores. Lady Valys Belaerys, embajadora plenipotenciaria de los Estados Unidos de Essos, permanecía en pie, impasible, como una estatua de marfil cincelado. Frente a ella, Marwyn Sunglass, Lord Alcalde de Desembarco, hojeaba un informe con dedos largos, cubiertos por guantes finos de malla metálica.

—Hay cosas —dijo Sunglass con voz suave— que no pueden tolerarse ni siquiera como insinuaciones.

—Si os referís a la señorita Pyre —interrumpió Valys con calma estudiada—, ya he respondido en anteriores ocasiones. No representa ningún órgano oficial de nuestra Unión. Lo que haga, diga o profetice es responsabilidad suya y solo suya.

Sunglass asintió, con una sonrisa sin humor.

—Y sin embargo, su presencia en las colonias coincide con cada brote de fanatismo. Cada texto que el Guardián de la Llama Gris intercepta está impregnado de un simbolismo que remite a las antiguas doctrinas de los Dragones. ¿Y quién dirige esos círculos? ¿Quién los patrocina?

Valys no contestó. No debía. No podía. El silencio era parte del juego.

—El Archimaestre Elwyn —prosiguió el alcalde— afirma que el Maestre Caloran ha publicado teorías que, de llevarse a la práctica, convertirían la sangre en combustible. No me malinterprete, excelencia: adoro la ciencia. Pero la magia no es ciencia. Es una fractura en la razón.

—Los Estados Unidos de Essos —dijo Valys, firme— no desea ninguna fractura. Y mucho menos en Desembarco.

La conversación no duró mucho más. Se selló con frases medidas, gestos vacíos, cortesías estratégicas. Cuando Valys descendió por el ascensor neumático que la llevaría al nivel inferior, sabía que el mensaje había sido claro. Sunglass no confiaba en su gobierno. Y tal vez no debía hacerlo.


Horas después, en una terraza olvidada del antiguo Barrio de los Hornos, entre muros humeantes y ventiladores rotos, Valys aguardaba. La noche caía entre penumbras industriales, y el cielo estaba cubierto por un velo de hollín. A su lado, su guardaespaldas permanecía inmóvil, como una sombra vestida de acero negro.

Entonces, la figura apareció. Un hombre alto, envuelto en una túnica marrón oscura con capucha baja, emergió de un arco oxidado entre los depósitos. Caminaba despacio, sin miedo. Cuando habló, su acento era inequívoco: Norte puro, refinado pero helado.

—Vuestra carta llegó tarde —dijo.

—Mi interés llegó a tiempo —replicó Valys—. ¿Habla por ella?

—Ella no necesita voz. Yo hablo por los signos.

—¿Y los signos qué dicen?

—Que los traidores caerán. Que los que usurpan el Norte serán tragados por su propio hielo. Lo he visto en las estrellas.

Valys cruzó los brazos, la mirada firme.

—Eso no basta. No puedo llevar profecías a la Cámara Carmesí. Necesito resultados. Necesito certeza.

El monje guardó silencio un instante.

—La certeza llegará. Con sangre, sí. Con fuego, quizás. Pero llegará. Ella es paciente. Y poderosa.

alys dio un paso adelante.

—¿Quién es ella?

—La heredera. La que no fue vista. La que nació entre nieve y ceniza.

Un zumbido lejano interrumpió la tensión. Una patrulla zepelín sobrevolaba el distrito.

—Dame una prueba —dijo Valys—. Un hecho. Algo que pueda usar para frenar a los que piden que cortemos los lazos con los blancos.

El monje inclinó la cabeza. Valys lo miró, a punto de hablar, cuando algo detrás de ella crujió. Se giró instintivamente. Su guardaespaldas estaba allí, en alerta. No había nadie más.

Volvió a mirar. El monje había desaparecido.

—¿Lo visteis? —preguntó a su escolta.

—Nada, mi señora. Nadie salió por ese arco. Es un callejón sin salida.

Valys se quedó en silencio. No creía en fantasmas. Ni en profecías. Pero sí en oportunidades. Y el Norte —aunque disfrazado de visión y ruina— ofrecía una. Una peligrosa, desesperada, pero al fin y al cabo, en política, lo necesario hace aliados de lo impensable.

TOBHO I

Tobho Mollen no era un hombre que llamara la atención al entrar en una sala, pero quien lo conociera sabía que su sombra pesaba como el acero que forjaba. De complexión robusta, cabello gris rapado al uno y cejas espesas que sombreaban unos ojos oscuros e inquisitivos, Tobho había aprendido a medir a los hombres por el sonido que hacían al caminar sobre las placas de hierro. Llevaba siempre el uniforme gris del Sindicato del Hierro del Norte, con la insignia del martillo cruzado sobre un raíl rojo. En su mundo, no se necesitaban galas: se necesitaban resultados.

Aquel día lo encontraron en una estación de maniobras a medio levantar, en lo profundo de los llanos helados del Cuello. Hacía semanas que se había instalado allí para supervisar los trabajos de refuerzo de la línea principal del Camino Real, ahora una vía férrea esencial que conectaba las industrias del norte profundo con el sur. Una arteria vital para la URSN… y un blanco ideal para el sabotaje.

El suelo pantanoso de la región era una pesadilla logística. Cada anclaje debía perforar hasta capas de roca firme, y aun así, las lluvias podían levantar los raíles como si fueran varillas de estaño. Los ingenieros del Partido proponían soluciones ideológicas. Tobho prefería el hormigón.

—Dobla las vigas, no los ideales —decía con una sonrisa amarga, mientras escupía sobre la bota de un supervisor que le hablaba de eficiencia revolucionaria.

En los últimos días, sin embargo, algo había cambiado. Los refuerzos que llegaban desde Invernalia aparecían incompletos. Algunos tornillos estaban dañados. Vías nuevas que, al ser colocadas, no ajustaban con precisión milimétrica, como si alguien hubiese alterado los planos originales. El Sindicato no fallaba así. Tobho lo sabía. Alguien, en algún punto de la cadena, estaba saboteando la infraestructura.

Y lo hacían en la zona más difícil de controlar: el Cuello. El terreno era traicionero, pero más aún lo eran sus gentes. Antiguas familias del sur norteño, muchas de las cuales jamás habían abrazado del todo la causa boltonchevique. Campesinos que recordaban a los Stark con respeto, y a los Bolton con miedo. Gente que sabía moverse entre barro y neblina como sombras. Gente que podía esconder dinamita entre raíces de juncos.

Tobho anotó las irregularidades en su cuaderno de acero. No confiaba en el sistema de reportes. Prefería sus propios códigos. “Pieza Z-104E fallida / envío Sur / triple verificación fallida.” Nadie más lo entendería. Nadie debía.

Esa noche, revisó los mapas bajo la escasa luz de una lámpara de keroseno. Sus ayudantes dormían, agotados. La línea del Camino Real descendía desde Invernalia hasta el Cuello, bordeando viejas fortalezas, pasos boscosos y asentamientos que no figuraban ya en los mapas oficiales. Tobho marcó con un clavo oxidado un punto en concreto: el kilómetro 403, donde la vía había colapsado la semana anterior por un derrumbe inexplicable. Demasiado preciso. Demasiado limpio.

Sabía que debía informar al Komite. Pero también sabía que los burócratas del Kremlin buscarían una cabeza de turco. Él no iba a ser esa cabeza.

Se levantó. Ajustó su abrigo de lona, tomó una pistola de clavos modificada —su herramienta de confianza— y se dirigió a la vía. Aún había luz en el horizonte. Y alguien, en alguna parte de esos pantanos, estaba jugando con los cimientos del Norte. Tobho no tenía tiempo para traidores. Solo para reparar lo que otros destruían. Y si hacía falta, también sabía desmontarlos. Pieza a pieza.

KREVYN I

Krevyn Vypren tenía el rostro de un hombre acostumbrado a callar en las mesas donde todos querían hablar. Delgado, casi ascético, con el cabello plateado peinado hacia atrás y gafas de lentes redondas que nunca se quitaba, parecía más archivero que canciller. Pero nadie en el Reino Dual del Tridente osaba confundir su figura discreta con debilidad. Su tono de voz era sereno, cortante como filo mojado, y su paciencia tenía el peso exacto de una sentencia firmada.

Vestía siempre el mismo uniforme civil: una levita negra con botones de bronce y el emblema del Reino Dual bordado discretamente sobre el pecho, mitad cuervo, mitad caballo. En sus manos, el símbolo de su poder no era una espada ni una vara de mando, sino una estilográfica cargada con tinta negra que nunca necesitaba ser recargada. La pluma de Krevyn firmaba presupuestos, licencias, órdenes de arresto… y, cuando era necesario, muertes políticas.

