En Desembarco del Rey

Los hermanos Goodbrook se miraron entre si. Edmure Tully observó como Olenna Tyrell salía a aquel patio a decir palabras sin contar nada. Sus labios se curvaron en una mueca de frustración al haber sido imposible entrar en aquella fortaleza en la que había vivido por trece años.

Se adelantó para hablar a la mujer.- Quiero ver al Rey Rhaegar.- Quizás algunos no conociesen que él había sido el escudero del Targaryen, pero si Olenna Tyrell. Él había presenciado reuniones del Consejo, y había estado al lado del Rey en muchas de sus situaciones en el trono del Hierro.- Lady Olenna, llevadme ante él.- No era una orden, no al menos por el tono que había usado, pero ciertamente tenía en ello cierto autoridad que, él creía, le daba aquellos años junto a Rhaegar.

Olenna descendió lentamente hasta la altura de Edmure. Colocó un mano en su hombro, casi con un gesto maternal y solo los pocos que estaban cerca vieron las lágrimas rodar por su cara - Muchacho. Tu guardia ha terminado. Ya no puedes proteger al Rey. Ya nadie puede. El Rey ha muerto.

“Esa sacerdotisa de la que tanto hablaban. Ojalá estuviera Dorian aquí. Brynden, idiota, debiste recordárselo a Ronald”

Los murmullos en el salón se multiplicaban al ritmo del sonido de los cantos en el exterior. Olenna Tyrell, que había salido dos veces para desearles un feliz banquete y que les aprovechara el faisán, se inclinaba ahora al lado de Edmure Tully para susurrarle algo al oído, aunque su voz se oyó clara en toda la sala.

-El Rey ha muerto.

Le gustaría haber podido poner un mejor rostro de sorpresa. Por ejemplo, el de Ronnet estaba muy logrado, con la boca a medio abrir entre muslo y muslo de pollo. Ronald Tormenta, en cambio, se había mantenido impávido, aun agarrado al estandarte y tratando de poner un rictus serio. Sería un buen caballero algún día.

-Ronnet, Ronald. - Se inclinó, mientras a su alrededor los murmullos se convertían en conversaciones apuradas y gritos. - Juntemos a toda la comitiva, espadas preparadas, proteged las espaldas. Entre las antorchas de fuera y el fuego que crepita aquí dentro, tengo un muy mal presentimiento. Buscad caras amigas y manteneos en su campo de visión. ¿Y dónde demonios está Ronald?

//Recordad que estás en el patio exterior de la Fortaleza Roja, en una especie de piscolabis

El tardío sol alargaba las sombras de los presentes y el calor acumulado durante la tarde comenzaba a hacer mella tanto en los cuerpos como en los ánimos, estos parecían más caldeados que los adoquines del patio de la Fortaleza Roja.
Las puertas se habían abierto pocas veces desde que comenzasen a llegar los nobles, aún así que algún criado entrase o saliera podía considerarse normal. No obstante un silencio sepulcral se hizo en la explanada cuando los presentes vieron que quien salía ahora era la propia Mano del Rey.

Stannis se quedó unos escalones por encima, donde todos pudieran verlo bien y esperó a que los murmullos que comenzaban a nacer se apagasen mientras pedía eso mismo con las manos.

— Mis señores.— dijo con voz digna de comandante de campo. — Lamento mucho haberlos tenido esperando aquí pero os aseguro que la situación lo requería.
Hizo una pausa y tragó, quedaba claro que incluso a él, un hombre acostumbrado a decirle lo que sea a quien sea, las siguientes palabras se le atragantaban.

— Señores… lo que habéis oído es cierto. El rey Rhaegar ha muerto.— No estaba seguro si soltarlo así, de golpe, era lo mejor, pero no era alguien que adornase las cosas. Cuando las voces callaron de nuevo, volvió a tomar la palabra.

— Ahora las puertas se abrirán para todo el mundo. Habrá un refrigerio en el salón del trono para cenar. En nombre del Consejo Privado os pedimos que los traslados por dentro de la fortaleza sean únicamente los imprescindibles.

Comenzó a darse la vuelta, pero una voz se alzó por encima de las demás.

— ¡Mi señor!— gritó. ¡Mi señor Mano!
— Ser Edmund Tully.— saludó Stannis.
— Fui el escudero del rey Rhaegar, como bien sabéis.— Lord Baratheon asintió por toda respuesta. — Exij… solicito— cambió la palabra al darse cuenta de con quien hablaba— poder velar su cuerpo, mi señor.
— Se os concede la solicitud, ser Edmund. Entrad y acudid con el rey. El guardia de la puerta os acompañará.

Una vez hecha esta concesión, la Mano del Rey comenzó el ascenso hacia la Fortaleza Roja.

La sacerdotisa bajaba la empinada cuesta del Garfio a lomos de una pequeña yegua castaña y rodeada de una pequeña comitiva de media docena de hombres que Ser Lyn Corbray capitaneaba y había seleccionado entre los que guardaban la Fortaleza Roja para escoltarla hacia el puerto, donde tomaría un barco rumbo a Rocadragón. Melisandre lamentaba no poder asistir al Elegido del Señor en los días críticos que se venían pero no veía otra salida más que obedecer las órdenes de la Mano. Ella no iba a ser cómplice ni partícipe de disputas innecesarias, y quizá incluso fuera lo más prudente por algunos días.

