Pradilla de los Caballeros era el típico pueblecito que uno podía encontrar en la zona central y austral del Dominio rural, ese Dominio de las grandes llanuras cerealeras, de verde horizonte y serena tranquilidad. Como cualquier pueblecito característico de este entorno, contaba con su viejo septo, la casa de la villa, donde en tiempos se había alojado el señor y ahora hacía la labor de lugar de reunión del alcalde y sus concejales, una amplia plaza para alojar los mercadillos, un abrevadero para los burros y las monturas…
No obstante, la industrialización había bendecido —o maldecido, según se viera, pues no había acuerdo entre los villanos a este respecto— a Pradilla con el paso del Ferrocarril de las Rosas. Se había instalado una fábrica de harinas, una de ladrillos, una estación de trenes y otra de telégrafos, y otras construcciones estaban planificadas por el gobierno municipal, auspiciadas por financiación del Gobernador Civil de la provincia. Las gentes de los pueblos de los alrededores acudían a buscar fortuna a la localidad y Pradilla crecía vigorosamente.
Uno de los habitantes de Pradilla era el joven labriego Lyonel. Había nacido como hijo primogénito de una próspera familia de labradores que había empezado a hacer fortuna con la revolución floraniana. Su padre se llamaba era Lyonel, el padre de su padre se llamaba Lyonel, y así sucesivamente por muchas generaciones. Eran cosas que aguantaban el paso del tiempo, como las ancestrales ceremonias que se oficiaban en el septo. Decían en su casa que era una costumbre que se remontaba a los tiempos de los reyes Targaryen. En el pueblo la familia de Lyonel era querida porque no abusaban de su próspera posición y pagaban bien a los temporeros que trabajaban sus tierras, y porque colaboraban sin protestar con sus dineros cuando el Ayuntamiento proponía proyectos de mejora común para el pueblo.
Aquel día se había ausentado Lyonel del campo por encargo de su padre, pues debía de ir a hablar en su nombre en el Ayuntamiento con el representante del Sindicato de Riegos de la Huerta. De camino al Ayuntamiento se encontró con Moryn, el pregonero, un hombre tosco y grosero pero de voz estentórea. Tocaba la corneta y daba grandes voces, “¡AL PUEBLO DE PRADILLA HAGO SABER QUE EL SEPTÓN CHARLES DESEA HABLAR AL PUEBLO EN LA PLAZA DE LA VILLA EN EL MEDIODÍA!”. Y cada vez que repetía la frase, inspiraba aire, daba un toque a la corneta y proseguía sin parar con su reclamo. Lyonel aceleró su paso hacia la plaza de la Villa, curioso. El asunto del Sindicato podría esperar, y en todo caso, esto también seria un suceso útil del que informar a su padre.
Una multitud de curiosos se había reunido alrededor de la plaza. El alcalde y los concejales estaban asomados en el balcón de la casa consistorial. El septón Charles se alzaba junto al pregonero, una sombra gris y solemne embutida en su túnica de clerigo.
— A callarse todos, que voy a dar un pregón, a callarse, ¡que no lo digo más! —empezó Moryn con su voz chirriante de bisagra oxidada— De orden del señor septón Charles os hago lectura del siguiente documento emitido desde el Gran Septo de Baelor y firmado y sellado por el representante de los Siete en la Tierra, el mismísimo Septón Supremo Alderion.
Varios murmullos empezaron a recorrer la plaza. “CALLARSE COÑO, QUE VOY A EMPEZAR A LEER”, gritó toscamente el pregonero, y se hizo el silencio.
— Nos, Alderion Hightower, S.S., por la autoridad que me ha sido concedida por el Altísimo como su Instrumento en la Tierra, e informado de la gravedad de la situación en el Dominio, el corazón de las tierras del Sur, nos vemos obligados a convocar una Cruzada contra el comunismo revolucionario y las fuerzas ateas y anárquicas que amenazan no solo la existencia de orden social sostenido por la Iglesia de los Siete, sino también a la civilización sietera sureña, la más brillante de las joyas de todo el orbe civilizado conocido…
— Ya era hora, coño, ¡viva el Sur! —exclamó el médico del pueblo, el señor Imry, mientras alzaba su brazo— ¡Arriba los nacionales! ¡Viva el general Tarly!
— Cállate, ¡pesao’! —le respondió una voz que Lyonel no supo identificar— Queremos seguir escuchando.
— … PARA ASEGURAR QUE TAMAÑA DESGRACIA NO SUCEDE EN ESTAS TIERRAS, APELAMOS A LA FE Y LA VALENTÍA DE LOS CREYENTES PARA APOYAR LA CRUZADA POR TODOS LOS MEDIOS QUE PUEDAN…
— En menudo fregao’ nos han metido —comentó Mirot el zapatero escuetamente a la oreja de Lyonel. Se le había acercado silenciosamente como el zorro que era. Era un hombre que no se casaba con nadie—. Esto no va acabar bien, te lo digo yo. Tengo barruntos.
— Si la piedra da en el cántaro, o el cántaro en la piedra, mal para el cántaro.
— ¿Y eso que quiere decir?
— No sé. Lo decía mi abuelo muy a menudo cuando pintaban bastos —Lyonel no quería seguir con la conversación. Tenía la sensación de que había oídos escuchándole. No era prudente señalarse en tiempos de crisis—. Que tenga un buen día, señor zapatero.