Aquel amanecer lo encontró sentado frente al ventanal de su despacho en Aguasdulces. La lluvia caía sobre las presas del río Forca como un tambor ritual. El problema estaba en las compuertas del embalse de los Siete Dientes: la última revisión indicaba un desgaste peligroso. Si las presas cedían, todo el sistema energético de la zona media del Tridente colapsaría.

Pero Krevyn no podía simplemente emitir un decreto. No en el Reino Dual.

—¿Y qué dice Su Gracia Bracken? —preguntó sin levantar la voz.

El secretario, un hombrecillo delgado llamado Arwyn, tragó saliva.

—Considera que la mejora del sistema hidráulico favorece a las tierras Blackwood… y que se debe abrir un nuevo canal por las Tierras Viejas para equilibrar la inversión.

Krevyn no suspiró. Solo hizo un leve movimiento con las cejas. Luego tomó otro papel.

—¿Y Su Gracia Blackwood?

—Dice que los Bracken llevan tres ciclos sin presentar cuentas claras sobre el desvío del canal occidental. Y que sin auditoría, no se autoriza nada.

Krevyn apoyó los dedos sobre la mesa.

—Diplomacia feudal con tecnología de vapor —murmuró—. Ponme en contacto con Inmanuel E. Esta tarde. Lo necesitamos aquí. Ayer.

El nombre completo del ingeniero era Inmanuel Ewilight, experto en ingeniería de presas y antiguos canales valyrios. Había trabajado en las represas del Mander antes de renunciar, por razones poco claras. Krevyn sabía que contratarlo era arriesgado —muchos lo consideraban “inestable”—, pero lo que necesitaban no era sensatez, sino genio. Y rapidez.

—Haz lo que sea para que venga. Si hay que ofrecerle inmunidad, hazlo. Si hay que sobornarlo con una cátedra en la Universidad Libre del Tridente, también.

El secretario apuntó sin preguntar.

—¿Algo más, señor?

Krevyn desvió la vista hacia el ventanal. Un pequeño zeppelín postal descendía por el cielo con la agilidad de una hoja metálica. Un asistente lo interceptó antes de entrar con una caja de madera lacada. El sello de Desembarco del Rey era inequívoco.

—Una invitación formal, excelencia —dijo el asistente, entregándole el documento—. A la Feria de la Ciencia y Progreso.

Krevyn abrió el sobre. Papel de fibra valyria, tinta azul, el sello del Consejo Federal. Estaba cuidadosamente redactada, sin ofensas ni promesas.

Pero él sabía leer entre líneas.

Desembarco estaba reuniendo mentes. Y no por cortesía. Era una señal de posicionamiento, una convocatoria en medio del equilibrio más precario que había conocido Poniente en generaciones.

—Arwyn —dijo con voz seca—. Quiero el expediente completo sobre Tesla. Ya.

—¿El que trabaja para la Cancillería de Occidente?

Krevyn no respondió. Solo giró levemente la cabeza.

—Sí, ese Tesla.

El secretario desapareció entre papeles.

El canciller se quedó solo. La lluvia persistía, y la represa distante comenzaba a emitir un murmullo agudo entre las piedras. Como si advirtiera algo. Como si supiera que, pronto, no bastarían los ingenieros ni los tratados. Ni siquiera las presas. Pronto habría que contener otras aguas. Y él debía decidir por dónde empezar.

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QORAYN I

El Príncipe Qorayn Jordayne era un hombre hecho para los umbrales: demasiado elegante para ser soldado, demasiado orgulloso para ser cortesano. Su porte, erguido y sinuoso como una lanza dorniense, hablaba de un linaje antiguo. El rostro era fino, de pómulos altos y barba perfectamente recortada, y su piel, tostada por el sol del desierto, contrastaba con sus túnicas azules de lino con bordados plateados. Sus ojos, ambarinos, eran siempre pacientes y atentos, como si cada palabra escuchada tuviera un lugar reservado en su memoria.

Ministro de Asuntos Exteriores del Sultanato de Dorne, Qorayn se movía en la arena diplomática con la elegancia de una víbora y la contundencia de una tormenta de arena. Aquel día, sin embargo, no tenía enfrente a diplomáticos aburridos ni emisarios sin peso. Frente a él, o más bien por encima, en el despacho oval de la Casa del Dragón, estaba el Archidragón Daenor Targaryen. Qorayn lo observó con detenimiento mientras los asistentes abandonaban la sala.

Daenor era más alto de lo que había imaginado, aunque su delgadez alargaba aún más su figura. Su cabello blanco casi azulado estaba trenzado hacia atrás y caía como una cascada glacial hasta los hombros. Sus ojos eran púrpura claro, intensos, como el cielo antes del trueno. No tenía la fiereza desordenada de sus antepasados; no. Daenor era control. Frío. Orden. Un rostro sin arrugas, sin sonrisa, sin nervio. Una máscara perfecta.

—Ministro Jordayne —dijo el Archidragón, con la cadencia de alguien que mide cada sílaba como si fueran monedas—. Dorne ha permanecido en la orilla del mundo demasiado tiempo. Es hora de cruzar al otro lado.

—Dorne ha aprendido que toda orilla es también una frontera, y que cruzar sin puentes es caer —respondió Qorayn con suavidad.

Ambos se sentaron frente a frente, el vino de arena dorado aún sin tocar en sus copas.

—Usted sabe que mi nación —continuó el Targaryen— observa. Desde lejos, sí. Pero con claridad. Las fracturas de Poniente no nos son ajenas. Tampoco nuestras responsabilidades. O nuestras oportunidades.

—Y yo sé —dijo Qorayn— que los Estados Unidos de Essos no invierten sin propósito. Si desean una presencia en Poniente, necesitarán más que símbolos. Necesitarán alianzas. Tratados. Garantías.

Daenor asintió levemente.

—¿Y el Sultanato está dispuesto a proporcionarlas?

Qorayn sonrió, aunque su mirada no se relajó.

—El Sultanato es un nido de serpientes, Alteza. Algunos creen que una alianza con su país es sumisión. Que aceptar ayuda extranjera es ceder el alma. Pero yo no veo cadenas. Yo veo estructuras. Y las estructuras sostienen imperios… o los derrumban.

El Archidragón se inclinó levemente hacia adelante.

—¿Tiene enemigos, ministro?

—Tengo adversarios —respondió Qorayn—. Hombres que se aferran a la idea de que Dorne debe luchar sola, como si los vientos del desierto pudieran apagar motores diesel o hundir buques de guerra. Algunos me acusan de traidor. Otros de soñador. Pero todos me temen lo suficiente como para no actuar.

Daenor giró la copa, sin beber.

—Tal vez un gesto desde Essos ayude a silenciar esos ecos. Una declaración clara. Un acto.

—¿Qué tipo de acto?

El Archidragón alzó la mirada, y en ella ardía un fuego muy antiguo.

—¿Qué pensaría el pueblo si los Estados Unidos de Essos apoyaran la reincorporación de las Marcas de Dorne al Sultanato?

Qorayn alzó una ceja, aunque el resto de su cuerpo permanecía inmóvil.

—Pensarían que hemos vuelto a ser fuertes. Que nuestras fronteras significan algo. Que Dorne no se dobleg, que recupera.

—Y tal vez —añadió Daenor—, pensaría que el ministro Qorayn Jordayne no solo representa el Sultanato. Lo encarna.

Hubo silencio.

Qorayn bebió por fin de su copa. El vino era seco, aromático. Como el aire antes del cambio.

—Tendré que redactar algunas condiciones —dijo.

—Las leeré con atención —replicó el Archidragón.

Y mientras la luz del ocaso pintaba los muros de ámbar y cobre, ambos hombres sonrieron por primera vez. Pero ninguno bajó la guardia.

YGRIN I

Ygrin Harlaw no era alta, pero nadie lo habría adivinado viendo cómo se imponía entre la multitud. Llevaba el cabello cortado al nivel del cuello, oscuro y enmarañado como una tormenta de algas, y sus ojos —de un gris tormentoso— no conocían el descanso ni el perdón. La mandíbula angulosa, con una cicatriz que le cruzaba el labio inferior, recordaba a todos que la guerra no le era ajena. Vestía cuero y acero ligero, botas viejas, un abrigo robado a un capitán muerto, y una pistola oxidada en la cadera que jamás fallaba. Su presencia no era carisma: era desafío.

Ygrin no creía en banderas. Creía en sangre, pólvora y en la memoria de los muertos.