Ser Lyn Corbray no era el único que la contemplaba con mal disimulada hostilidad, otros en la Fortaleza deseaban su mal y caída. Lo veía en sus rostros y en los fuegos. El maestre Pycelle seguía las ordenes de sus amos de Antigua, que veían mal cualquier clase de esoterismo, para Lady Olenna no era más que una exótica fanática con mucha palabrería y Lord Varys desconfiaba de cualquier cosa que oliera a magia por su traumático pasado. Con Rhaegar vivo nadie se habría atrevido a actuar sobre ella —y aún si hubieran osado, no le habría pasado desapercibido— pero muerto quizá decidieran tomar cartas en el asunto, lo que podría derivar en trágicas situaciones.

En las calles los fieles y sacerdotes del Dios Rojo salían a recibirla con antorchas y vítores, pero las milicias de las Banderas mantenían el orden y dejaban al vulgo a una prudente distancia de la comitiva.

Hurra por los balidos rojos —comentó sin embargo Ser Lyn nada impresionado, con incisiva ironía—. Ni deciros tengo que sois responsable directa de los incidentes que estas ovejas rojas puedan provocar en vuestra ausencia. Supongo que sabrán comportarse en ausencia de su pastora.

Por supuesto, buen caballero —Melisandre sonrió—. Han sido bien instruidos en la palabra del Señor.

Ser Lyn se limitó a soltar un escueto “bah” al tiempo que le lanzaba una última mirada torva. Pronto llegarían a la Plaza del Pescado y al río Aguasnegras y dejarían atrás la sombra de la populosa capital, mientras proliferaban bajo sus muros conversaciones prohibidas y conspiraciones. «Señor, concede a tu campeón buenos vientos —rezó en silencio—. Haz que llegue sano y salvo para reclamar su justa herencia».

El rey Rhaegar ha muerto.

Esa simple oracion que habia sido lanzada hacia su comitiva tras llegar a la fortaleza roja habia hecho mella en Merwyn. El rey habia sido una buena persona y un buen gobernante que habia llevado el reino a la prosperidad y a la paz durante largos años. Cierto era que ultimamente se decia que no salia para nada de la fortaleza y que quien gobernaba era la mano, lord Stannis pero aun asi, Rhaegar aun era joven, ¿que podria haberle pasado?

Desde hacia ya un rato que habian llegado a la fortaleza roja por expresa invitacion, tras lo cual los habian conducido al salon del trono para cenar, lugar donde ya se encontraban reunidos la mayoria de nobles del reino, de entre los cuales se leia en sus caras un sentimiento de duda e incertidumbre.

Un dia triste para recordar, esperemos su hijo este a la altura, penso mientras buscaba sin mucho exito encontrar a algun miembro del consejo.

Edmure cerró la puerta tras de si dejando a dos Guardias que la custodiaban. Se encontró la figura de Lyanna Stark, sola en aquel salón. El Tully lanzó una mirada de reconocimiento alrededor. No deseaba que nadie pudiese escucharles, tan siquiera el Eunuco…aunque eso sería más que complicado.- Reina Lyanna…- El incienso inundaba de su olor toda la sala, intenso, casi pesado.

La Reina ya había dejado de llorar hacía horas, pero en su rostro aun se notaba una hinchazón que indicaba lo mucho que había sufrido en aquel día aunque lo ocultase por la fuerza que debía imprimir a su familia en ese momento.- Acompañadme, Ser Edmure.

Lyanna Stark se adelantó a aquella habitación bañada por la luz tenue de las velas y donde Rhaegar descansaba, engalanado y con el escudo Targaryen en su pecho… era tan bello, parecía ser feliz, más que en sus últimos días, ahora estaba tranquilo.

Le indicó con la mano para que se acercase si lo deseaba - Aquí yace nuestro amado Rey, el que luchó contra las sombras, el que no ceso su empeño de un futuro mejor para la gente, su Reino pesó demasiado… mi amado Rhaegar. - la joven reina se acercó al féretro abierto que guardaba los restos de su amor, cuanto de su corazón quedaría allí encerrado junto a Rey… su amado Rhaegar.

Edmure se encaminó hacia el lugar donde estaba el cuerpo del Rey Targaryen. Lo cierto es que había aprendido mucho de ese hombre, pero también tenía en mente que era él quien le había mantenido alejado de su tierra, de sus feudos. Ahora Edmure Tully era casi un desconocido en los Rios y eso era por culpa de Rhaegar. Sus sentimientos estaban encontrados con aquella familia, pero en aquel momento en el que la muerte hacía acto de presencia, solo sentía tristeza por la pérdida del hombre, no recuerdos de sus acciones para reprochar.

- ¿Cómo ha sido? Tan repentino…no hubiese mandado llamar a todo Poniente aquí para nada, Lady Lyanna. ¿Qué ha ocurrido?- Volvió la vista a la mujer. Edmure, después de ver partir a la sacerdotisa roja, no tenía nada claro que aquello hubiese sido algo fortuito. ¿Por qué si no les hubiese hecho llamar Rhaegar a todos?

Ojala hubiese tenido respuestas para el buen Tully, pero a pesar de que estaba casi tan perdida como él no podía permitirse el lujo de encogerse de hombros.

