Los Fornjot

El cielo tenía un color anaranjado. Ese naranja que se puede encontrar cuando el sol ha caído pero aún se hace notar, rodeado de añiles, azures e índigo. Pero sobre las ruinas de Caput Vada, la sombra se hacía dueña por completo. Frente a la antigua ciudad levantada por los lorelanos, en la bahía, se podían observar siete barcos, distanciados los unos de los otros, con las quillas dispuestas hacia las ruinas, como si acaso planeasen atacarlas. Pero no era esa su finalidad.

Las pequeñas barcas que estaban rondando las embarcaciones estaban llenas de hombres, marinos, que se dieron mucha prisa en dejar ir unos faroles donde las velas, prendidas, se dejaban guiar por las mareas que las llevaban hacia el interior del mar, contrario a las ruinas. Siete faroles por cada una de las embarcaciones.

Oddvar observó, por un momento, como los hombres subían por la escalera, como si su vida dependiese de ello. Y quizás era así. Drycha era caprichosa y todos ellos lo sabían. Todos respetaban al mar y las profundidades, pero ellos, a diferencia de otros, no lo temían.- Los hombres no están tranquilos.

- Y no deberían de estarlo, Oddvard Stravias. Los dioses del mar son caprichosos y nuestro pueblo lo sabe. Ser precavido con ellos significa que son hombres con raciocinio. Mucho mejor que locos que no teman a nada.- La sacerdotisa Kyra observaba la bahía frente a ella, de espaldas a las ruinas. No se podía haber negado a la petición de Oddvar, aunque en el fondo tenía una honda preocupación por la petición que iba a realizar al mar. Sin embargo, había dado su palabra.- Sea, Hijo de Drycha, llamemos a tu madre.- Aquello provocó la sonrisa de Oddvar, el cual se acercó a la mujer en popa. Kyra, entre sus manos, le tendió un cuenco de madera negra en el que había unas algas que había recogido esa mañana, en agua salada. El solo tuvo que hacerse un corte, no muy profuso, no muy grande, y meter la mano para que su sangre se mezclara con el agua y las plantas. Notó como la sal escocía la herida recién hecha, pero solo era una molestia.

La sacerdotisa, con el cuenco en sus manos, se posicionó frente al mar y lo alzó. No le hizo falta mirar a ambos lados para saber que los otros sacerdotes estaban preparados para la oración, unas palabras que siempre parecían oscuras, lúgubres, todas dirigidas a llegar a lo más hondo del mar, a las profundidades. Oddvar, entonces, acompañó las palabras con una fuerte patada a la madera de su galera, algo que comenzaron a repetir todos los demás, en un ritmo continuado mientras la oración se hacía eco en aquella bahía. Cuando terminó, Kyra solamente dejó que el contenido del recipiente cayese al mar. Solo eso. Y el silencio de aquellos golpes con las piernas cesó de inmediato.

La mirada de Oddvar se dirigió a lontananza, hacia donde Aïmluth debiera encontrarse, aunque ahora no se veía nada de ella. La de Kyra, al agua, donde había dejado caer el contenido del cuenco. Aquella ceremonia la había hecho otras veces, llamando al favor de Drycha, aunque nunca con el que llamaban su hijo. No esperaba nada más que la quietud del mar, pero no fue así. Sus ojos verdes observaron como una mancha negra se había formado alrededor de las algas. Lo atribuyó a la sangre pero…crecía. A más, y más. El agua tornaba al negro, como si alguien hubiese dejado caer mucho carbón al agua. Aquello era algo que nunca había visto. Y además se expandió, a prisa, muy a prisa…

- Ella siempre me contesta, sacerdotisa.- Al levantar la mirada, Kyra pudo observar como Oddvar la miraba, directamente. Luego, señaló hacia la bahía, y aquello que vio propició que las lágrimas se hiciesen dueñas de sus ojos, aunque sin derramarse. Allí, al frente, se observaba una ola que crecía más y más, y que se acercaba a ellos. Escuchó el rumor tras de ellos, el de los marineros, pero Oddvar se mantenía firme, con la mirada fija. Ella temió a que aquella ola se los llevase por delante. Se acercaba a una gran velocidad y a cierta distancia vio que el color era negro, tizón, como el provocado por la caída del cuenco. También vio los puntos de luz que habían dejado ir, como si acaso fuesen guías a alguien. A algo.

Cuando estuvo cerca la congoja le ganó y se hubiese girado de no ser por la mano de Oddvar, que la hizo desechar la idea y le animó a enfrentarse a aquello, junto con él. Notó como el agua los alzaba, como el barco se inclinaba y a punto estuvo de perder el equilibrio, pero no fue así. Simplemente pasó por debajo de ellos y siguió su curso. Fue entonces cuando se voltearon para ver que ocurriría.

El agua llegó a Caput Vada y se estrelló contra las ruinas de la otrora ciudad. El color negro se vio salpicado por el blanco de la espuma con una violencia inusitada, y entonces la mano de Oddvar dejó la de la sacerdotisa. Cayó a la madera, faltándole el aire. A su vez se escuchó como un gruñido gutural en toda la bahía. Stravias se encogió, y a la vez el agua pareció derramarse hacia el interior de la tierra, como si allí hubiese un hueco. Incluso provocó que los barcos se viesen atraídos, como hacia un remolino. Y entonces Oddvar vomitó, y el agua se hizo manda casi al instante.

Kyra había asistido a todo eso con temor, pero también extasiada. No sabía lo que ocurría. Ninguno de los allí presentes. Tampoco se atrevió a ayudar al hombre. No sabía como.

Pero Oddvar se levantó tras la calma, tras un minuto de trance. Lo hizo con restos de su vómito aún en su barba y bigote, con su cabello alborotado, con los ojos llorosos. Frente a él no existían ruinas. La ciudad había desaparecido y solo quedaba una laguna de aguas negras, como si las hubiesen tintado, a diferencia de las aguas de la bahía, de color azul. Aún no había anochecido como para que todos pudiesen verlo sin problema alguno.

Sonrió, de medio lado, aunque con cierta duda.- Ella siempre me responde…- Volvió la vista, hacia Kyra, la cual, esta vez si, dejó que sus lágrimas fluyeran. Saladas, como el agua del mar.