Puerto Noble hervía como una herida recién abierta. Los rumores decían que Harrag el Despiadado había enviado hombres a tomar los muelles y expulsar a los sindicatos que se negaban a jurarle lealtad. Cuando Ygrin llegó con sus seguidores, anarquistas sin nombre ni apellidos, armados con bates, cuchillas y cócteles caseros, la noche ya ardía con el olor del conflicto.

Los primeros disparos vinieron desde la cubierta de un carguero atracado. Hombres de Harrag, con pañuelos rojos en el brazo y rifles de segunda mano, disparaban sin orden. Ygrin respondió con brutal eficiencia: una ráfaga de pistola automática, una señal con el puño y dos granadas de clavos lanzadas entre cajas de madera. El muelle estalló en astillas y gritos.

La refriega fue rápida, caótica y cruel.

Un joven de su grupo recibió un disparo en el pecho. Otro gritó al perder una mano con una hoja curva. Pero Ygrin no se detuvo. Atravesó el almacén entre llamas, disparó a un mercenario en la garganta y golpeó a otro con la culata hasta dejarle el cráneo hundido. Sus botas dejaban huellas rojas en las tablas. Alguien gritó que habían encendido uno de los depósitos. Ella no lo escuchó. No en ese momento.

Cuando el fuego comenzó a devorar el edificio central del muelle, solo entonces Ygrin se dio cuenta del error: no era un almacén cualquiera: era propiedad de Urrathon Botley.

—Mierda —masculló, con los dientes apretados.

El humo llenaba los callejones. Los gritos eran de dolor y de júbilo, indistinguibles. Los partisanos de Harrag comenzaban a retroceder, pero no por miedo. Al fondo de la calle de los Camarones, comenzaron a llegar siluetas con uniformes oscuros, linternas de gas, fusiles largos.

—¡La pasma! —anunció uno de sus hombres, empapado en sangre—. ¡Vienen de la torre este!

Ygrin los miró. No les disparaban a los de Harrag. Solo avanzaban hacia su bando.

—No son neutrales —dijo en voz baja—. Los ha comprado alguien. O los manda Harrag. O alguien peor.

Una bengala silbó en el cielo. Azul. Era la señal para retirada.

—¡Atrás! ¡Atrás, joder! —gritó.

Sus hombres obedecieron, aunque no sin disparar un último tiro, sin lanzar un último insulto. El muelle quedó sembrado de cuerpos, fuego y madera carbonizada. Entre los muertos, al menos dos eran civiles.

Ygrin no volvió la vista atrás hasta estar segura de que los suyos escapaban. Entonces miró el humo que se alzaba como un faro maldito. El almacén de Botley había ardido como una advertencia.

—Esto no ha terminado —susurró—. Ni de lejos.

La guerra por las Islas no necesitaba reyes. Solo necesitaba voluntad. E Ygrin tenía de sobra.

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MAELOR II

La lluvia se deslizaba por las vidrieras inclinadas del Nido de Águilas como tinta derramada. Maelor Belmore no la oía, pero la sentía: un murmullo gris que envolvía la estancia mientras el eco de la audiencia con la reina aún latía en su pecho.

Shiera Arryn, Reina del Valle Unido.

Había sido una reunión breve, pero densa como una mina de plomo. La reina le había hablado con voz serena, con esa claridad fría que sólo los Arryn sabían usar cuando todo parecía en calma pero el abismo se cernía cerca. El tema no era nuevo, pero la resolución con que lo había planteado, sí.

—El Valle debe perpetuar su legado —había dicho—. No solo en sus instituciones. En su sangre.

Shiera contemplaba la geopolítica con la misma precisión con que una costurera mide los bordes de un manto. El Valle no podía permanecer inmóvil mientras el continente se dividía entre mechas y trincheras, entre rutas ferroviarias y alianzas secretas. Su Majestad necesitaba un matrimonio. Y no por amor, claro. Sino para sellar pactos, abrir puertas… y cerrar otras.

Maelor no era un romántico pero tampoco un ciego. El eco de esas palabras aún danzaba en su cabeza mientras redactaba la carta a Ysilla Corbray, su mano más afilada en Desembarco del Rey.

“Lady Ysilla:

En los días venideros, la Reina podría hacer movimientos que, si bien sensatos desde el punto de vista de nuestra estabilidad, podrían despertar temores en los reinos más ambiciosos.

Quiero que active a los nuestros. Diplomáticos, oidores, redactores. Necesitamos asegurarnos de que el relato de esta unión —sea cual sea— no se lea como un gesto de amenaza, sino como una garantía de paz para Poniente.

Prepara el terreno. Elige tus palabras con precisión. Y si ves que algún viento gira más rápido de lo debido avísame.

—M.”

Selló la carta con lacre azul y entregó el pergamino a un mensajero del Parlamento. Lo observó alejarse bajo la lluvia, sin capa, sin quejas. Sólo entonces volvió a sentarse, con el fuego de la chimenea a su izquierda y el dosel de mapas a su derecha. La imagen de la reina aún flotaba en sus pensamientos, con su rostro pálido y esa mirada que nunca se detenía en nada superfluo.
Una reina que quiere asegurar su linaje en un continente como este, pensó. ¿Y si fuera otro nombre el que flotara sobre esa silla de poder?

Su mente se desvió —como un tren que cambia de vía en la madrugada— hacia el Norte. Hacia Nella Stark. La heredera silenciosa, la sombra viva del linaje que los boltoncheviques no habían podido borrar. De haber sido un hombre el Stark superviviente, un caballero, un militar…

¿Habría cambiado algo? Quizá. Pero Maelor no estaba seguro de que hubiera cambiado para mejor. Tal vez todo habría sido más rápido. Más brutal. Más inevitable.
Nella era una incógnita. Shiera, una pieza en movimiento. Y él, como siempre, debía ser el que supiera hacia dónde giraban los engranajes antes de que alguien los empujara por accidente o a propósito.

Se alzó, cerró el dosel de mapas, y ordenó que le prepararan un té amargo. Lo que se avecinaba no sería dulce. Ni para él, ni para el Valle.

TOBHO II

Tobho Mollen no odiaba viajar, pero odiaba desviarse. El Oeste no era su rumbo, no con las vías del Cuello colapsando y el sur del Norte convertido en una maraña de sabotajes, envíos fallidos y partes defectuosas que él ya no creía casuales. Había insistido, incluso gritado, que debía desplazarse a Puerto Blanco, que había nidos de leales starkistas escondidos entre los burócratas de los muelles. Nadie lo oyó. Nadie excepto Yara Umber.

La había descrito siempre como una tempestad con forma humana, una fuerza de la naturaleza que vestía pieles y armadura como si fueran parte de ella. Así que cuando Yara reclamó su presencia en la Isla del Oso, lo hizo como ella sabía: sin permiso, sin opción, sin disculpas.

Cuando Tobho llegó, el aire olía a sal, herrumbre y pólvora vieja. Yara lo esperaba junto al muelle más alejado, cerca del almacén militar donde se almacenaban “objetos especiales” que nunca figuraban en los informes.

—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó, sin preámbulos.

—Sé por qué no debería estar —respondió Tobho, clavando su mirada oscura en la suya—. El Cuello se está pudriendo y yo me desvío para mirar chatarra flotante.

Yara no sonrió. Lo llevó hasta un hangar cubierto por lonas ennegrecidas por el salitre. Dentro, bajo un arco de vigas oxidadas, descansaba un submarino gris de casco liso y diseño desconocido. O casi.

—Lo atrapamos al norte del Cabo del Oso. Iban hacia el Muro, o eso creemos. Intentaron hundirse. Fracasaron.

Tobho frunció el ceño. Se acercó. El olor a aceite, sal y metal corroído era familiar. Tocó el chasis. Lo examinó con la atención de un hombre que entiende el lenguaje de los pernos y las soldaduras.

—El sistema de ventilación es de diseño occidental, pero los ajustes están hechos con herramientas norteñas. Esto fue modificado, no construido aquí. Es contrabando. Tal vez de los Greyjoy… o de algo peor.

—¿Y el motor?

—Diesel naval estándar. Nada nuevo, nada nuestro. No es de la URSN.

Yara soltó un bufido.

—Entonces mira esto —dijo.

Se acercó a un cajón blindado. Lo abrió. Dentro, entre trapos aceitosos, descansaban tres torpedos de punta corta y carcasa negra. No había emblemas visibles, pero Tobho no necesitaba sellos.

—¿Lo ves?

Tobho tragó saliva.

—Norteños —murmuró—. La serie de ensamblaje es nuestra. No puede ser copia. No si tiene esa curvatura en la válvula de ignición.