-Según el Gran Maestre fue una muerte natural, como si él mismo hubiese quedo dejar de vivir para dar paso al futuro. Simplemente decidió no despertar, sólo trabajaba para el pueblo, Ser Edmure, lo dio todo por la gente de Poniente.

Le agarró del brazo, y le miró con esos ojos tan azules, tristes y con betas rojas - Espero mi señor que entendáis que fuisteis muy importante para esta familia, y como tal estoy seguro de que Rhaegar hubiese querido que lo ayudaseis a vestir para su última partida. - Rhaegar aun no había sido armado, su armadura y su espada esperaba a serle enfundado si el joven caballero así lo deseaba.

Fue a hablar. No. Rhaegar no hubiese decidido dejar de despertar, al menos no ese día donde todos se reunían en Desembarco del Rey. Sin embargo calló. No creía posible obtener más respuestas a ninguna duda por parte de Lyanna Stark. Asintió.- Es mi deber. Y también honor, Lady Lyanna. Armaré a nuestro Rey y velaré por él en la noche en la que el Desconocido pida su alma.- Al nombrar a aquel Dios, por un momento se le vino a la cabeza la visión de Melisandre. Gracias al Padre a menos parecía que no se había impuesto las creencias de esa mujer con respecto al funeral.- La Guardia Real deberá velar toda la noche también, o al menos alguno de ellos. Les comunicaré mi intención de quedar allí si me lo permitís, Lady Lyanna.- Se permitió posar su mano sobre la de la mujer en un acto de empatía.

- ¿Y el Príncipe?- Algo que le inquietaba más era que aquella muerte se había dado con todos los grandes señores de Poniente en la Fortaleza Roja. Seguramente, en cualquier otor momento, aquella muerte hubiese sido más pertinente, pero no ahora con todos aquellos señores en la capital.

Lyanna dejo escapar una leve sonrisa tras la aceptación de la propuesta, no quería tampoco tener que pedírselo a nadie más. - Ser Barristan Selmy velará cuerpo como Lord Comandante de la Guardia Real. Hay demasiado trabajo en estos momentos para prescindir de más hombres. Y por su puesto mi señor tenéis mi bendición para velar el cuerpo del Rey, él mismo lo hubiese querido así.

Tras el alivio de notar su calida mano encima de la suya, fría como la del mismísimo Rhaegar se le punzón el corazón al escuchar la siguiente pregunta, ojalá ella misma supiera que era del Príncipe en esos momentos. - Aemon está de camino mi señor, fue avisado tan pronto supimos que Rhaegar nos había abandonado. Pronto arribara en Desembarco.

No deseaba terminar la charla, aunque ambos tenían muchas tareas pendientes, aún tenía que hablar con el Septon Supremo, con la Mano y con Ser Barristan para organizar el velatorio y la comitiva. Y ahora había deber por cumplir.

El joven caballero, de cuerpo bien formado pero cara lampiña como un muchacho, permaneció en silencio, con los ojos bajos y la cofia de malla puesta. Permaneció en silencio cuando las quejas se extendieron por el patio, en la primera aparición de Lady Olenna. Permaneció en silencio, sin unirse a los lamentos ni a las expresiones de sorpresa que otros profirieron, cuando se anunció la muerte del rey. Permaneció en silencio mientras llegaban al salón, y se quedó allí sentado, sin beber ni probar bocado, sin más compañía que la del joven moreno encapuchado que había estado con él desde que entraron.

Permaneció en silencio hasta que no lo hizo. Hasta que alzó sus ojos, que resplandecían purpúreos a la luz de los candelabros, se quitó la cofia de malla, dejando ver su pelo corto blanco dorado por el sol, y se levantó y se dirigió a Lord Stannis, la Mano, con voz alta y clara, que se escuchó nítidamente en el salón.

-Para seros franco, Lord Stanis, dudo haber sido invitado a esta fiesta. Y hasta dudo ser bienvenido entre estos muros. Pero mi lugar no está aquí, festejando quién sabe qué. Mi lugar está junto a mi padre, velándolo. Por mucho que nunca haya querido saber nada de mí, y nos haya tratado a mi madre, mi hermana y a mí, a su legítima familia, como a perros. Por mucho que nunca haya llegado a verle en vida, y que ya no lo vaya hacer; y no sabéis cuánto me duele, cuánto me duele no haber podido hablar con él y preguntarle por qué. Por qué nos abandonó. Pero todo eso ahora no importa, porque está muerto, es mi padre, y mi lugar está con él, velándolo y pidiendo a los Siete que se apiaden de su alma, que entiendan sus muchos errores, y que aprecien sus muchos triunfos. Que lo vean como el hombre atormentado pero de buen corazón que sé que era, aunque a mí nunca me lo demostrara. Lord Stannis, soy el Príncipe Aegon Targaryen, el primogénito del Rey, y quiero estar con mi padre. Y lo demás… puede esperar a otro momento.

Stannis siguió subiendo sin detenerse y, de repente, paró en seco. Estuvo unos segundos completamente inmóvil antes de darse la vuelta.

— Acompañadme. Yo mismo os llevaré con vuestro padre.

Ahora sí esperó a que Aegon se pusiera a su altura y juntos entraron en el castillo.

