Frente al Septo de Baelor una muchedumbre se removía inquieta. En las primeras filas, junto a la tribuna, en asientos traídos a tal efecto, la nobleza local y lo más granado de la burguesía comentaban entre sí, con rostro serio. Se estilaban las miradas cargadas, los asentimientos significativos y los bufidos de preocupación. Eran ricos, no tontos. A estas alturas, para cualquiera mínimamente informado, estaba bastante claro qué era lo que debía de haber pasado.
Tras ellos, la plebe, de pie, se debatía entre unirse a la sobria y dignificada preocupación de las clases pudientes, y tomarse la ocasión como una verbena, una oportunidad idónea para emborracharse, pelearse a gritos y pellizcarle el culo a Sussy “Melones Maduros”, la lavandera más cotizada del Lecho de Pulgas. La Guardia de la Ciudad, presente en gran número, ocasionalmente se llevaba a algún energúmeno arrastrando o directamente le metía una paliza de muerte allí mismo, para diversión general, lo cual contribuía a mantener el ambiente razonablemente controlado y decoroso.
Al fin, Ser Otto Hightower, vestido sobriamente con prendas oscuras, y con el collar con manos de oro entrelazadas sirviendo de único contraste, subió a la tribuna. Subió tras él el Consejo Privado, con la excepción de Lord Beesbury, que se puso a su izquierda; y la familia real, la Reina Alicent y sus hijos, así como el Septón Supremo, que se colocaron a su derecha. Otto carraspeó con rostro serio, y cuando la Guardia de la Ciudad consiguió acallar a la multitud, comenzó a hablar con voz resonante y solemne, quizá algo artificiosa.
-Pueblo de Desembarco del Rey -les interpeló-. Largo tiempo ha que me conocéis, y que yo os conozco; y no es la primera vez que a vosotros me dirijo, para promulgar esta o aquella ley u ordenanza. Pero temo que ninguna de esas ocasiones, por más pesares que nos causara, haya sido tan dura y triste como lo es esta -un murmullo se extendió, acallado rápidamente por la Guardia de la Ciudad, y las caras, si era posiblemente, se pusieron más largas.
-Aún recuerdo como si fuera ayer la coronación del Buen Rey Viserys, el Primero de su Nombre -comenzó con voz lastimera-. Sus alegrías y sus pesares; su preocupación por la falta de un heredero varón; su tristeza desgarradora con la pérdida de la Reina Aemma, y como con mi hija Alicent volvió a sonreír. Recuerdo cómo, en las reuniones del Consejo, cada vez que algún noble o príncipe sediento de sangre y de gloria, le traía uno u otro plan de guerra y conquista, Viserys negaba, y decía, ¡no! ¡No! La paz es lo más valioso que tenemos, y mantenerla es nuestro deber más sagrado. Nadie en la historia de los Siete Reinos amó tanto la paz como el Buen Rey Viserys. Pero no os engañéis, no; el Rey Viserys era un jinete de dragón formidable y más capaz que muchos en lo que respecta a gestas bélicas. Recuerdo cuando, de jóvenes, subíamos corriendo la empinada pendiente hasta la Fortaleza Roja, y al llegar arriba, aún le quedaban fuerzas para arrojarse al suelo y volver a incorporarse, una y otra vez, ¡una y otra vez! Si quisiera, él solo podría haber conquistado el mundo entero, con la misma facilidad con la que levantaba huevos de dragón por encima de su cabeza. ¡Qué vigor, qué brío, tenía el Buen Rey Viserys! Pero su amor por la paz era más grande que todo eso.
Se empezaba a notar una cierta impaciencia en la multitud. La mayoría conocían a Otto, y sabían que le hechizaba el sonido de su propia voz, pero esto ya estaba siendo un poco excesivo. Decidió ir al grano.
-Desembarqueños -les interpeló de nuevo-, no alarguemos más el funesto momento. Nuestro rey, Viserys el Primero de su Nombre, de la Casa Targaryen, ha perdido la batalla contra su larga enfermedad. El rey… ha muerto.
Dejó unos momentos para las lamentaciones de rigor. Incluso hubo algún desmayo; las plañideras de Desembarco del Rey tenían una técnica excelente.
-Pero no es eso todo lo que tengo que comunicaros. Poco antes de su muerte, el Buen Rey Viserys, preocupado, como siempre, por que la paz reinara en el reino, me dictó a tal efecto su testamento, que aquí os leo.