—¿Entonces alguien del Norte está armando a piratas?

—O alguien se llevó algo que no debía. O alguien en nuestras fábricas se está vendiendo.

La tensión se volvió densa como brea. Yara dio un paso adelante, lo bastante cerca como para que el olor a cuero húmedo y metal seco lo envolviera.

—Si hay traidores en tus líneas, Tobho, más te vale encontrarlos antes de que yo lo haga.

Él la miró con frialdad.

—Yo hago trenes, no interrogatorios. Habla con el Maestre Renwyl. Él entiende más de logística general. Yo tengo que volver al sur.

Un silencio largo se instaló entre ambos.

—¿Eso es todo lo que harás?

—Eso es todo lo que puedo hacer sin pruebas. Sin datos. No perseguiré fantasmas mientras los raíles del sur se pudren.

Yara apretó la mandíbula. Por un instante, Tobho creyó que lo golpearía. En cambio, se giró bruscamente.

—Renwyl —masculló—. Bien. Pero si en dos semanas alguien me lanza un torpedo con tu sello, serás tú quien dé explicaciones en el Kremlin.

—Si alguien me lanza un torpedo con mi sello —dijo Tobho, ya de espaldas—, lo devolveré a martillazos. Firmado.

El hangar se cerró tras él con un golpe sordo. Y por primera vez en días, Tobho sintió frío. No por el mar. Sino por el metal que habían fabricado en su propio hogar.

VARDYS II

La tierra que rodeaba Colina Cuerno estaba seca, maltratada por las botas del orden y la resignación. Las banderas del nuevo régimen ondeaban sobre los torreones, aunque en sus pliegues aún parecía latir el viejo estandarte de los Tyrell, como una herida cubierta a la fuerza. A Vardys Dondarrion no le gustaba el lugar. Había recorrido muchas fronteras, enfrentado a contrabandistas, desertores, milicianos y campesinos armados, pero nada se le asemejaba a lo que se respiraba en los campos del caudillo: obediencia por miedo, silencio por instinto.

La comitiva era pequeña, simbólica. Dos coroneles de la Tormenta, un escribano de Bastión de Tormentas, una intérprete —innecesaria pero protocolaria— y él. Vardys era el estandarte visible del mensaje que Lord Edric Baratheon deseaba transmitir: que el Reino de la Tormenta estaba abierto a los acuerdos, que las heridas del pasado no eran eternas, que las alianzas podían forjarse sobre los escombros si se clavaban lo bastante profundo.

Pero Vardys no se hacía ilusiones. Aquello era una jugada desesperada. La Tormenta no podía enviar tropas, ni podía comprometer recursos. Todo era apariencia. Una promesa sin puñal.

A medida que se acercaban al fortín central, la bandera de los Siete —modificada, alargada, militarizada— ondeaba con intensidad. La guardia del Caudillo salió a su encuentro.

No eran soldados del Dominio. No vestían los verdes o los dorados de antaño. Llevaban turbantes de tela y capas blancas con uniforme rojo y fajín dorado. Sus lanzas tenían banderas con un sol.

—¿Dorniense? —murmuró el escribano con voz tensa.

Vardys no respondió. Se limitó a desmontar. El polvo crujía bajo sus botas.

Uno de los capitanes dorniense, alto, de barba trenzada y mirada altiva, se adelantó.

—El Caudillo os recibirá pronto. Habitación y víveres os esperan —dijo, sin hacer reverencia—. Las armas deben entregarse.

—No somos prisioneros —espetó uno de los coroneles.

—Nadie lo ha dicho —replicó el dorniense—. Pero en Colina Cuerno las reglas del Caudillo son ley. Y esa ley comienza en la puerta.

Vardys levantó una mano. No valía la pena. Dejó su espada, una hoja ancestral de acero tradicional —nada valyrio, pero bien templada—, y sus compañeros hicieron lo mismo.

Los llevaron por pasillos estrechos, recién pintados, que olían a cal y miedo. Las paredes habían sido borradas de escudos heráldicos y grabados florales. Ahora todo era funcionalidad, propaganda y presencia.

Vardys fue conducido a una habitación austera. Un catre, una mesa, un jarrón con flores marchitas.

La intérprete le trajo café. Él no bebió.

Pasaron las horas. Un reloj, de engranajes a la vista, marcaba los minutos como si los tallara en la madera.

La tarde estaba cayendo cuando la puerta se abrió.

—El Caudillo os recibirá dentro de poco. De momento, podéis pasear por el ala oeste. No más allá.

La voz venía de otro soldado dorniense. Más joven. Más frío.

Vardys salió al pasillo. Miró por los ventanales. En el patio central entrenaban reclutas. Jóvenes, mal equipados, fanáticos. Algunos gritaban consignas. Otros oraban. Todos obedecían. Vardys sintió una punzada amarga. Estaba allí como mensajero, pero no era ciego. No creía en los acuerdos con déspotas. Tarly no era un gobernante. Era una respuesta violenta a un vacío, un cuchillo afilado clavado en la memoria del Dominio. La reina Shiera Arryn hablaba de equilibrio. Lord Edric soñaba con movimientos estratégicos. Pero Vardys sabía que a veces los hombres no querían paz, sino redención. Y que la redención, cuando se reclamaba con un ejército propio, era solo otro nombre para la conquista.

Al fondo, en una terraza sobre el patio, apareció un hombre de poca estatura, con bigotito y capa marrón. Su sola presencia bastó para silenciar el entrenamiento. Los soldados se formaron sin que dijera palabra.

Francis Tarly. El Caudillo por la Gracia de los Siete.

Vardys lo miró en silencio desde la sombra del pasillo. No intercambiaron palabras. No era todavía el momento. Pero cuando los ojos del dictador se cruzaron con los suyos, supo que el protocolo, la cortesía, las cartas firmadas, todo, era un teatro. Y que los verdaderos diálogos se escribirían con fuego, si llegaba el momento.

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KREVYN II

La tinta aún estaba fresca cuando Krevyn Vypren estampó su sello sobre el pergamino. La pluma tembló apenas un instante en su mano huesuda, pero el trazo final fue limpio. El acta de incorporación de Inmanuel Ewilight como presidente de la Confederación Hidrográfica del Tridente estaba formalmente firmada.

—Entrégaselo —dijo al secretario, que esperaba al borde del despacho con los guantes ya puestos.

El joven hizo una reverencia discreta, tomó el documento, y salió sin hacer ruido.

Krevyn se recostó ligeramente en el respaldo de su sillón de cuero desgastado. El peso del día comenzaba a cargarle los hombros, pero no se permitió más de unos segundos de descanso.

—Haz pasar al Alto Mariscal Vance —ordenó, sin levantar la voz.

La puerta apenas tardó en abrirse.

Alester Vance entró con paso firme, su capa gris de campaña rozando el marco. Vestía el uniforme de gala del Tridente, pero sin oropeles ni condecoraciones innecesarias. Sólo el sable al cinto, bien visible. El rostro del general estaba marcado por una cicatriz en la mejilla izquierda que le deformaba levemente la sonrisa, y otra en la ceja que interrumpía el trazo de su cabello castaño claro, ya entrecano. Su expresión era la de siempre: gravedad de acero.

Krevyn frunció levemente los labios al ver el arma. No porque temiera a Alester, sino por lo que representaba: la persistente tensión entre el poder militar y el civil. Pero no dijo nada. Hacía mucho que había aprendido a elegir sus batallas.

—Alto Mariscal —saludó, levantándose apenas de su asiento—. Gracias por venir con tan poca antelación.

—La situación no admite demoras —replicó Vance, sin sentarse hasta que Krevyn hizo un gesto con la mano.

Se acomodó en la silla frente al escritorio, pero su espalda nunca tocó el respaldo. Un hombre hecho de líneas rectas y palabras cortas.

—Los informes de Varamar son preocupantes —empezó Krevyn—. El puerto opera al setenta por ciento. Dos convoyes han sido interceptados esta semana. ¿Los Hombres de Hierro?

—Ellos o sus perros —respondió Vance—. Corsarios con bandera borrosa. Pero todos sabemos quién los arma. La costa norteña es una cueva de ratas armadas.

Krevyn asintió con gravedad.

—Podemos redirigir fondos para reforzar la armada fluvial. Algunas partidas de la Confederación Hidrográfica aún no han sido asignadas y Ewilight trabaja rápido. Quizá podamos…

—Eso no basta —interrumpió el general, no con brusquedad, pero con firmeza—. El problema no es el número de barcazas con cañones. El problema es que los Bracken no se coordinan con los Blackwood. Las patrullas de un lado no cruzan el río del otro. Las órdenes son contradictorias. El mando está dividido. Como siempre.