Sentía los ojos de su primo clavados en la nuca, y sabía lo que le intentaba decir entre dientes. Pero Aegon no era Oberyn, él era un príncipe de la sangre, y estaba en su reino, en su castillo, con sus señores y su familia. Si alguien le tocaba un pelo, los Siete Reinos arderían.

-Gracias, Lord Stannis -respondió escuetamente poniéndose a su vera.

Los alimentos de todos los señores que estaban en el banquete se quedaron en el plato, de repente a todos se les había quitado el apetito, muchos de ellos deseosos de estar en un lugar más seguro que aquella ciudad, que parecía que iba a convertirse en una lucha fraticida por la herencia del reconstruido Trono de Hierro.

La Mano del Rey, flanqueado por Joramun Magnar y Ser Aerys Oakheart, acompañó al príncipe Aegon, que se dispuso a despedirse de su padre, al que por fin podría poner cara. Lyanna Stark y Edmure Tully, escoltados por Ser Barristan Selmy les esperaban en el Gran Septo de Baelor.

Escasos minutos después se pudo escuchar el murmullo de la muchedumbre de extramuros. El príncipe Aemon había llegado a la Fortaleza Roja, antes de lo esperado. Entro en el Gran Salón del Trono con cara de circunstancias, era evidente que se encontraba algo fuera de lugar, llevaba años fuera de esa ciudad y la corte nunca había sido su lugar favorito. Pronunció unas palabras de cortesía y convocó al Consejo, que pronto le informó de la presencia de su hermano mayor en la ciudad.

La figura en armadura dorada y capa roja miraba a Aemon con ojos graves, la melena dorada Lannister se pegaba a su rostro debido a la humedad del puerto y le daba un aspecto fiero.
Rodeando a Ser Tygett, Aemon y Ser Arthur al menos veinte hombres con los escudos del León levantaban sus lanzas, guardia de élite occidental traída por el tío del Señor de la Roca para servirle de escolta, hombres duros cuya lealtad hacia los Lannister estaba por encima de todo; pero no estaban solos: Ser Gunthor Hightower, el que fue escudero de Tygett, lo acompañaba junto a una docena de hombres del Dominio, caballeros vasallos de Antigua.
El hermano del difunto Tywin, el rebelde cuya muerte se conmemoraba aquella noche, dio un paso adelante y miró a los ojos del Príncipe Targaryen, el hijo del hombre que frustró el ascenso de su familia al Trono de Hierro. Y a su lado Gunthor, el hermano de Mallora quién fue violada por el abuelo de Aemon sin que Rhaegar condenara aquello durante su reinado.

Majestad, permitid que os escolte hasta la Fortaleza Roja .

Ni una palabra de pésame, ni explicaciones, solo una petición.
Tygett se permitió mirar a Ser Arthur Dayne buscando su ¿complicidad? mientras Gunthor se situaba junto a su amigo y mentor.

Idris el Negro se había adelantado para abrir paso a la docena de hombres que componían la pequeña comitiva del príncipe Aemon. El capitán era el único dorniense aparte de Ser Arthur con el que Aemon había tenido la oportunidad de tratar, era el hijo de un cabecilla de las tribus del desierto que habitaban en lo más profundo de Dorne con el que su padre Rhaegar había entablado amistad durante la guerra civil. Los hombres de Targaryen de la Fortaleza Roja podían ser de disciplina más relajada, pero no era el caso de los de Rocadragón. El difunto monarca los había curtido en la última guerra y en tiempos de paz se había cuidado de mantener la disciplina marcial y restringir la entrada solo a los más selectos; y cuando se precisaba concurso para las labores más desagradables, siempre se podía contar con ellos. Todo el mundo sabía que cuando los Capas Negras hacían acto de presencia, no se presagiaba nada bueno. Ahora Rhaegar los había dejado guardando a su heredero, junto con la mejor espada que el reino conocía, ser Arthur Dayne.

A Aemon no le gustaba Idris, ni sus pétreos ojos oscuros que parecían estar llenos de oscuras y crueles promesas, pero le había visto en acción y tenía que admitir que con la maza y el arco era mortífero. El dorniense se detuvo frente a una comitiva extraña de hombres de Lannister y de otras casas. Aemon reconoció al Consejo Naval, pero se extrañó de no ver a ningún hombre de Targaryen. Iba a responder cuando Ser Arthur Dayne se adelantó y le lanzó una mirada que lo dejó plantado en su sitio. Conocía muy bien que quería decir su mentor. «Quiere que me quede a la espera». Resistió su impulso de abrir la boca y esperó.

Disculpad, Ser Tygett, pero habida cuenta de las circunstancias encuentro extraño que ninguno de mis hermanos esté con vos, no digamos ya hombres de la guarnición de la Fortaleza Roja y no de vuestra guardia personal —respondió Ser Arthur Dayne con firmeza— . Conozco a Lord Stannis bien, es un hombre meticuloso que no gusta de dejar nada al azar. Así que permitid que sea yo quién os pregunte, ¿qué hacéis aquí? Por voluntad del Consejo no estáis, eso está claro. No con esa compañía —terminó al tiempo que miraba a los hombres del Dominio.

Idris el Negro escupió al suelo. La tensión del ambiente se cortaba con un cuchillo, pero los veteranos hombres de Rocadragón se mantenían firmes. Aemon, sin embargo, veía en los ojos de Idris odio y ganas de sangre. Todos eran veteranos de la antigua guerra civil, ¿sería posible que aún después de tanto tiempo, guardasen rencor a los que antaño fueron sus enemigos?

