Que de comienzo la competición!

La Princesa, que no se había perdido ninguna justa y de normal pasaba más tiempo departiendo amigablemente con todos los que se acercaban a saludarla que centrada en las justas, que para su gusto eran un poco violentas, no se perdió sin embargo ningún envite del Príncipe Rhaegar. Con el corazón en un puño, rezaba en silencio a los Siete, a la Madre Rhoynar y a quien quisiera escucharla, no porque ganara, pues a fin de cuentas no era más que un juego, sino porque no le hicieran daño.

Cuando Rhaegar ganó la final, se levantó aplaudiendo y vitoreándole. Aunque solo fuera uno de esos juegos tontos de hombres, sabía que llevaba tiempo buscando una victoria en un gran torneo, y se alegraba de corazón de que al fin la hubiera conseguido. Se preparó para recibir la corona, erguida y luciendo su mejor sonrisa, y cuando Rhaegar pasó sin detenerse frente a ella tardó unos segundos en entender lo que estaba pasando. Y cuando le oyó hablar se le heló el corazón.

Se mantuvo al frente, erguida, sonriendo. Aunque ya solo lo hacía con la boca. El tiempo pareció congelarse, y sintió todas las miradas del reino sobre ella. No podría decir si pasó un segundo, un minuto o una hora. Pero en algún momento una voz amable y una mano en su hombro la sacaron de su ensoñación.

-Vamos, Princesa -le susurró el Príncipe Lewyn llevándosela, como un muñeco sin voluntad, lejos de las miradas y de los comentarios crueles que, tras el estupefacto silencio inicial, empezaban a extenderse como fuego valyrio.

La Princesa Elia se retiró de la escena, pero una parte importante de ella, una persona que ella antes había sido, se quedaría siempre en aquella grada, erguida, sonriendo, soportando el peso de las miradas y oyendo a su príncipe de cuento romperle el corazón, una y otra vez.