Krevyn mantuvo la mirada en silencio unos segundos. Luego, suspiró.

—No es tarea fácil unir dos coronas que llevan siglos mirando en direcciones opuestas.

—No es tarea imposible —replicó Vance—. Pero no la harán ellos. Los Bracken sueñan con marchar sobre Aguasdulces. Los Blackwood siguen mirando al norte como si los Stark fueran a volver cabalgando sobre lobos. No entienden que lo que viene no es un nuevo amanecer, sino otra noche.

El Canciller se apoyó sobre el escritorio, entrelazando los dedos.

—¿Qué propones?

—Un ejército unificado. No legiones Bracken ni compañías Blackwood. Tropas del Tridente. Bajo una bandera común. Bajo una cadena de mando clara. Si Occidente decide mover ficha y avanzar sobre el Cuello, no bastarán las simpatías de los Siete para detenerles. Si los boltoncheviques cruzan los Gemelos, la devoción a los Antiguos no será escudo. Solo una respuesta conjunta puede evitar que el Tridente se hunda entre las botas de otros.

Krevyn no dijo nada al principio. Había en las palabras del Alto Mariscal una recriminación sutil, pero no malintencionada. Vance era un soldado. Decía lo que pensaba. Y lo que pensaba era que el Canciller no hacía lo suficiente.

—Veré qué puede hacerse —respondió al fin—. Si necesitas fondos concretos, redacta los informes. Si necesitas nombres, dámelos. Si necesitas leyes, haré lo posible.

Alester asintió, más satisfecho que agradecido. Se levantó, saludó marcialmente con el puño cerrado sobre el pecho, y se retiró sin más.

Cuando la puerta se cerró tras él, Krevyn se permitió relajarse. Abrió un cajón y sacó una pequeña botella de brandy del Rejo. No bebía en exceso, pero ciertos días merecían al menos un trago. Sirvió una copa, la sostuvo un momento ante la ventana donde el sol teñía de sangre el curso del Forca Azul, y bebió despacio.

Extendió los planos de las presas del curso medio del Tridente. Ewilight se los había enviado hacía apenas un día. El sistema de derivación que proponía era complejo pero viable. Krevyn lo entendía. Antes de la política, fue ingeniero. Y en esos momentos, en soledad, deseaba serlo aún. El cemento y el agua obedecían leyes. La política, no siempre.

Mientras trazaba con el dedo una curva sobre el papel, pensó que algún día, quizás, podrían levantar un dique entre los odios de los Bracken y los Blackwood. Pero no hoy.

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VALYS II

Desembarco bullía con la actividad habitual de una capital industrial: el silbido lejano de los trenes, el gemido de los raíles tensos, el zumbido constante de grúas y engranajes, el retumbar de los zepelines que cruzaban los cielos rumbo al oeste. Lady Valys Belaerys caminaba con paso medido, sus tacones repiqueteando sobre las losas negras del puerto, flanqueada por dos ayudantes y observada, discretamente, por tres agentes de la Cancillería Lannister.

—Recuerda, no más de veinte minutos —le susurró uno de sus asistentes. Ella no respondió. No necesitaba recordatorios.

El laboratorio era un edificio de hierro y cristal, sin adornos, sin banderas. Solo el escudo minimalista de la Casa Vikary, patronos técnicos de la infraestructura, decoraba la entrada. Dentro, el caos. Cables, mapas, servomecanismos, placas de éter-silicio, generadores rúnicos, libros abiertos por páginas a medio arrancar. Y, entre todo ello, una figura delgada, alta, despeinada, con la túnica manchada de aceite y los ojos fijos en un cristal iluminado por una pálida luz azulada.

—Maestre Tesla —anunció Valys, sin necesidad de que nadie hiciera presentaciones.

El hombre no se volvió al oírla. Continuó garabateando fórmulas en el cristal con un polvo fosforescente. La embajadora aguardó. Cuando terminó, se giró y la miró como si fuera la primera vez que veía a un ser humano ese día.

—Señora… ¿Targaryen?

—Belaerys —corrigió ella, sonriendo con diplomacia—. Represento los intereses de los Estados Unidos de Essos en Poniente. Nos han hablado mucho de su trabajo.

Tesla parpadeó como si volviera a situarse en la conversación.

—¿Intereses? Sí, claro. Energía. Propulsión autónoma. Magia reciclada. Conversión térmica. Pero todavía no estabilizo el núcleo de runa cruzada. Y el sistema de giro del mecha clase Aurum es… insuficiente. No comprende vectores. Le falta instinto.

Valys parpadeó. Su dracónica compostura no se quebró, pero tardó en procesar las palabras. Tesla hablaba como si hablara consigo mismo, como si su mente funcionara en planos paralelos al resto del mundo.

—¿Y cree que lo tendrá listo para la Feria? —preguntó, tanteando.

—¿La Feria? ¿Qué feria?

Ella arqueó una ceja, aunque ya intuía la respuesta.

—La Feria de la Ciencia de Desembarco. Usted fue invitado.

—Ah. Sí. Me mandaron algo. No lo abrí.

Valys se obligó a sonreír. Estaban a apenas una decena de metros del lugar donde se celebraría aquella feria y aún así Tesla parecía ajeno a todo.

—Sería un honor para todos los reinos ver sus avances.

Tesla parecía ya no estar presente. Tomaba notas en una hoja que le ofrecía un joven ayudante. Al otro lado del cristal, un autómata inmóvil del tamaño de una carreta aguardaba cubierto por una lona negra.

Valys comprendió en ese instante lo que temía: Tesla era un genio de proporciones épicas… y completamente inútil para la política. No mentía. No conspiraba. No entendía las palabras “lealtad estratégica” ni “alianza”. Si Occidente lo controlaba, no era por convicción ideológica, sino porque lo alimentaban, lo financiaban y le permitían hacer lo que quisiera. Era, a ojos de la embajadora, un peón inmenso. Un activo colosal. Una variable impredecible.

Los ojos de Tesla brillaron un instante.

—¿Le interesan las conversiones rúnicas en motores de vacío?

—Me interesa todo lo que altere el equilibrio militar —respondió ella con sinceridad fría.

Antes de que él pudiera contestar, dos hombres con brazaletes dorados de la Seguridad Técnica del Oeste cruzaron la puerta y se apostaron cerca. Valys los notó inmediatamente. Estaban ahí para recordarle que el genio tenía dueño. Y que el acceso tenía un límite.

Ella entendió la señal. Se despidió con una inclinación leve, que Tesla apenas notó, y abandonó el laboratorio. Al salir al aire contaminado del puerto interior de Lannisport, se quitó los guantes negros con un gesto delicado.

—Prepáralo todo —le dijo a su secretario, que la esperaba junto al coche de vapor—. Esta noche quiero ver al Septón Thamarys.


En su embajada en Desembarco, decorada con sobriedad valyria —piedra negra, esculturas sin rostro, tapices con dragones geométricos—, Valys se sentó frente al fuego, ahora ataviada con un vestido rojo oscuro sin símbolos. Thamarys llegó con una comitiva de dos devotos y sin armas, como era costumbre entre los altos siervos de los Siete.

El septón era joven aún, de barba breve y ojos astutos. Se inclinó, saludó y se sentó cuando ella lo indicó.

—Lady Valys —dijo con voz suave—, siempre es un placer ver a los emisarios de Essos en Desembarco.

—Y a mí recibir a hombres de fe razonables —replicó ella, sirviéndose una copa de vino del Rejo.

Hablaron unos minutos de banalidades. De la primavera húmeda que llegaba. De las últimas reformas en el Barrio del Martillo. Del ascenso de un nuevo coro litúrgico en el Septo de la Conciliación. Luego, como todo diplomático astuto, Thamarys fue directo al punto.

—He oído que Gregori Dustin predica con creciente fervor. Incluso entre los obreros del Dominio. La señora Stark debería contenerlo, o las ciudades comenzarán a arder por su culpa.

Valys asintió con un suspiro estudiado.

—Yo también creo que la señora Stark debería contenerlo. Pero no soy yo quien le aconseja. ¿O acaso cree usted que nuestras intenciones están alineadas con las del monje del Norte?

—Archimaestre Elwyn no piensa así. Ni Maestre Caloran, a juzgar por sus escritos.

Valys enarcó las cejas. Su copa se mantuvo en el aire.

—Esos escritos son conjeturas. Caloran nunca ha hablado oficialmente por los Estados Unidos de Essos.

—Lo entiendo. Pero la sospecha crece. Y cuando la sospecha crece, la fe tambalea.