Tygett obvió todas las acusaciones veladas - o no tanto - que vertió Ser Arthur Dayne sobre él y su compañía y lo hizo porque, efectivamente, las circunstancias eran dadas a situaciones como la que se estaba dando.

El caballero de Antigua, por su parte, permaneció firme junto a su antiguo maestro cuando llegaron los hombres del dragón. No movió un músculo en todo el intercambio de palabras entre el caballero juramentado y ser Tygget, aunque no pasó por alto el tono despectivo conque se dirigió a la compañía de Antigua que aumentaba el destacamento del occidental. En otra situación habría abierto la boca pero no era el momento de ofenderse y lo sabía bien.

No voy a perder el tiempo tratando de convencer a nadie, Ser Arthur. – dijo el Lannister con firmeza. – Estoy aquí en representación mía únicamente y he venido para escoltar al Príncipe Aemon hasta la Fortaleza Roja. Ni Stannis ni el Consejo saben que estoy aquí como tampoco saben que llegábais; y eso es por la forma en que habéis llegado: sin avisar. Pero mi puesto como Consejero de Naves me obliga a saber qué ocurre en los muelles y aquí estoy.

Tygett pasó su mirad de Dayne a Aemon ignorando a Idris, volvió durante un instante su atención a Gunthor haciéndole una señal, y después inclinó su cabeza ante Aemon.

Pongo a mi guardia personal así como Ser Gunthor pone a sus caballeros a vuestra dispoción, Príncipe Aemon, para que vuestra llegada a la Fortaleza Roja sea segura. – Tanto el Lannister como el Hightower se hicieron a un lado esperando que se les diera la orden de marchar mientras que la guardia del León se dispuso a avanzar al frente de la comitiva y abrir el paso. – Y, creedme, hay tantos motivos para pensar que nada debería enturbiar vuestro camino como para pensar lo contrario.

La columna de hombres que les había recibido se había dispuesto en su delantera, dejando sus espaldas expuestas, y esto sin duda parecía mejorar la condiciones. Aún así, seguía teniendo un deje de duda. Las palabras que Lord Tarly le había escrito apenas un día antes resonaban en su cabeza. «Cuidaos cuando acudáis a Desembarco, pero hacedlo rápido y rodeado de leales». Aun así, los hombres esperaban expectantes a que tomase una decisión. Notaba decenas de ojos clavados en su figura.

Os ruego que disculpéis a Ser Arthur, Ser Tygett —empezó el príncipe con la voz más firme que pudo reunir— . Ciertamente he de daros la razón, deberíamos haber llegado un día más tarde, pero los vientos han sido especialmente generosos… casi podría decirse que ha sido cosa de los dioses. Hacéis bien cumpliendo vuestra labor de vigilancia de los muelles. Igual que hace bien Ser Arthur en cerciorarse de vuestras intenciones. Sé que ambos solo queréis servirme y protegerme. Reanudemos la marcha, y no perdamos más tiempo, mis señores. Mi madre y el Consejo nos aguardan.

Ser Arthur Dayne asintió con solemnidad. Idris dudó unos instantes antes de obedecer la orden. Pero Aemon notaba que los dos hombres, a su manera, seguían preparados para actuar al menor indicio de amenaza.

Tygett asintió y no dijo nada más salvo para ladrar la orden de avance. El hombre de Antigua asintió y sus caballeros y él formaron junto a los del león en la vanguardia, avanzando tras la orden del consejero de naves y sin más sobresaltos se encaminaron hasta la Fortaleza Roja.

El camino hacia la Fortaleza Roja estuvo, finalmente, exento de sobresaltos. Cuando alguien se cruzaba en el camino de la comitiva, los hombres de Lannister los apartaban sin miramientos si bien pocos eran los que quedaban en las calles a aquellas hora y menos aún los que tenían ánimos de cruzarse delante del medio centenar de hombres armados que desfilaban con miradas torvas.

A su llegada a la fortaleza, Tygett envió a Ser Gunthor para avisar a cuantos guardias estuvieran en sus puestos de que el Consejero de Naves iba a entrar y que no quería interrupciones de ningún tipo; el caballero Hightower sabría escoger bien las palabras y dotarlas de la urgencia necesaria para que nadie dudara de que la escolta era para alguien importante.

Antes de marchar, Gunthor creyó conveniente dar el pésame al príncipe antes de irse.

Principe Aemon, en nombre de todo Antigua os doy el pésame por el fallecimiento de vuestro padre – dijo antes de hacer una breve reverencia, girarse hacia su antiguo mentor para despedirse y entrar por delante con sus caballeros en la Fortaleza Roja para avisar a la guardia e impedir que nadie molestase a los recién llegados.

Así, finalmente, el Príncipe Aemon pisó la Fortaleza Roja y pudo disponer de cuantos hombres quisiera; Tygett Lannister dio órdenes a los suyos para que volvieran a sus aposentos salvo dos quienes siempre servían como escolta personal. La guardia Lannister se cuadró ante Aemon y se marchó a paso militar.

Principe Aemon, si me lo permitís, os acompañaré hasta la Sala del Consejo Privado.

