¿Libertad? ¿Libertad para qué? No puede haber libertad para los enemigos de la libertad. Mientras haya clases, toda libertad será libertad para la clase dominante. Aquí, en el Norte, hemos comenzado un largo proceso hacia la verdadera libertad que ofrece una sociedad comunista. Esta, que solo debería ser posible en sociedades que hubieran hecho un largo proceso de reformas, reformas que en el Dominio duran ya más de diez inviernos, aquí han comenzado a construirse tras un verano. Los sureños harían bien en tomar nota.
Una gran parte del auditorio se alzó para aplaudir, los menos entusiastas lo hacían desde el asiento. Como el viejo Pate el Prudente, viejo héroe del socialismo utópico, que ocupaba con sus hijos y nietos que le habían acompañado más de una docena de asientos.
Durante miles de años los norteños hemos hecho a nuestra manera, lejos de las costumbres sureñas. Quienes se alzaron como nuestros opresores tenían razón en una cosa, se acerca el invierno. Las guerras contra las clases dominantes serán duras y no queda tiempo. Es necesaria una alianza entre fuerzas socialistas para desarrollar profundas reformas en los estados burgueses, reformas que conduzcan a nuestros hermanos de clase a un futuro más libre, un futuro donde la revolución del proletariado sea una posibilidad.
La huelga debe ser lo que enseñe a los obreros y desposeídos a unirse, a entender cuán poderosa es su fuerza colectiva. Las huelgas no servirán solo para obtener concesiones inmediatas, enseñarán al obrero su posición en la sociedad y le abrirán los ojos sobre la necesidad de la lucha política.
En Parque Arryn se encontraba uno de los lugares más curiosos de la tradición liberal del Valle. En un mirador del jardín aterrazado, con vistas al famoso castillo de los Arryn, se encontraba el Glider’s Balcony. En este lugar un hombre o mujer podía sentirse libre durante un instante, dejar volar sus ideas un tiempo, hasta que se posaran de nuevo en la realidad de la tierra que pisaban.
La mañana era fresca, incluso en aquella altura, y el aire estaba impregnado de un aroma terroso a hojas caídas y cesped mojado. A primera hora de la mañana había menos guardias y aunque subido a la balconada se podía hablar de política, religión o filosofía, nadie gustaba de tener a la policía del Valle pendiente de sus movimientos. Un joven había elegido precisamente ese instante para proclamar los acuerdos de la III Internacional.
Las palabras de Bolton pronto alcanzarían hasta el último rincón de Poniente.