Valys sonrió con diplomacia pura.

—La fe debe ser firme para resistir al viento de las dudas. Y usted, buen Thamarys, es un pilar admirable.

El septón inclinó la cabeza, y la reunión se disolvió en silencios civilizados. Cuando se fue, Valys se quedó a solas con su secretario, revisando una lista de próximos eventos.

—¿Cree que Thamarys será un problema? —preguntó el joven escriba.

Valys negó con la cabeza.

—No todavía. Pero su choque con Gregori es inevitable. Solo espero que lo entendamos antes que los demás. Y que estemos listos para elegir bando… o crear uno nuevo.

Se sirvió otra copa. Afuera, en las calles de Desembarco, la noche encendía los motores de un mundo a punto de estallar.

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GARLAN II

La taberna de piedra junto al Camino Dorado no tenía nombre, pero sí historia. Sus muros ennegrecidos por el humo del carbón y las chimeneas de los trenes que cruzaban cerca ocultaban más confidencias que el salón de cualquier castillo. Esa noche, bajo una lámpara de gas vacilante, dos figuras compartían una mesa esquinada y dos pintas de cerveza oscura.

—Pensé que la cerveza del Dominio era ligera como su gente —gruñó Alester Vance con una sonrisa torva, girando la jarra entre sus manos.

—Y yo que los soldados de los Ríos solo bebían vino de misa —replicó Garlan Oakheart, con la mirada cansada, pero viva.

Ambos reían con una familiaridad inusual. En el exterior, dos patrullas —una con los colores del Tridente, la otra con las insignias del Dominio— se mantenían apostadas a ambos lados del camino, compartiendo tabaco, dados y palabras en voz baja. No eran enemigos. Aún no.

Alester Vance, el Alto Mariscal del Imperio Dual, llevaba el uniforme con la dignidad de siempre, pero su chaqueta estaba abierta, su espada sin pulir, y sus ojos hablaban de noches sin descanso. Garlan Oakheart, por su parte, tenía las manos manchadas de polvo y aceite; esa misma mañana había inspeccionado locomotoras blindadas cerca de Salinas.

—¿Alguna vez pensaste que acabaríamos así? —preguntó Vance, girando su silla para apoyar los pies en un barril vacío.

—Sí. Pero pensé que sería más tarde. Más viejos. Más borrachos.

Alester rió con suavidad.

—A veces me pregunto si nuestros ejércitos sirven para algo más que posar en desfiles.

—Sirven para que los civiles duerman. Aunque sueñen con cosas que no entienden.

La conversación fue salpicada de silencios largos, cómodos. Ambos sabían que no podían hablar de los problemas reales —los espías, los sabotajes, los recursos que no llegaban, los ministros que no escuchaban—, pero tampoco hacía falta. En sus miradas había reconocimiento mutuo: dos soldados atrapados en guerras políticas, sin batallas claras, sin enemigos nítidos.

—Tu gente, ¿aún piensa que Frank Tarly cruzará la frontera? —preguntó Vance, sin levantar la voz.

Garlan se encogió de hombros.

—Tarly no tiene los medios. Pero hay quien quiere darle excusas para intentarlo.

—Y los tuyos… ¿siguen pensando que Occidente es el enemigo?

—Algunos. Otros piensan que el enemigo es la pobreza. O los viejos símbolos. O cualquiera que les diga “espera”.

Alester resopló.

—Ojalá pudiera darles algo más que órdenes.

—Ojalá supieran obedecer aunque no entiendan por qué.

Se despidieron con un apretón de manos fuerte, sincero. Fuera, sus soldados los saludaron sin tensión. Sabían que ambos generales compartían respeto.


Garlan tomó la ruta norte, por un camino poco transitado que bordeaba campos ya preparados para la siembra. El olor de la gasolina flotaba en el aire, el aire tibio por el inicio de la primavera. Los cascos de su escolta repiqueteaban suavemente contra el empedrado.

Entonces los vio.

Un grupo de cinco jóvenes, armados de forma improvisada, salieron del bosque intentando parecer inofensivos. Uno llevaba una escopeta demasiado grande para su tamaño. Otro empuñaba una daga oxidada. El líder, un muchacho de pelo revuelto y ojos inyectados, caminaba con la barbilla alzada, como si con eso pudiera ocultar el temblor en sus manos.

—¡Deteneros! —gritó uno.

Garlan alzó la mano a sus escoltas. Bajó del caballo con calma, sin empuñar arma alguna.

—¿Vais a disparar a un viejo soldado al que no conocéis? —preguntó con voz pausada.

—¡Sois del régimen! ¡Vendisteis el Dominio a los cobardes! —gritó el líder.

Garlan caminó hasta quedar a dos pasos. Los escoltas del muchacho parecían más asustados que resueltos.

—¿Sabéis quién soy?

El joven dudó, pero no bajó el arma.

—Eres Garlan el Verde.

—Entonces sabéis que puedo mataros a todos con solo levantar la mano.

Nadie se movió. El silencio era denso.

—Pero no quiero —continuó Garlan—. Lo que quiero es que vayáis a casa. Que no terminéis con la cara en el barro, por una causa que os venderá al primer caudillo con uniforme.

El joven apretó los dientes. Garlan lo miró.

—¿Quieres resolver esto como un hombre?

El chico no entendió.

—Sin armas.

El líder bajó lentamente la escopeta. Se miraron durante unos segundos. Luego, el muchacho gritó y se lanzó con los puños alzados.

Garlan lo esquivó con la soltura de quien ha peleado más de lo que ha dormido. Un golpe en el costado, otro en la mandíbula. El chico cayó al suelo como un saco. No se movió.

Los otros cuatro bajaron las armas. Garlan se agachó, revisó la carga que llevaban: bidones de gasolina.

—Esto no se roba, chicos. Se negocia. Se gana.

Miró a cada uno de ellos. Eran más niños que hombres.

—Volved a casa. Aprended algo. Y cuando estéis listos para cambiar el mundo, hacedlo con las manos limpias.

Se llevó las armas y los bidones. No dijo nada más. Mientras montaba a caballo, miró una última vez al joven inconsciente.

—Lo romántico no da para cenar —murmuró.

Y se marchó.

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FRIEDA II

Desembarco del Rey ardía bajo el sol plomizo del mediodía, su horizonte dibujado por las torres herrumbrosas de los barrios altos y la silueta humeante de las factorías a lo largo de la costa. Desde el ventanal de su oficina, Frieda Lannister-Vikary observaba el bullicio de la capital sin emoción alguna. Tenía en la mano un documento doblado tres veces, sellado con el emblema de su red de informadores. Lo había recibido esa misma mañana, y desde entonces una ceja le temblaba de forma imperceptible.

—Así que la embajadora Targaryen juega con serpientes —murmuró.

Su secretario, un hombre de cabello rubio platino y mirada limpia llamado Maekar Dell, asintió en silencio. No se atrevía a interrumpirla cuando adoptaba aquel tono de voz que sonaba como una cuchilla de precisión.

—Redacte un telegrama para el Ministro Reyne. Indíquele que Valys Belaerys se reunió con Gregori Dustin fuera del protocolo diplomático —dijo Frieda, paseando por la estancia—. Añada que la reunión tuvo lugar en un santuario abandonado de la Fe de los Siete, lo cual añade una nota de simbolismo repugnante que Reyne sabrá aprovechar.

—¿Dejamos constancia de los detalles o solo insinuaciones? —preguntó Maekar, ya con el bolígrafo en la mano.

—Insinuaciones. Que Waldric pinte el cuadro con los colores que quiera. Solo asegúrese de que entienda que esa mujer no debe moverse sin que sepamos a quién respira cerca.

Maekar asintió de nuevo y se retiró con rapidez. Frieda se quedó unos instantes sola, repasando mentalmente lo que significaba aquella jugada de la embajadora Targaryen. Gregori Dustin no era solo un místico norteño decrépito y peligroso. Era el símbolo de un pasado oscuro, y ahora, parecía que alguien intentaba convertirlo en instrumento de un nuevo presente.


Tras pasar el día fuera —una inspección de rutina a las instalaciones de la estación oriental de la ciudad y una comida con el delegado comercial de Lannisport— Frieda regresó a su residencia en la zona noble de Desembarco. El edificio era una construcción valyria reciclada, reforzada con acero moderno, con cristales blindados y sensores eléctricos ocultos. Una fortaleza disfrazada de mansión.

Sus guardaespaldas la recibieron con el protocolo habitual. Dos mujeres en uniforme negro, una a cada flanco, más un chófer que también hacía las veces de armero. Frieda subió las escaleras con lentitud, desabrochando sus guantes. Sus tacones resonaban con una cadencia precisa y serena.