Tygett se permitió mirar a Ser Arthur Dayne y asentir ante él, dejando claro que el Capa Blanca era quien tenía el control en aquel momento. No había ni atisbo de rencor en aquella mirada.

Ser Arthur Dayne fue el primero en entrar en la nave central Gran Septo de Baelor, capitaneando a una reforzada guardia de Rocadragón que formando un círculo guardaba al príncipe. A su alrededor, los murmullos se alzaban y llenaban la estancia, pero el príncipe Aemon no tenía ojos para ver qué señores nobles habían acudido y cuales estaban ausentes; solo quería reencontrarse con su madre y hermanos cuanto antes.

Los encontró en el crucero del septo, a poca distancia de la capilla ardiente en la que se había dispuesto el cádaver de su padre para todos aquellos que quisieran darle un último adiós. Su madre lucía un negro vestido de luto sin apenas concesiones. Aemon nunca le había visto lucir el negro y no deseaba volver a hacerlo. No era natural en ella, un color tan frío y tan carente de vida.

Cuando se puso a su altura pudo apreciar cuanto habían cambiado sus hermanos en su larga ausencia. El joven Jaehaerys había crecido una cabeza y su hermana Daenerys casi le podía mirar a los ojos sin necesidad de levantar la cabeza, y empezaban a verse las primeras formas de la mujer adulta que habría de ser. “¡Tato!” exclamó su hermano pequeño al tiempo que corría a abrazarse a una de sus piernas.

Hermanito —comentó con una pequeña risa al tiempo que le alborotaba con cabellos con su mano izquierda. Las manitas de su hermano le apretaban con toda la firmeza que podían en un niño de seis años—. Veo que tenías ganas de verme.

¡Sí! —exclamó lleno de entusiasmo —. ¡Y la siguiente vez me iré contigo!

Compórtate, Jaeh —le reprendió su hermana, aunque con una voz no exenta de cariño. Jaehaerys se soltó, aunque no muy convencido—. Estaba loco por verte, hermano. Aunque es bueno volver a verte de nuevo.

Sí. Ojalá las circunstancias hubieran sido otras —Aemon esbozó una sonrisa triste y miró a la reina Lyanna. Quería decirle muchas cosas, pero las palabras se abarrotaban y solapaban en su mente sin llegarle a los labios, y por eso quizá sonó más frío de lo que quería—. Madre. ¿Me acompañas a ver… a ver a Padre?

Stannis había seguido los pasos del príncipe desde que salieron juntos de la sala del Consejo. Tenían mucho de qué hablar, pero habría tiempo para eso, ahora tanto la Mano como el heredero estaban sumidos en sus propios pensamientos y apenas intercambiaron unas pocas palabras.

La Mano del Rey esperó a que Aemon terminase de saludar y tomo la palabra con más diplomacia de la que era habitual en él.
— Mis señores— Dijo dirigiéndose a todos en general,— démosle un momento de intimidad. Venga conmigo, señor, le mostraré el resto de la Fortaleza Roja. — Ofreció mirando directamente a Aegon. — El tono, aunque correcto, dejaba claro que todos excepto Aemon y su guardia personal, debían abandonar el lugar.

La reina se acercó a Stannis, el hermetismo de Rhaegar en los últimos tiempos había hecho que tanto Stark como Baratheon tuvieran una relación más cercana. Por supuesto los rumores de que eran amantes estaban ahí, siempre que un hombre y una mujer intercambiaban más de tres palabras seguidas aparecían esas habladurías, pero aquellos que los conocían bien sabían que Lyanna estaba demasiado enamorada de Rhaegar como para fijarse en otro y Stannis era demasiado fiel tanto al rey como a su propia esposa para hacer nada.

— Mi reina— dijo el calvo, — reunid al Consejo una vez más. Aegon y yo terminaremos nuestra ronda allí, le enseñaré desde dónde se gobiernan los Siete Reinos.

Así pues los dos hombres salieron del Gran Septo de Baelor seguidos de los capas blancas Joramun Magnar y ser Arys Oakheart, además de los propios guardias de Stannis.

Alzó levemente la ceja al oír las palabras de la Mano del Rey. Se sintió por un momento como un jabalí al que le ofrecían visitar las perreras para que pudiera ver de primera mano cómo se cazaba.

-Os agradezco el ofrecimiento, Lord Stannis; pero he de rechazarlo -declinó, permaneciendo junto al féretro-. Espero que la reunión del Consejo sea fructífera.

Aemon no había tratado tanto como quería a la Mano del Rey pero la semblanza que su padre le había dado de Lord Stannis y los ojos con los que estaba mirando a su medio hermano bastaban para saber que la Mano del Rey había enunciado una orden, no una petición, y que se podía cumplir por las buenas o por las malas. El príncipe de Rocadragón, sin embargo, no estaba dispuesto a permitir cualquier clase de disputa o malentendido si podía evitarse. No el presente día y no en aquel lugar.

Aegon Targaryen puede permanecer aquí conmigo, mi señor Mano —comentó en tono conciliador—. No os preocupéis, Arthur Dayne y Joramun Magnar son más que suficientes para velar por nuestra seguridad. Id al Consejo, acudiré más tarde.