Desenrolló un pergamino y se aclaró la voz.
-Dictado por el Rey Viserys, el Primero de su Nombre, Rey de los Ándalos, de los Rhoynar y de los Primeros Hombres, Señor de los Siete Reinos, Protector del Reino, a su más fiel sirviente, Ser Otto Hightower, Mano del Rey.
-Viendo cerca el fin de mis días, queda pendiente un asunto que a mi pesar me atormenta, y es el de mi sucesión. La buena princesa Rhaenyra, mi orgullo y alegría, fue nombrada en una época pasada mi heredera, y recibió el juramento de lealtad de señores a lo largo y ancho de Poniente. Hallándome, como me hallo, al final de mis días, y sabedor de que estas disposiciones no se harán públicas hasta después de mi muerte, poco sentido tiene ya ocultar que el principal motivo para nombrar a Rhaenyra mi heredera era evitar por cualquier medio que mi hermano Daemon llegara al trono, pues aunque no carece de virtudes, entre ellas no está la piedad ni el apetito por la justicia, y de llegar al trono sumiría a Poniente en el caos y la desolación.
-Mucho han cambiado las cosas desde entonces. Mi esposa, la Reina Alicent, me ha dado tres hijos varones, todos muchachos fuertes de cuerpo y mente, mientras que mi querida Rhaenyra, que siempre será la niña de mis ojos, se ha alejado cada vez más de mi lado, y ha decidido unir su destino al de mi hermano Daemon. No siento ya que el reino esté seguro en sus manos, ni es necesario contravenir las leyes y tradiciones que por siglos han regido la sucesión, y que fueron confirmadas más allá de toda duda con mi misma elección como rey.
-Y es por esto que nombro a mi hijo Aegon heredero al trono, a todos los efectos. En cuanto a mi hija, Rhaenyra, ordeno que el título de Princesa de Rocadragón le sea confirmado y se le deje hacer pleno uso de él hasta su muerte, tras lo cual pasará como es costumbre al hijo del monarca reinante, sea Aegon, su hijo, o quienquiera que fuere; en tanto en cuanto, por supuesto, reconozca a su hermano como señor.
Hubo murmullos en la zona noble que indicaban una genuina sorpresa; hasta ahora todo había transcurrido como se esperaba, pero este era un giro inesperado. Otto continuó leyendo sin darles importancia.
-Y quieran los Siete que todo el Reino vea en esta justa disposición una manera de resolver este desagradable asunto mediante las armas que durante mi reinado he empleado: la paz, la justicia, y la concordia.
-En la Fortaleza Roja, en el primer día, de la tercera luna, del año 129 desde el desembarco de Aegon. Viserys Targaryen.
Sin dar tiempo a más reacciones, la reina Alicent se adelantó con un pequeño cofre, que el Septón Supremo abrió ceremoniosamente y del que extrajo la adusta Corona de Aegon; y no la más lujos Corona de Jaehaerys, que era la que se venía usando en los últimos tiempos, detalle que pocos advirtieron. El Príncipe Aegon dio entonces un paso al frente y se arrodilló frente a él.
-Por las leyes de los dioses y los hombres, y ante la mirada de Los Siete y de vuestro pueblo, os corono Señor de los Siete Reinos, Rey de los Ándalos, de los Rhoynar y de los Primeros Hombres, y Protector del Reino -le colocó la corona sobre su cabeza, y Aegon se alzó con una sonrisa satisfecha; quizá demasiado satisfecha.
-¡Larga vida al Rey Aegon, el Segundo de su Nombre! -gritó Ser Otto- ¡Viva el Rey! ¡Viva! ¡Viva!
Los vítores y aclamaciones se sucedieron. Quizá no tantos como si la concurrencia se hubiera esperado esto, y quizá los murmullos de confusión eran más pronunciados que en coronaciones previas. Pero la cerveza gratis que acto seguido comenzó a repartirse acabó rápidamente con ellos. También acabó llevando a varias peleas, no menos de tres apuñalamientos, y un desganado y rápidamente abortado intento de violar entre cinco a Sussy “Melones Maduros”, pero para entonces, la familia real y el Consejo Privado estaban de vuelta en la seguridad de la Fortaleza Roja.