Al cruzar la puerta de sus aposentos, todo cambió.

Un ruido sordo. Un grito. El silbido de una hoja al aire.

Frieda giró sobre sus talones instintivamente. Su guardaespaldas izquierda se lanzó contra una figura que había surgido de entre las cortinas: un hombre delgado, con el rostro cubierto por un pañuelo y un cuchillo curvo en la mano. La mujer se interpuso a tiempo, recibiendo un corte en el brazo pero logrando desarmarlo de un golpe seco en la muñeca.

La segunda guardaespaldas disparó sin vacilar. Un proyectil limpio, al muslo. El atacante cayó al suelo con un rugido.

Frieda retrocedió, sin gritar. Se cubrió con la chaqueta, sacando una pequeña pistola del bolso con manos entrenadas. Pero no fue necesario disparar.

El asesino, sangrando, escupió algo. Masticó con fuerza.

—¡No! —gritó una de las escoltas, intentando inmovilizarle la mandíbula.

Demasiado tarde. El hombre convulsionó una vez, luego otra. Espuma en la comisura de los labios. Los ojos se nublaron en segundos.

Cianuro.


Una hora después, el cadáver ya estaba en una bolsa. Médicos, investigadores y agentes del orden se movían por la residencia como hormigas. Frieda no se había cambiado de ropa ni había pronunciado una palabra desde el atentado. Sus manos estaban limpias. Su rostro, pálido pero firme.

Maekar entró con cautela, sosteniendo una carpeta con los antecedentes del agresor.

—Se hacía llamar Jon el Flaco. Contratado hace seis días por la agencia de personal auxiliar de la embajada. Documentación en regla, referencias de Puerto Gaviota. Todo falso. Nadie sabe quién le envió.

Frieda cogió la carpeta sin leerla. La sostuvo unos segundos. Luego la dejó sobre el escritorio.

—Esto es un mensaje. No un intento real de asesinato.

—¿Un mensaje de quién?

—De cualquiera. De todos. Quizá incluso de ella —dijo Frieda, refiriéndose a Valys.

Se dirigió a su tocador, donde observó su reflejo. No tenía un solo rasguño. Pero se sintió desnuda.

—Quiero un informe completo sobre el personal de la residencia. Todos. Desde el cocinero hasta el último jardinero. Si alguien se ha movido sin autorización, quiero saberlo antes de que cene.

—¿Y sobre Valys?

—Espíala. Pero no la provoques. Si ella está detrás de esto, habrá otro intento. Más inteligente. Más letal. Y si no lo está mejor que nos pille preparados.

Se sentó, cogió su pluma de escribir y garabateó en una hoja de papel: “Nadie es inocente”. Luego lo rompió.

No podía fiarse de nadie. Y, por desgracia, lo sabía demasiado bien.

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YGRIN II

Las ruinas del antiguo salón de Pyke —aquella fortaleza colgante de puentes caídos y murallas fragmentadas que en otro tiempo habían sostenido el trono de los Greyjoy— eran ahora una plaza cubierta. Sobre el suelo de piedra húmeda se alineaban cajas, asientos improvisados, restos de mástiles y bancos de viejo roble. A su alrededor, los muros ennegrecidos rezumaban sal y tiempo. Aquel lugar, otrora símbolo de tiranía, se había convertido en ágora. En teatro político. En espacio disputado.

Ygrin Harlaw se sentaba sobre una mesa de carga invertida, el abrigo de lona abierto, una hebilla rota en la hombrera, la pistola visible. Sus botas estaban cubiertas de barro de muelle, su pelo, suelto y desordenado, colgaba en bucles irregulares sobre su cara. Su voz, sin embargo, era clara. Inapelable.

—El hierro no sirve para erigir tronos. Ni para adornar coronas. El hierro es para romper cadenas, no para forjar nuevas.

Frente a ella, un círculo de clanes menores —Harlaw, Drumm, Merlyn, Volmark, y algunos excéntricos adheridos a la causa política de la reforma o la ruina— asentía o fruncía el ceño según el viento de las palabras. Algunos murmuraban nombres que no se pronunciaban con facilidad. Uno de ellos era el de Aerion Pyke.

—¿Y qué propones, Ygrin? —inquirió un anciano con una capa remendada—. ¿Que cada aldea sea su propio señor? ¿Que el mar nos una sin mando? El caos no es libertad. Es naufragio.

—Y sin embargo —respondió Ygrin— los únicos que parecen querer poner orden son los que tienen barcos armados o iglesias que susurran profecías.

Un murmullo recorrió el círculo.

—¿Y tú no crees en las visiones de Aerion Pyke? —preguntó otra voz, más joven, aguda, fanática.

—No creo en nadie que hable con voces que nadie más oye —dijo ella—. Y menos si esas voces le coronan a él como su único rey.

Algunos miraron al suelo. Otros apretaron los puños.

Ygrin se inclinó hacia adelante, clavando la mirada en todos y ninguno.

—¿Queréis seguir a un profeta? Bien. Pero que se enfrente primero al hambre. A las cloacas rotas de Puerto Noble. A las niñas que trabajan fundiendo clavos por un pescado seco. Si su dios puede arreglar eso, entonces tal vez yo lo escuche.

—¡Blasfemia! —gritó uno. Una mujer lo hizo callar de un codazo.

—No me importa si Aerion ve fuego en el fondo del mar. Yo veo herrumbre en las manos de nuestros hijos. Eso es lo que me preocupa.

Hubo un silencio tenso. Luego, uno de los clanes menores habló con voz mesurada:

—¿Y Harrag? Él no ve profecías. Solo ve enemigos. ¿No es más peligroso aún?

Ygrin suspiró, apoyándose contra un barril.

—Harrag es brutal. Ambicioso. Pero no es místico. Si algo tiene de bueno es que nunca oculta lo que quiere. No creo que se deje usar por Aerion. Y, sinceramente, no veo a los fanáticos inclinándose ante un tipo que escupe sobre sus altares.

Un par de risas secas surgieron entre los oyentes.

—El problema no es Harrag ni Aerion —añadió ella—. El problema es que hay hambre. Miedo. Y cuando no hay pan, se comen palabras. Profecías. Promesas. Cualquier cosa que haga que el estómago duela menos.

Al fondo, uno de sus aliados —un joven Merlyn que había peleado junto a ella semanas atrás en Puerto Noble— asintió en silencio.

—Si no ofrecemos algo mejor que visiones y puños —continuó Ygrin—, entonces nos lo arrebatarán todo. Incluso nuestra rabia.

Hubo asentimientos. Otros bajaron la mirada, incómodos. La reunión se disolvió poco después, sin resoluciones, sin alianzas claras. Solo con más preguntas. Como siempre.


Esa noche, Ygrin se quedó en un cuarto sobre un almacén de salazones. Sus hombres montaban guardia afuera, y la puerta tenía tres cerrojos que no usaba nunca. Se sentó junto a la ventana, con una lata de pescado frío y un cuchillo para abrirla.

Miró el mar oscuro y pensó en Urrathon Botley. El capitalista que vendía motores a todos, que sobornaba capitanes, que explotaba pozos de petróleo sin permisos. A veces, parecía más peligroso que Harrag y Aerion juntos. Porque su poder era invisible. Su influencia, silenciosa. Su rostro, sonriente.

Y pensó también en los seguidores del Dios Ahogado. En su fe inquebrantable. En cómo crecían como algas entre los tablones podridos. Si nadie les daba otra salida, su marea lo cubriría todo.

Cerró la lata. Tomó un sorbo de ron rancio. Y se prometió a sí misma que no permitiría que las Islas volvieran a ser el juguete de un trono, un profeta o un burgués. Aunque tuviera que hundirse con ellas.

QORAYN II

Los muros del Palacio de la Luna en Lanza del Sol eran gruesos como la historia. Refractaban el calor con sabiduría antigua, mientras dentro, en la sala de Consejo, las voces se elevaban como ecos atrapados en mármol blanco.

Qorayn Jordayne estaba de pie, como solía hacer cuando la conversación amenazaba con estancarse. Su túnica bordada caía en líneas sobrias sobre su figura enjuta, y sus ojos color granate recorrían el salón con diplomacia tensa.

—Nuestra debilidad no es militar —decía con tono suave, acariciando las palabras—. Es narrativa. El mundo cree que somos un resto moribundo. Y por los dioses, no haremos nada para corregirlos si seguimos encerrados en esta sala como momias del desierto.

Frente a él, sentada sobre un diván bajo y rodeada de sedas, la Sultana Nymella Martell lo observaba con la languidez de quien ha escuchado demasiadas verdades.