Dos adolescentes debaten sobre quién será el próximo rey. Ante los fantasmas de otra guerra que haga sangrar al reino, quizá más sangrienta que la última, Stannis Baratheon, el hombre fuerte del Consejo Privado, entra en el Septo quedando su guardia en la escalinata del gran edificio construido por Baelor.

La noche se alarga y pronto amanecerá. El rumor de la llegada del príncipe Aegon se ha extendido por la ciudad, parece que nadie dormirá mucho. Horas antes de la salida del sol ya se informa de dos muertos en refriegas entre los fanáticos de R’hllor y los que se atreven a defender públicamente los derechos dinásticos del primogénito de Rhaegar; muchos, temerosos de los Siete y recelosos del nuevo culto que se ha instalado en la capital.

Se acerca el momento de la coronación. Tras no llegar a ningún acuerdo entre la ciudad se ha extendido el rumor de que Aemon no es más que un títere de la Mano, que no quiere perder su poder tras tantos años en el cargo. Por otro lado también hay muchos fervientes seguidores del príncipe al que muchos han visto crecer y sobrevolar la ciudad a lomos de un dragón, que ahora no está en la ciudad. Una multitud se arremolina alrededor del Gran Septo, acuden buscando la protección del Septón y su guía ante este momento de incertidumbre.

Por otro lado siguen las desfiles de los fieles al Señor de Luz, la situación es cada vez más tensa, la ciudad se divide por zonas dependiendo de quien la controla. La mayor parte de la ciudad está bajo el control de los partidarios de R’hllor, pero quizá por falta de interés en la tradición de coronar al rey en el Gran Septo de Baelor o por su intención de evitar un confrontamiento la zona del Septo está dominado por una multitud que espera ver al nuevo rey de poniente, se escuchan algunos gritos de “viva el Rey Aegon”, otros de “muerte al dios rojo”, alguno también en recuerdo del rey caído.

Aegon había permanecido junto al féretro de Rhaegar desde que llegó, mirándole, como si quisiera obtener de él en la muerte las respuestas que le negó en vida. Hizo caso omiso a la mujer a quien llamaban reina, que tampoco hizo nada por acercársele, y a los niños pequeños, sus hermanos, que le miraban con suspicacia e interrogaban a su madre en voz baja sobre quién era ese hombre. Jaehaerys y Daenerys; sabía quienes eran, por supuesto, siempre se aplicó en sus estudios de heráldica. Pero lo que le importaba es que eran demasiado jóvenes para ser un problema.

Pero el otro…

Esperó a que terminara de intercambiar cortesías y abrazos con su familia, disimulando la envidia que le corroía por dentro, y se alejó unos pasos para darle unos minutos a solas con su padre, mientras lo escudriñaba con curiosidad. Finalmente se volvió a acercar al féretro y quedaron frente a frente, con el rey, el padre de ambos, separándolos

-Te esperaba más… valyrio. Los retratos que he visto te aclaran el pelo. Licencia de artista, ya sabes. Los pintores ven lo que quieren ver. ¿Y qué es eso que tienes en la cara? Hermanito, por favor, eres un Príncipe del Reino. Qué menos que afeitarse -le dijo a modo de presentación. Su tono no era burlón, ni hostil; era altivo, quizá, pero casi familiar. Después de todo, era su hermano pequeño.

Aemon escuchó las palabras de su medio hermano mientras contemplaba el cadáver de su padre, pensativo. No sabía qué pensar, su padre apenas le había contado gran cosa de su otra familia. Era un tema que siempre evitaba, y por supuesto, no conocía a nadie más aparte de Ser Arthur para contrastar información. El capa blanca tampoco parecía tener muchas respuestas, únicamente le había facilitado un retrato de la familia real durante el penúltimo año del reinado del rey Aerys y había visto a Rhaenys en brazos de su madre, la princesa Elia. Era morena, más parecida a él. Aegon Targaryen tenía, sin embargo, más en común que su padre y su hermano pequeño.

Ciertamente —comentó con una media sonrisa— . He pasado los dos últimos años lejos de la corte y sus mascaradas. Mi hermana Daenerys tendrá que enseñarme a vestir con algo más de estilo —titubeó un momento antes de continuar— . No esperaba encontrarte aquí. No después de todo lo que pasó.

No sabía qué mas decir, y tampoco era alguien de muchas palabras. Dejó en voluntad de su interlocutor tomar la iniciativa de la conversación, o dejar el septo en un solemne silencio.

Lo cierto es que no le daban ganas de saltarle al pescuezo a Aemon. Imaginaba que sí, pero no acababa de ser el caso, al menos no por ahora. En lugar de eso, se sorprendió de sentir cierta afinidad, quizá por la sangre compartida.

-¿Te sorprendería si te digo que no le odio? -le respondió, mirando el cadáver del rey- . Mi madre sí que le odia. Y mi familia… en fin, Dorne es Dorne. Desde Palosanto a Lanza del Sol se sigue rumiando “La Traición de Rhaegar”. Pero… -el gesto duro se le suavizó- siempre pensé, desde niño, que cuando viniera aquí, a Desembarco del Rey, a verle, y contemplara el hombre en el que me he convertido, me aceptaría. Como su hijo, como su familia, como su heredero. He tenido esa conversación con mi padre… cientos, miles de veces, en mi cabeza. Estaba preparado para todo, tenía a la respuesta a cualquier pega que me fuera a poner. Y ahora… Nunca he hablado con él. Nunca he escuchado su voz. Es un padre que solo ha ejercido como tal dentro de mi cabeza. No lo odio, pero… creo que ahora que se ha ido, ahora que ya no va a haber nada más de lo que ya hubo, ahora que no hay final feliz, creo que ahora sí estoy empezando a odiarle.