—¿Y qué propones, Qorayn? ¿Enviar emisarios a cada reino mendigando respeto?

—No. Enviar sabiduría —respondió él sin dudar—. Que se vea que en Dorne florece la mente, aunque la espada duerma.

A su derecha, el General Rym Dalt bufó. Era un hombre de rostro seco, curtido por la guerra de guerrillas en las Marcas. Llevaba su uniforme de gala sin orgullo. En su voz, cada consonante era una emboscada.

—La mente no detiene a los cañones de Tarly. La única razón por la que Colina Cuerno no ha marchado aún hacia los oasis del sur es porque no tiene con qué llenar los depósitos de sus blindados.

—No subestimes el hambre de los desesperados, general —intervino Sarya Santagar, Directora de Seguridad Interna del Sultanato. Su voz era baja, rasposa, como un secreto dicho al oído—. En el Dominio, el rencor crece como maleza. Y aquí también. Hay quienes nos ven débiles porque no hemos colgado a nadie últimamente.

Qorayn hizo un leve gesto de asentimiento. Sarya era la única que no hablaba por ambición ni por ideología, sino por cálculo. Le gustaba eso de ella.

—Por eso propongo enviar al Maestre Renwyl a la Feria de Ciencia en Desembarco —dijo el diplomático, alzando la voz sobre las primeras protestas—. No como mensajero. Como emblema. Es el más respetado de los nuestros fuera de nuestras fronteras. Si aparece en la feria como representante oficial del Sultanato, será visto como una señal de que Dorne no ha abandonado la civilización. Ni la ciencia.

—¿Y no es precisamente Renwyl quien sostiene que la ciencia debe estar al margen de la política? —preguntó Rym, sin disimular su desdén.

—Eso lo hace aún más útil. Su presencia parecerá neutral… aunque no lo sea.

La Sultana se incorporó ligeramente. Su voz era baja, pero cortante.

—¿Y tú confías en que Renwyl no nos traicione con su neutralidad?

Qorayn caminó hacia una mesa lateral, tomó una copa de zumo especiado y bebió un sorbo antes de responder.

—Renwyl no traicionará a Dorne. Aunque puede que sí nos contradiga. Pero eso, a ojos del exterior, es una muestra de pluralidad. De fortaleza.

Sarya entrecerró los ojos. Estaba pensando.

—Y entre líneas… ¿quién lo interpretará como una provocación? —preguntó ella.

—Valys, sin duda. Y Frieda Lannister también. Quizás incluso el Valle. Pero eso es lo que necesitamos. Que nos vean moverse. No que nos olviden.

Rym Dalt giró el rostro hacia la Sultana.

—¿Y si ocurre un atentado? ¿O si el Maestre se convierte en rehén simbólico?

—Entonces habremos ganado la atención del mundo entero —respondió Qorayn con frialdad—. En este tablero, hasta una víctima puede volverse una pieza clave.

Silencio.

La Sultana miró a cada uno de sus consejeros. Luego, con un suspiro prolongado, asintió.

—Haz los arreglos. Que Renwyl parta como delegado oficial. Que su séquito incluya observadores. Y que entiendan bien su papel.

Qorayn inclinó la cabeza con respeto.

Cuando la reunión terminó, y los asistentes abandonaban la sala, Sarya Santagar se acercó a él.

—¿Y si Renwyl descubre algo que no queremos que vea?

—Entonces esperemos que no hable más de la cuenta —dijo él con una sonrisa discreta—. O que lo haga cuando ya no importe.


Desde la terraza del palacio, la costa de Lanza del Sol se abría como una corona de piedra dorada. Qorayn apoyó las manos en la barandilla de mármol, sintiendo el salitre en los labios. A lo lejos, más allá del resplandor del mar, se intuía la silueta de Essos. Y con ella, las promesas de Daenor y los Estados Unidos de Valyria.

Promesas que aún no sabía si debían cumplirse o evitarse a toda costa. Pero había algo que tenía claro: Dorne hace cosas.

VARDYS III

El cielo sobre las colinas del Dominio estaba cubierto de nubes grisáceas, más propias del Norte que de la tierra de viñedos y valles fértiles. Vardys Dondarrion no le prestaba atención. Cabalgaba en silencio, su capa negra con ribetes dorados agitándose al ritmo del viento seco de la mañana. A su lado, sobre una mula cargada de pergaminos y raciones, su escribano tomaba notas en una libreta de cuero con una concentración casi sacerdotal.

—¿Qué impresión os ha causado Colina Cuerno, ser? —preguntó Rendel, sin alzar la vista.

Vardys soltó un bufido, ni despectivo ni divertido. Más bien… resignado.

—Una ciudadela de acero oxidado y religión hueca, Rendel. Frank Tarly habla con la voz de un rey, pero manda como un cabo. No tiene ni hombres ni armas suficientes para poner en marcha sus amenazas. El miedo que ejerce es solo sobre su propio pueblo, no traspasa las fronteras de Colina Cuerno.

—¿Entonces no es un peligro para la Tormenta?

—No —dijo Vardys tras una pausa—. No directamente. Pero sí como símbolo. Si le dejamos rearmarse, puede convertirse en una espina. No porque él marche sino porque otros crean que puede hacerlo.

El camino que seguían bordeaba la frontera norte de las Marcas. A lo lejos, entre la bruma del amanecer, podían verse los perfiles dentados de los Picos Rojos. Una línea natural de defensa… o una trinchera en formación.

—¿Cree que podremos evitar la guerra con las Marcas, ser? —preguntó Rendel, bajando la voz.

Vardys no respondió de inmediato. Apretó los dientes mientras sus ojos recorrían la silueta familiar de una aldea entre las rocas. Allí había estado hacía años, cuando las Marcas aún no eran república, cuando la frontera era una línea borrosa dibujada por el cansancio y el calor.

—No —dijo al fin, despacio—. No creo que podamos evitarla.

—¿Y eso no os atormenta? —preguntó Rendel.

—Sí —admitió Vardys sin mirar al joven—. Pero no soy un poeta. Soy un soldado.


Cuando descendieron hacia el llano, fueron recibidos por una patrulla de la República Independiente de las Marcas de Dorne. Iban a pie, con uniformes desiguales y fusiles colgados del hombro. Al frente marchaba Veron Estren, un viejo conocido de Vardys, con el rostro cubierto por una barba desordenada y una cicatriz en la sien.

—Vardys —saludó con voz seca, sin sonrisa pero sin animosidad.

—Veron.

Se estrecharon las manos como soldados que compartieron años de polvo y sangre. Sin excesos. Sin mentiras.

—¿Problemas en Colina Cuerno? —preguntó Estren, señalando el escudo de Dondarrion con una mirada fugaz.

—Solo sermones. Ni pólvora ni acero —respondió Vardys—. ¿Y aquí?

—Más bocas que pan. Y un montón de predicadores con rifles. La libertad huele a humo y a cloaca, pero al menos nadie nos dice qué dioses rezar.

Se hizo un silencio incómodo.

—Solo paso hacia la Tormenta —dijo Vardys—. No hay intención de provocar nada.

—Lo sé. Pero si nos encontramos en otra dirección algún día, ya no podré decir lo mismo.

—Tampoco yo.

Rendel observó en silencio. Había algo en el tono de ambos que le heló la sangre: una camaradería real y profunda… y, al mismo tiempo, la certeza brutal de que en otra ocasión podrían matarse sin vacilar.


Acamparon esa noche cerca de un arroyo seco. Vardys bebía vino templado de una cantimplora de hierro mientras su escudero anotaba en un libro su resumen del viaje.

—¿Escribís sobre Estren? —preguntó Vardys.

—Sí, ser. Me pareció un hombre sincero.

—Lo es. Pero la sinceridad no lo salvará cuando la orden llegue.

—¿De verdad se enfrentarán?

—Si no yo, alguien lo hará. Eso es lo que hace el deber: convierte antiguos camaradas en objetivos.

—¿Y eso no os destruye?

Vardys contempló el cielo oscuro. No había estrellas. Solo nubes.

—Hace tiempo, sí. Ahora solo lo oxida.


Al día siguiente, cuando retomaron la marcha, Rendel ya no hizo más preguntas. Vardys cabalgaba en silencio, la mirada perdida más allá del horizonte.

Sabía que la frontera no era un lugar en el mapa. Era un estado del alma. Un espacio donde el deber empuja contra la memoria. Donde el honor deja de ser virtud para convertirse en ancla.

Y en ese terreno incierto, Vardys Dondarrion era un hombre sin refugio.