Se dio la vuelta, en claro estado de turbación, cerró los ojos y tomó aire, una, dos y tres veces.

-Disculpa el arrebato -dijo ya repuesto- . Ha sido impropio. Me alegro de que tú hayas conocido la cara buena de nuestro padre, Aemon. Por cierto, ¿sabes quién lo mató? Porque no me creo ni por un momento que un día cayera muerto sin más, antes de cumplir siquiera los cuarenta. Es una de los mayores disparates que he oído, si querían encubrirlo podrían haberse inventado algo más plausible. La gente no se muere un día sin más. No con 39 años. No funciona así.

Aemon dudaba que hubiera posibilidad de que hubiera final feliz alguno. Ciertamente se ponía en el lugar de su hermano y se sentía bastante miserable. No había derecho a que él hubiera perdido una infancia precaria por una dichosa profecía, pero no solo su padre había actuado bajo su influjo, si no también su abuelo y tatarabuelo. Si era cierta, entonces las acciones de su padre y los que habían venido antes que él podían tener una explicación. De cuando en cuando, sin embargo, le asaltaba la misma angustiosa pregunta. «¿Y si estaban equivocados?» Nada le haría más feliz, él no había pedido ser el protagonista de una misión que no le iba a reportar ninguna satisfacción personal. Pero eso implicaba que su padre tenía el juicio nublado, y que quizá no habría que tener en cuenta las disposiciones que había fijado en su testamento.

Su padre insistía en sus últimas cartas, Lady Melisandre no hacía más que confirmar sus sospechas; parecía que la Mujer Roja le había dado las piezas restantes de un puzzle que llevaba mucho tiempo sin resolver, y siempre volvía sobre lo mismo, el tiempo se agotaba y la hora estaba cercana. «Tu tío Aemon está al tanto de todo en el Muro. Cuando empieces a recibir inquietantes informes de él, preocúpate, porque sabrás que la hora ha llegado». Necesitaba hablar con Lady Melisandre, pero la Mano la había despachado a Rocadragón sin muchas explicaciones. En los últimos tiempos, todo parecían ser problemas. Escuchó con educación a su hermano y le expuso con sinceridad lo que pensaba del inesperado deceso.

No sé quién lo mató, si es que lo mataron. Y no sé si llegados a este punto importa. Mi padre tenía muchos enemigos, cierto, eso escribía en sus cartas. Lannister, Tully, Tyrell… Martell. Estaba convencido de que intentarían desquitarse, y que yo debía ser firme con ellos —cerró los ojos e inspiró profundamente— . Ser Arthur, aquí presente, me decía que debía guardarme de ellos, pero también que les diera la mano si me la tendían. Que no podía dejar que las rencillas del pasado impidieran la construcción de un futuro. Y soy de este parecer. Sí, supongo que el Consejo ordenará investigar, quizá se encuentre culpable, quizá no. Solo sé que mi padre ha muerto y seguro que ahora todo es peor.

-Nuestro padre, aunque solo le placiera ejercer como tal contigo -le corrigió- . No he visto a Arianne desde que éramos pequeños; no te sabría decir qué le pasa por la cabeza estos días, aunque no creo que sea matar al Rey. Yo miraría al Consejo. Está plagado de víboras. ¿Para qué tantos señores de tan dudosa lealtad? En Essos lo hacen mejor: usan eunucos. Sin dinastía, sin una esposa que malmeta, sin ambición más allá de enriquecerse y engordar. El Consejo debería estar compuesto de siete Varys, créeme. Todo iría mejor.

Aegon tenía sus planes para el trono; Essos le había abierto los ojos en más de una cosa, y a su vuelta a Poniente, su primera impresión había sido que era un lugar gobernado de forma bastante ineficiente. El balance de poder era tan delicado que, más que reyes, parecía tener equilibristas al mando, que se contentaban con no caer de la cuerda. Como si eso fuera suficiente.

Levantó los ojos del cuerpo de Rhaegar y los clavó en Aemon.

-¿Y qué vamos a hacer, hermanito? ¿Qué vamos a hacer con todo esto? Porque tenemos un problema entre manos. La Casa Targaryen está descabezada, tú eres el heredero que aparece en el testamento, y yo soy tu hermano mayor, fruto de un matrimonio perfectamente legítimo. Es una situación verdaderamente incómoda para todos, esta en la que nos encontramos, ¿no te parece? ¿Y si llevo yo la corona los días pares, y tú los impares? ¿La partimos en dos trozos iguales? ¿Instalamos un segundo Trono de Hierro junto al primero, o lo ampliamos y nos sentamos juntos? Oí que teníamos un dragón, quizá pueda forjar uno nuevo -bromeó, si podía llamarse así a su tono frío y seco.


La conversación siguió por curiosos cauces, mucho se alargó y la Mano hizo acto de presencia, impaciente por la ausencia del príncipe heredero. Sólo dos capas blancas y el Septón Supremo fueron testigos de todo lo que se habló y a las conclusiones que se llegaron…

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